El estilo indirecto libre corresponde históricamente a una fase en que la novela ha descubierto ya la conciencia del personaje, pero no renuncia ni a la visión panorámica ni a la voz todopoderosa. En su deseo de acercarse al mundo propio del personaje el narrador está dispuesta a ceder parte de sus privilegios, pero sólo parte, pues el novelista sigue creyendo mejor recurso asumir la voz del personaje desde la voz del narrador (un narrador impersonal y, por tanto, muy adaptable a los distintos personajes) que liberar por completo la voz del personaje. Por ello la novela postflaubertiana sigue utilizando el estilo directo fundamentalmente para el diálogo (la expresión “exterior” del personaje), mientras que adopta el estilo indirecto libre para el monólogo, la reflexión, el análisis psicológico, la voz “interior” en definitiva, superando así el efecto antinatural que producía el estilo directo aplicado al lenguaje del pensamiento.
(Juan Oleza, nota 12 del cap. 15 de su edición de La Regenta.)
domingo, 24 de febrero de 2013
jueves, 21 de febrero de 2013
El amigo Montaigne
Ahora que hay en el Instituto una exposición sobre Michel de Montaigne, me gustaría colaborar con un par de imágenes. Una, del interior de la torre circular donde tenía su biblioteca y escribió sus Essais. Otra, de las inscripciones en lenguas clásicas que le acompañaban en el techo de su estudio-biblioteca.
Mi impericia cibernética solo ha permitido que suba una imagen. Je le regrette.
Mi impericia cibernética solo ha permitido que suba una imagen. Je le regrette.
martes, 19 de febrero de 2013
Que no nos engañe Homais. Comentario de un fragmento de Madame Bovary.
En efecto, era un buen hombre [el cura Bournisien], e incluso un día no se escandalizó del farmacéutico, que aconsejaba a Carlos, para distraer a la señora, que la llevase al teatro de Rouen a ver al ilustre tenor Lagardy. Homais, extrañado de aquel silencio, quiso conocer su opinión, y el cura declaró que veía la música como menos peligrosa para las costumbres que la literatura.
Pero el farmacéutico emprendió la defensa de las letras. El teatro, pretendía, servía para criticar los prejuicios, y, bajo la máscara del placer, enseñaba la virtud.
- ¡Castigat ridendo mores, señor Bournisien! Por ejemplo, fíjese en la mayor parte de las tragedias de Voltaire; están sembradas hábilmente de reflexiones filosóficas que hacen de ellas una verdadera escuela de moral y de diplomacia para el pueblo.
- Yo -dijo Binet- vi hace tiempo una obra de teatro titulada Le Gamin de Paris, donde se traza el carácter de un viejo general que está verdaderamente chiflado. Echa una bronca a un hijo de familia que había seducido a una obrera, que al final...
- ¡Ciertamente! -continuaba Homais -, hay mala literatura como hay mala farmacia; pero condenar en bloque la más importante de las bellas artes me parece una ligereza, una idea medieval, digna de aquellos abominables tiempos en los que se encarcelaba a Galileo.
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En el cap. XIV de la segunda parte nos encontramos, en un momento dado, con otro ejemplo del afán polémico del boticario Homais. Se enfrenta a un cura, Bournisien, al que le busca las cosquillas para poder discutir con él, pues le choca que el cura no haya mostrado ninguna prevención contra la asistencia del matrimonio Bovary a la ópera. Al juzgar el cura que la música es menos peligrosa que la literatura, Homais emprende la defensa de esta manifestación artística. Nos parecería loable su actitud a todos los que amamos las letras, pero resulta que la defensa de Homais no hace más que poner de relieve la colección de tópicos que conforman su pensamiento:
1- su concepción del teatro, sin ser errónea, es la tópica, aunque transforme mores de la máxima latina (Castigat ridendo mores –“con la risa corrige las costumbres”-, que compuso un literato francés del XVII, J. de Santeuil, para el busto de Arlequín en la Comedia italiana de París) en prejuicios, al gusto del progresismo de manual que caracteriza a Homais: criticar las costumbres y enseñar deleitando. En el mismo sentido valora el teatro de Voltaire (no lo más valioso de su producción) por su carácter pedagógico: está, según dice, sembrado de reflexiones filosóficas.
2- cierra su intervención con una referencia a la condena de Galileo; pero no nos engañemos, a Galileo se le condena en el XVII, no en la Edad Media (gotique en el original francés) y su mención en boca de Homais no es más que un tópico manido.
