lunes, 2 de febrero de 2015

La antorcha del teatro: RINOCERONTE, de Ionesco, dirigido por Ernesto Caballero.

Es esencial que en un país haya, cada generación, unos cuantos hombres de teatro (pienso sobre todo en directores) que sostengan encendida esa antorcha que surgió en Atenas y que pasen el testigo a las siguientes generaciones. Recuerdo, en los años en que me inicié como espectador de teatro (años 80 y 90), lo que significaron nombres como Adolfo Marsillach, José Luis Gómez, Miguel Narros, José Sanchis Sinisterra, Lluis Pascual… Uno siempre podía contar con que casi cada temporada se podría encontrar con verdaderos aciertos escénicos dirigidos por ellos. Pues una obra dramática es como una partitura, donde resulta esencial la labor del director teatral, de la misma manera que lo es en el campo de la música sinfónica o la ópera (una misma obra, dirigida por Claudio Abbado, Carlo Maria Giulini o Zubin Mehta, por citar solo tres nombres, alcanza normalmente otra dimensión).
En estos últimos años los montajes que más me han gustado estaban dirigidos por Josep Maria Flotats (una leyenda del teatro) o, muy especialmente, Eduardo Vasco (su sorprendente puesta en escena del Viaje del Parnaso, de Cervantes, constituyó algo verdaderamente sensacional). Hoy me es grato hablar de un gran montaje de Ernesto Caballero (de quien había presenciado hace unos años una estupenda Comedia nueva o el Café, de Moratín hijo).
La obra a que quiero hacer referencia hoy es Rinoceronte, de Eugène Ionesco, que se representa estos días en el Centro Dramático Nacional. Cuando releía recientemente la obra de Ionesco pensaba en el prodigio que debería constituir la dirección escénica de tal pieza, con los continuos diálogos cruzados del primer acto o la amenazante presencia de los paquidermos. Y el montaje de Caballero, desde luego, no me ha defraudado. Resuelve muy bien el acto primero, haciendo representar a los actores en el patio de butacas y correr entre el público cuando se oye el ruido de los rinocerontes, actuando sobre la escena por delante del telón. Para el resto de la obra utiliza una estructura de escalera metálica de varios pisos, en cuya parte baja cambia los sencillos decorados de la oficina donde trabaja Berenger, la habitación de su amigo Juan, y la propia habitación de Berenger con que se cierra la obra. No acabamos de entender muy bien la función de esa estructura (por la que primero suben y bajan bomberos, y más tarde “rinocerontes”) hasta la escena final de la obra, que luego comentaré, y donde se nos impone claramente su pertinencia.
Ahora bien, la elección fundamental de Caballero, respecto al texto original, consiste en sustituir la ruidosa presencia de los rinocerontes y sus caras al fondo de la pared de la habitación de Berenger, por una amenaza más silenciosa y un dramatismo más acentuado. En vez del ruido enloquecedor de las bestias, Caballero coloca a unos silenciosos rinocerontes sentados en sendas galerías junto a las butacas de patio (como si fueran otros espectadores), creando una profunda sensación de amenaza latente y bastante siniestra. Y saca a Pepe Viyuela (un extraordinario Berenger, papel que creemos le viene al pelo) al patio de butacas para declarar sus dudas sobre si resistir o no (con el público escuchándole en vilo: ese milagro del teatro). En el momento final se vuelve a su habitación dispuesto a resistir hasta el final como último representante de la especie humana en un mundo invadido de rinocerontes. Entonces desde lo alto de la estructura metálica desciende un enorme rinoceronte que amenaza con aplastarle. Intentando detener esa estructura que le aplasta, la obra se cierra con Berenger alzando los brazos para repeler la mole y gritando “No me rindo” (el “Je ne capitule pas” de Ionesco). Un final verdaderamente impactante.
Podríamos hablar ahora de la dirección de actores y de la estupenda interpretación de estos, pero creo que con lo dicho basta para entender que nos encontramos ante uno de esos magníficos montajes que mantiene viva la antorcha del mejor teatro.

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