Es esencial que en un país haya, cada generación, unos cuantos hombres de
teatro (pienso sobre todo en directores) que sostengan encendida esa antorcha
que surgió en Atenas y que pasen el testigo a las siguientes generaciones.
Recuerdo, en los años en que me inicié como espectador de teatro (años 80 y
90), lo que significaron nombres como Adolfo Marsillach, José Luis Gómez,
Miguel Narros, José Sanchis Sinisterra, Lluis Pascual… Uno siempre podía contar
con que casi cada temporada se podría encontrar con verdaderos aciertos
escénicos dirigidos por ellos. Pues una obra dramática es como una partitura,
donde resulta esencial la labor del director teatral, de la misma manera que lo
es en el campo de la música sinfónica o la ópera (una misma obra, dirigida por Claudio
Abbado, Carlo Maria Giulini o Zubin Mehta, por citar solo tres nombres, alcanza
normalmente otra dimensión).
En estos últimos años los montajes que más me han gustado estaban dirigidos
por Josep Maria Flotats (una leyenda del teatro) o, muy especialmente, Eduardo
Vasco (su sorprendente puesta en escena del Viaje
del Parnaso, de Cervantes, constituyó algo verdaderamente sensacional). Hoy
me es grato hablar de un gran montaje de Ernesto
Caballero (de quien había presenciado hace unos años una estupenda Comedia nueva o el Café, de Moratín hijo).
La obra a que quiero hacer referencia hoy es Rinoceronte, de Eugène Ionesco, que se representa estos días en el
Centro Dramático Nacional. Cuando releía recientemente la obra de Ionesco
pensaba en el prodigio que debería constituir la dirección escénica de tal
pieza, con los continuos diálogos cruzados del primer acto o la amenazante
presencia de los paquidermos. Y el montaje de Caballero, desde luego, no me ha
defraudado. Resuelve muy bien el acto primero, haciendo representar a los
actores en el patio de butacas y correr entre el público cuando se oye el ruido
de los rinocerontes, actuando sobre la escena por delante del telón. Para el
resto de la obra utiliza una estructura de escalera metálica de varios pisos, en
cuya parte baja cambia los sencillos decorados de la oficina donde trabaja
Berenger, la habitación de su amigo Juan, y la propia habitación de Berenger
con que se cierra la obra. No acabamos de entender muy bien la función de esa
estructura (por la que primero suben y bajan bomberos, y más tarde
“rinocerontes”) hasta la escena final de la obra, que luego comentaré, y donde
se nos impone claramente su pertinencia.
Ahora bien, la elección fundamental de Caballero, respecto al texto
original, consiste en sustituir la ruidosa presencia de los rinocerontes y sus
caras al fondo de la pared de la habitación de Berenger, por una amenaza más
silenciosa y un dramatismo más acentuado. En vez del ruido enloquecedor de las
bestias, Caballero coloca a unos silenciosos rinocerontes sentados en sendas
galerías junto a las butacas de patio (como si fueran otros espectadores),
creando una profunda sensación de amenaza latente y bastante siniestra. Y saca
a Pepe Viyuela (un extraordinario Berenger, papel que creemos le viene al pelo)
al patio de butacas para declarar sus dudas sobre si resistir o no (con el
público escuchándole en vilo: ese milagro del teatro). En el momento final se
vuelve a su habitación dispuesto a resistir hasta el final como último
representante de la especie humana en un mundo invadido de rinocerontes.
Entonces desde lo alto de la estructura metálica desciende un enorme
rinoceronte que amenaza con aplastarle. Intentando detener esa estructura que
le aplasta, la obra se cierra con Berenger alzando los brazos para repeler la
mole y gritando “No me rindo” (el “Je ne capitule pas” de Ionesco). Un final
verdaderamente impactante.
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