Aunque pueda parecer otra cosa, Homais encarna como nadie la estupidez humana (la bêtise), basada en el uso abusivo de los tópicos, que era la bestia negra de Flaubert, quien no casualmente redactó lleno de sarcasmo un Diccionario de lugares comunes.
sábado, 9 de febrero de 2013
El tono humorístico del ensayismo inglés
Así comienza el ensayo “Conxolus” de Aldous Huxley, recogido en su libro de viajes A lo largo del camino. El humorismo que destila y el sistemático uso de la ironía nos recuerdan a Miguel de Cervantes, ese escritor inglés que escribió en castellano.
“El saber que todos saben –que Virgilio, por ejemplo, escribió la Eneida, o que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos-, es algo aburrido y poco distinguido. Si quiere usted adquirir una reputación de erudito a poca costa, es mejor ignorar el deslustrado y estúpido conocimiento que todos poseen y concentrarse sobre algo extraño y fuera de la órbita. En vez de citar a Virgilio cite a Sidonius Apollinaris, y exprese, en voz bien alta, su desprecio por aquellos que prefieren el poeta de la corte de Augusto al panegirista de Avidus, Majorianus y Anthemius. Cuando la conversación gire sobre Jane Eyre o Cumbres borrascosas (que naturalmente usted no habrá leído) diga que prefiere infinitamente El inquilino de Wildfell Hall. Cuando oiga hablar de Donne, emita un “psch” despectivo y dígale que tendría que haber leído a Góngora. Al oír mencionar a Rafael haga como si estuviera a punto de vomitar (aunque no haya entrado jamás en el Vaticano) y afirme que los cuadros de Rafael Mengs en Petersburgo son las únicas pinturas tolerables que usted conoce. De esta forma adquirirá usted la reputación de persona de profunda cultura y del más exquisito gusto; en tanto que si da pruebas de conocer perfectamente a Dickens, de haber leído la Biblia, los clásicos ingleses, Euclides y Horacio, nadie le tendrá a usted en buena opinión. Será como cualquier otro.”
“El saber que todos saben –que Virgilio, por ejemplo, escribió la Eneida, o que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos-, es algo aburrido y poco distinguido. Si quiere usted adquirir una reputación de erudito a poca costa, es mejor ignorar el deslustrado y estúpido conocimiento que todos poseen y concentrarse sobre algo extraño y fuera de la órbita. En vez de citar a Virgilio cite a Sidonius Apollinaris, y exprese, en voz bien alta, su desprecio por aquellos que prefieren el poeta de la corte de Augusto al panegirista de Avidus, Majorianus y Anthemius. Cuando la conversación gire sobre Jane Eyre o Cumbres borrascosas (que naturalmente usted no habrá leído) diga que prefiere infinitamente El inquilino de Wildfell Hall. Cuando oiga hablar de Donne, emita un “psch” despectivo y dígale que tendría que haber leído a Góngora. Al oír mencionar a Rafael haga como si estuviera a punto de vomitar (aunque no haya entrado jamás en el Vaticano) y afirme que los cuadros de Rafael Mengs en Petersburgo son las únicas pinturas tolerables que usted conoce. De esta forma adquirirá usted la reputación de persona de profunda cultura y del más exquisito gusto; en tanto que si da pruebas de conocer perfectamente a Dickens, de haber leído la Biblia, los clásicos ingleses, Euclides y Horacio, nadie le tendrá a usted en buena opinión. Será como cualquier otro.”
domingo, 3 de febrero de 2013
Europa relega su cultura
Fragmento inicial de un artículo de Rafael Argullol publicado hoy en El País (destaco en negrita una frase):
Inmediatamente después de la caída del Muro de Berlín, en 1989, y antes de que fuera objeto de un gran concierto público oficial, la Novena Sinfonía de Beethoven se convirtió en la música favorita de muchos manifestantes, del este y el oeste de la ciudad. Los presentes en aquel colosal acto de demolición de fronteras cantaban fragmentos de la parte coral, la Oda a la Alegría , basada en el poema de Schiller, entendiendo, quizá, que no había palabras más idóneas para el momento y que unieran tanto a los que durante décadas habían sido obligados a permanecer separados. Aquellas imágenes y aquellos cantos tenían un hondo simbolismo, no solo para Berlín sino para toda Europa, y parecían confirmar que el gran arte —en este caso una obra de Beethoven— acudía al rescate del hombre europeo tras el último y más brutal de sus naufragios. Para eso, en última instancia, servía el arte, y eso era lo que cabía esperar de los textos de Dante, Shakespeare o Cervantes, de las composiciones de Bach, Mozart o Shostakovich, de las pinturas de Leonardo, Rembrandt o Cézanne.
