martes, 23 de septiembre de 2025

Actualidad y canon: sobre los libros de texto y pruebas de Selectividad

 

Hoy quiero traer al blog un fragmento de Ortega y Gasset, de su libro La caza y los toros. Recuerdo que aparecía en uno de los libros de texto que utilicé en mis muchos años dando clases de Lengua y Literatura. En uno de los primeros temas, al hablar del esquema de la comunicación y las funciones del lenguaje, se leía este texto y se planteaban algunas preguntas que ya no recuerdo, pero que tendrían que ver con las diferencias entre función expresiva y representativa del lenguaje y cosas por el estilo.

 

Para mí el texto constituyó toda una revelación. No sabía yo que el ladrido en el perro era algo adquirido, y me parecía muy penetrante la manera en que Ortega lo relacionaba con un cuasi lenguaje.

 

Pero lo más significativo para mí, aparte del valor propio del escrito, era que perteneciera a un gran filósofo y que, al mismo tiempo que se hacía una lectura valiosa, se estuviera transitando el canon clásico de los grandes autores.

 

Poco después (corrían los años 90 del siglo pasado) se puso de moda traer a los libros de texto las últimas novedades editoriales o periodísticas. Si el libro era de 1995 había que meter artículos de opinión de finales de 1994, a ser posible, y entonces empezaron a pulular por los libros de texto de la ESO escritos de Rosa Montero, Elvira Lindo, Almudena Grandes and so on. No tengo nada contra ellas (recuerdo haber trabajado en clase magníficos textos de Rosa Montero y, tal vez, de Elvira Lindo), pero me parecía un despropósito la enorme relevancia dada a la actualidad y la desaparición de los grandes autores.

 

Guardo en mi memoria el impacto que me causaron, de niño, la lectura –en mis libros de texto- de relatos como “La camisa del hombre feliz” o “El mujik y el espíritu de las aguas” (que firmaba un tal León Tolstoi) o determinados cuentos de Oscar Wilde o Edgar Allan Poe. Por eso, en 3º de la ESO, junto a la lectura, casi indispensable, de algún autor de literatura juvenil actual (como podría ser Jordi Sierra i Fabra, o “El niño del pijama de rayas”, de John Boyne), enseguida les hacía leer clásicos juveniles (aparte de los citados, Aldous Huxley, Ray Bradbury, John Steinbeck, y otros por el estilo). Se trataba, como ya he dicho, de ir llevando a los jóvenes, pausadamente, pero sin retrocesos, hacia los grandes autores del canon.

 

En qué medida lo logré sólo Dios lo sabe. Pero mi postura estaba muy clara. También me disgusté muchas veces viendo los textos que se ponían en las pruebas de Selectividad. Si se hace un examen dirigido al total del alumnado de una comunidad (varios miles de estudiantes), habría que calibrar muy bien el texto elegido, y que sirva no sólo para plantear algunas cuestiones en que aquilatar la destreza de los estudiantes, sino para formarlos de una manera integral. Como profesor tuve que padecer el oprobio de que un año les pusieran a mis alumnos un texto de Marina Castaño (a la sazón, viuda de Camilo José Cela), cuajado de incorrecciones gramaticales y cuasi asemántico, un verdadero despilfarro de papel, mientras añoraba el texto de Larra (“Vuelva usted mañana”) que a mí me pusieron en similar ocasión veinte años atrás.


Recuerdo también con orgullo cómo, en mi breve paso por la Universidad como profesor asociado, en un curso de de Literatura española contemporánea, aparte de las consabidas lecturas de narrativa y poesía -el teatro se daba en otra asignatura- (Machado, Baroja, Valle-Inclán, Generación del 27, Cela, etc.), puse como lectura obligatoria La deshumanización del arte, no sin tener que vencer la expresa resistencia del titular de la asignatura (“yo también soy orteguiano”, me decía, y se oponía). Pero yo pensaba que se trataba de una obra clave para entender los movimientos de vanguardia de los años veinte, y además me parecía saludable leer algo de pensamiento en un asignatura de Filología.

 

Para compensar, aquí va el texto de Ortega:


"Ejemplo egregio de ello es el ladrido. Casi todos los cazadores ignoran que el ladrido no es natural al perro. Ni el perro salvaje ni las especies de que procede —lobo, chacal— ladran, sino que, simplemente, aúllan. Para acabar de confirmar el hecho poseemos inclusive la situación de tránsito: el perro doméstico más antiguo, ciertas razas americanas y australianas, es mudo. Recuérdese la sorpresa con que en la relación de su primer viaje anota Colón que los perros antillanos no ladraban. Han dejado de aullar y aún no han aprendido a ladrar. Entre el ladrido y el aullido la diferencia es radical. El aullido es como el grito de dolor en el hombre, un «gesto» expresivo. En él, como en los demás gestos espontáneos, se manifiesta un estado emocional del sujeto. La palabra, por el contrario, en lo que tiene estrictamente de palabra, no expresa nada, sino que tiene significación. Paralelamente acaece que el aullido y el grito son involuntarios, y cuando no, es que son fingidos, imitados. No se puede querer dar un auténtico «grito de espanto»; lo único que se puede querer es reprimirlo. La palabra, en cambio, no es emitida sino voluntariamente. Por eso aullar y gritar no son «decir». Pues bien; el ladrar es ya un elemental decir. Cuando el extraño pasa a la vera de la alquería, el perro ladra, no porque le duela nada, sino porque quiere decir a su amo que un desconocido anda cerca. Y el amo, si conoce el «diccionario» de su can, puede saber más detalles: qué temple lleva el transeúnte; si pasa cerca o lejos; si es uno solo o un grupo, y lo que encuentro pavoroso, si el viandante es pobre o rico. En la domesticación, por tanto, ha adquirido el perro con el ladrido un casi-lenguaje. Y esto implica que ha comenzado en él a germinar una casi-razón."

domingo, 14 de septiembre de 2025

Otra forma de danzar: el toreo según Gerardo Diego

 

A la vuelta de Cantabria (siempre tan vivificadora para mí) decidí leer a alguno de sus escritores y me enfrasqué en la correspondencia entre Gerardo Diego y José María de Cossío. Comentaban cosas de literatura y libros, sobre todo, pero algo de toros aparecía de vez en cuando (la creación de "Torerillo en Triana" del primero para la antología del toro en la poesía que proyectaba el segundo, por ejemplo). Javier me comentó que la mejor poesía sobre tema taurino que había era la de Diego, y así me puse a leer la recopilación Poesía y prosas taurinas, editada por Pre-Textos. Allí me encuentro con un artículo que Diego escribió para el diario ABC el 17-12-1961, y que lleva por título Novísimo “Laocoonte”. En sus primeros párrafos despliega el poeta una teoría sobre la relación entre la tauromaquia y la danza que me parece muy penetrante y que, por ello, no puedo resistirme a teclear:

 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Una etapa en el viaje literario: las inscripciones sepulcrales del Monasterio de Oña

 

En mi periplo hacia al Cantábrico, esta vez, no bajé por la Mazorra ni, por tanto, pude contemplar, con cierta holgura, la torre de Valdenoceda. Conspiró contra ello lo que podríamos denominar el elemento literario del viaje. Así que, tras Burgos, en vez de atravesar el páramo de la Masa, me fui por Briviesca en dirección a Oña.

 

Quería volver a visitar el Monasterio de San Salvador para reparar mejor en las inscripciones sepulcrales que se encuentran en su claustro.