En
un viaje que hice, hace ya muchos años, a Valladolid, y en el que
visité el Museo Nacional de Escultura Policromada (así se llamaba
entonces), tuve una de esas experiencias estéticas, de hondo calado
emocional, que resultan inolvidables e infrecuentes. Visitaba las
salas del formidable museo cuando, en un rincón, me topé con una
mujer de tamaño natural, vestida de áspera arpillera, que dejaba al
descubierto sus hombros, brazos y pìes, y
que se consumía en un éxtasis silencioso, la mirada fija en un
crucifijo, salvada de la oscuridad del recinto por una potente
iluminación dirigida a su cuerpo. Me quedé imantado ante su
presencia y preso de un éxtasis que, por
simplificar, habríamos
de denominar estético. No me quería apartar de la imagen y, sin
dudarlo, me habría quedado a vivir en esa sala, junto a ella. Se
trataba, como luego supe, de la Magdalena
penitente,
de Pedro de Mena, una de las obras maestras de nuestra imaginería
religiosa
barroca.
Recientemente,
leyendo la Automoribundia,
de
Ramón Gómez de la Serna, me topo (en el capítulo XLV) con la
narración de una envidiable experiencia que tuvo en 1921: se trata
de la visita nocturna y en soledad del Museo del Prado, facilitada
por el director de entonces, Aureliano de Beruete y Moret, que era
amigo suyo. El recorrido resulta fascinante, pero Beruete le tiene
reservada una sorpresa para el final, que dejo narre Ramón con sus
propias palabras:
Y
allí, Beruete, que me había prometido además de la novedad de una
noche en el Museo una sorpresa que me maravillaría, me llevó a una
habitación deshabitada, de cuyas paredes no pendía ningún cuadro,
y ya en medio de ella, hizo que pasase delante de nosotros el
conserje que llevaba el farol y que proyectaba nuestras sombras en
aquella alcoba deshabitada, diciéndole: «Ilumine usted ese rincón»,
y dirigiéndose a mí, dijo:
—¡Vea
usted!
Yo
di un paso atrás, y lleno de emoción y sorpresa exclamé:
—¡Qué
maravilla!
Lo
que había iluminado el conserje y lo que me había maravillado en
aquella destartalada alcoba del Museo del Prado, sumido en las
sombras de la noche, era una mujer medio desnuda, que, como una
sonámbula, miraba un crucifijo que llevaba en la mano.
Extraña
mujer, cuya presencia era inusitada en el Museo, pues nuestro Museo
es en sus alturas sólo pictórico, y no suelen alternar con sus
pinturas esas tallas que en los museos italianos equilibran con su
plástica la exterior presencia pictórica del Museo.
La
naturalidad de aquella mujer, su tamaño humano, lo verdadero de su
rostro y sus cabellos sueltos, todo eso reunido, la hizo aparecer
como una mujer en pleno deliquio, vestida sólo con el largo camisón
de dormir.
Después,
todo se fue aclarando: era la María Magdalena que talló Pedro de
Mena en 1664, obra de arte que estaba en clausura en el antiguo
convento de las Salesas Nuevas, en la calle de San Bernardo, y de la
que se conocía sólo alguna fotografía.
Es
esta escultura la escultura de una «justa», de un alma en pena, de
una posesa que avanza magnetizada por las llagas de Cristo.
Impresiona con su sonambulismo de fanática.
Sorprende
esa mujer enjuta, con rostro enflaquecido, con su figura débil,
anemizada, arrebatada por el deliquio.
Bajo
la luz tiene una viva personalidad de andaluza fina: feílla, pero
aguda, fervorosa, de manos y pies bellísimos.
Las
pobres monjas que se han quedado sin esa imagen deben recordarla con
nostalgia de hermana, y deben estar quejosas de esa ley por la cual
una antigua concesión ha podido exclaustrar a la hermana que con
mayor fijeza miró a Cristo crucificado durante toda su vida, sin
distracción que confesar y a la que vieron entrar en el convento
sólo las que ya murieron.
Estas
primicias de un hallazgo así, que es como producto de una
excavación, las comenzaron a gozar en este verano de 1921 unos
cuantos héroes.
Pedro
de Mena, el escultor de las vírgenes con los ojos hinchados de
llorar, ha tallado en ésta, con su gubia más afilada, la imagen más
profana de sus imágenes, la que no tiene aureola, una especie de
mendiga deshecha, con cara que se ha alargado por la demacración, y
frente desmayada y amplia por el ascetismo: es una joven penitente,
un poco envejecida por la penitencia; una Lolilla cualquiera a la que
han consumido los fuegos místicos. Toda su hetiquez da una bárbara
realidad a su cabeza de mujer algo escrofulosa, la cabeza grande y
larga de las beatas que padecen las brutales jaquecas del fanatismo.
Se ve que a esta mujer le laten las sienes con frenesí.
Vestida
con una estera de pleita que
da gran rigidez a su cuerpo de caderas ceñidas, resaltan mucho más
los inevitables senos de los hombros, libres de toda hombrera, y los
brazos, delicados, y las manos, sobre todo la derecha, llenas de una
delicada coquetería, que se revela contra todo tapujo y contra toda
deformación de la penitencia. Los mismos pies tienen esa delicada
coquetería de los pies bonitos, ese temor infantil y gracioso con
que sobresalen bajo el gran cortinón espeso.
Extraña
virgen posesa, un poco loca, con el tipo de esas que se lavan en las
fuentes públicas y tienen la vejez precoz de la que ha dormido en el
quicio de la vida los sueños precarios y desarropados. Está enferma
esta mujer cuyos ojos están embizcados porque miran los dos la misma
llaga del costado en el Cristo que se muestra a sí misma en el
crucifijo y que es misionera de su alma rebelde.
A
través del tiempo, se le han secado aquellas lágrimas que tenía:
Cuatro
lágrimas que penden en sus oxos
precipitadas
con tan vivo impulso,
que
con ser permanentes en su rostro
parecen
sucesivas en el curso.
Desnuda
y sin desnudez, porque la ciñe la estera más rígida, está
fabricada para que tenga vida la cabeza, de expresión adelgazada y
aguda, con aire de devota más que de santa, devota semilla, retrato
de una modesta andalucita, o retrato de la mujer que se echó al
desierto como la novia de «Don Alvaro».
Ya
después de ver esa maravilla de la escultura, todo palidece, y en la
emoción de la noche figura sobre todo esa loca joven que parece que
hemos visto pasar por los pasillos de nuestro sueño.
Hoy, como he dicho, la podemos contemplar en el Museo de Escultura de Valladolid.
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