Eso pareció, todavía, entonces. Sin embargo, más de dos décadas después, aquellos manifestantes cantando a Beethoven forman parte de un espejismo. Tal vez, en aquellos días demasiado esperanzadores, fuesen ya un espejismo. Se pensó que Europa saldría reforzada con la conclusión de la Guerra Fría y, de hecho, se incorporaron muchos más países al proyecto de construcción europea. Se realizaron progresos importantes, como la moneda única y la superación de las aduanas. Pero ahora, cuando las dificultades económicas atenazan a Europa, se hace evidente una paradoja dramática: en algún lugar del camino se perdió el alma. Dicho de otro modo que pueda gustar más a los que hacen muecas cuando oyen la palabra alma: en algún lugar del camino, Europa, que alardeaba de construirse a sí misma, dio la espalda a su propia cultura.
Basta, en la superficie, comprobar cómo la cultura europea ha desaparecido, prácticamente, de la vida pública. En los discursos y controversias de los dirigentes políticos esta ausencia es cada vez más radical, poniendo de manifiesto la extrema mediocridad de la mayoría de ellos pero también la falta de exigencia de los ciudadanos a este respecto. En sus buenos tiempos —no hace mucho— Berlusconi tuvo un ministro que riñó a los periodistas que le hablaban de cultura con el argumento de que la Divina Comedia no servía para comer, pues con ella no podían hacerse bocadillos. Un amigo italiano me comentó, entonces, que si un político hubiese dicho eso con anterioridad, habría sido poco menos que lapidado. Ya sabemos que Berlusconi era, y es, un asno multimillonario, y que sus colegas no tenían su procaz atrevimiento, pero no podemos asegurar que fuese más ignorante que los otros. Basta con recordar los discursos de Sarkozy o los de Cameron y compararlos con los de De Gaulle, Willy Brandt o cualquiera de los protagonistas del inicial impulso europeo. Aquí Aznar, Zapatero o Rajoy tienen la ventaja de tener que competir con Franco, un individuo que tenía por principio, según sus biógrafos, no leer jamás un libro.
No obstante, las carencias en la vida pública serían menos decisivas si la cultura —el alma— europea se manifestara, viva, en el interior del organismo social. Ahí es donde la paradoja se hace más sangrante puesto que la cultura europea es, en realidad, el único espacio mental que justifica la edificación de Europa. Sin la cultura europea, lo que llamamos Europa es un territorio hueco, falso o directamente muerto, un escenario que, alternativamente, aparece a nuestros ojos como un balneario o como un casino, cuando no, sin disimulos, como un cementerio.
Y ese es un peligro incluso mayor que el de la crisis económica, pues puede provocar una indefensión absoluta: nadie cantará a Beethoven, o a Schiller, porque nadie recordará que el arte es aquello que consuela cuando existen muros y aquello que enaltece cuando se destruyen fronteras. En consecuencia, nadie sabrá, tampoco, que eso que llamamos cultura, a la que Europa —más que otras regiones del mundo— lo debe todo, es un ejercicio de libertad y de orientación en el laberinto de la existencia. Para eso necesitamos todo lo que ahora, con una celeridad increíble, estamos abandonando. Es cierto, como dicen muchos profetas actuales, que la cultura —la “cultura europea”, se entiende— es superflua y anacrónica, pero no es menos cierto que también la libertad es superflua y anacrónica desde un punto de vista estrictamente pragmático. Se puede existir —no sé si vivir— sin ser libre. También se pueden hacer grandes negocios o tener éxito en la profesión. La libertad no es necesaria pero, como demuestra el ejemplo de Antígona, es imprescindible. De eso, durante siglos, nos ha hablado la cultura europea a los europeos. Y es eso, precisamente, lo que hoy se aleja de nosotros.
viernes, 1 de febrero de 2013
Pintura romántica: Caspar David Friedrich
Monje junto al mar, la pintura de que os hablé hoy en clase. Como se puede observar, no responde a ninguno de los cánones de belleza clásica. Y es que los románticos cultivaron una estética de lo sublime. (Cfr. I. Kant: Lo bello y lo sublime.)
Tengo alguna pintura más de Caspar David Friedrich en la parte baja del blog.
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