Corrían los años de la
transición política española, cuando la palabra compromiso (derivada del engagement sartreano) era un talismán en
boca de antifranquistas de vario pelaje, y un periodista que entrevistaba a
Paco de Lucía le preguntó por el compromiso en su arte (o dicho con otras
palabras, por su tendencia política). Lucía le contestó que el compromiso en su
arte consistía en contribuir a acrecentar la sensibilidad del público. Me
pareció la respuesta más apropiada en boca de un artista. Estos días, leyendo Defensa de la poesía, de Shelley, me
encuentro con el siguiente pasaje, que constituye una muy lúcida reflexión al
respecto y que cito por extenso:
“El gran secreto de la
moral es el amor: o sea una expansión de nuestra naturaleza, y una
identificación de nosotros mismos con lo bello que existe en el pensamiento, en
la acción, en las personas, fuera de nosotros. Un hombre, para ser altamente
bueno, ha de imaginar intensa y comprensivamente; ha de ponerse en el lugar del
otro y de muchos otros; las penas y los goces de sus semejantes han de ser
suyos. El gran instrumento de la buena moral es la imaginación; y la poesía
contribuye a este efecto, obrando sobre la causa. La poesía ensancha la
circunferencia de la imaginación hinchándola de pensamientos de deleite siempre
nuevos que tienen poder de atraer y asimilar a su propia naturaleza todo otro
pensamiento, y que forman nuevos intervalos e intersticios, huecos que siempre
claman por alimento nuevo. La
Poesía fortalece la facultad que es órgano de la naturaleza
moral del hombre, de la misma manera que el ejercicio fortalece un miembro. El
poeta, por consiguiente, hará muy mal si encarna su propio concepto de lo justo
y lo injusto, que suele ser el de su país y su época, en sus creaciones
poéticas, que no tienen nada que ver con ellos. Por este apropiamiento del
oficio inferior, que consiste en interpretar el efecto, oficio que, después de
todo, acaso no pueda realizar sino imperfectamente, renunciará a una gloria en
la participación de la causa. No hubo peligro de que Homero o cualquier otro de los poetas eternos se
desconociesen de este modo hasta el punto de abdicar el trono de su más amplio
dominio. Aquellos en quienes la facultad poética, aunque grande es menos
intensa, tales como Eurípides, Lucano, Tasso, Spencer, ha aspirado
frecuentemente a un fin moral, y el efecto de su propia poesía queda disminuido
en proporción exacta con el grado en que nos obligan a atender a este su
propósito.”
(Shelley: Defensa de la poesía, trad. José Vicente
Selma. Fuentearnera, 1980, p. 27-28)
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