Hoy quiero traer al blog un fragmento de Ortega y
Gasset, de su libro La caza y los toros.
Recuerdo que aparecía en uno de los libros de texto que utilicé en mis muchos
años dando clases de Lengua y Literatura. En uno de los primeros temas, al
hablar del esquema de la comunicación y las funciones del lenguaje, se leía este
texto y se planteaban algunas preguntas que ya no recuerdo, pero que tendrían
que ver con las diferencias entre función expresiva y representativa del
lenguaje y cosas por el estilo.
Para mí el texto constituyó toda una revelación. No
sabía yo que el ladrido en el perro era algo adquirido, y me parecía muy
penetrante la manera en que Ortega lo relacionaba con un cuasi lenguaje.
Pero lo más significativo para mí, aparte del valor
propio del escrito, era que perteneciera a un gran filósofo y que, al mismo
tiempo que se hacía una lectura valiosa, se estuviera transitando el canon
clásico de los grandes autores.
Poco después (corrían los años 90 del siglo pasado) se
puso de moda traer a los libros de texto las últimas novedades editoriales o
periodísticas. Si el libro era de 1995 había que meter artículos de opinión de
finales de 1994, a ser posible, y entonces empezaron a pulular por los libros
de texto de la ESO escritos de Rosa Montero, Elvira Lindo, Almudena Grandes and so on. No tengo nada contra ellas
(recuerdo haber trabajado en clase magníficos textos de Rosa Montero y, tal
vez, de Elvira Lindo), pero me parecía un despropósito la enorme relevancia
dada a la actualidad y la desaparición de los grandes autores.
Guardo en mi memoria el impacto que me causaron, de
niño, la lectura –en mis libros de texto- de relatos como “La camisa del hombre
feliz” o “El mujik y el espíritu de las aguas” (que firmaba un tal León
Tolstoi) o determinados cuentos de Oscar Wilde o Edgar Allan Poe. Por eso, en
3º de la ESO, junto a la lectura, casi indispensable, de algún autor de
literatura juvenil actual (como podría ser Jordi Sierra i Fabra, o “El niño del
pijama de rayas”, de John Boyne), enseguida les hacía leer clásicos juveniles
(aparte de los citados, Aldous Huxley, Ray Bradbury, John Steinbeck, y otros por el estilo). Se
trataba, como ya he dicho, de ir llevando a los jóvenes, pausadamente, pero sin
retrocesos, hacia los grandes autores del canon.
En qué medida lo logré sólo Dios lo sabe. Pero mi
postura estaba muy clara. También me disgusté muchas veces viendo los textos que
se ponían en las pruebas de Selectividad. Si se hace un examen dirigido al
total del alumnado de una comunidad (varios miles de estudiantes), habría que
calibrar muy bien el texto elegido, y que sirva no sólo para plantear algunas
cuestiones en que aquilatar la destreza de los estudiantes, sino para formarlos
de una manera integral. Como profesor tuve que padecer el oprobio de que un año
les pusieran a mis alumnos un texto de Marina Castaño (a la sazón, viuda de
Camilo José Cela), cuajado de incorrecciones gramaticales y cuasi asemántico,
un verdadero despilfarro de papel, mientras añoraba el texto de Larra (“Vuelva
usted mañana”) que a mí me pusieron en similar ocasión veinte años atrás.
Recuerdo también con orgullo cómo, en mi breve paso por la
Universidad como profesor asociado, en un curso de de Literatura española contemporánea,
aparte de las consabidas lecturas de narrativa y poesía -el teatro se daba en otra asignatura- (Machado, Baroja,
Valle-Inclán, Generación del 27, Cela, etc.), puse como lectura obligatoria La deshumanización del arte, no sin
tener que vencer la expresa resistencia del titular de la asignatura (“yo
también soy orteguiano”, me decía, y se oponía). Pero yo pensaba que se trataba de una obra clave para entender los movimientos de vanguardia de los años veinte, y además me parecía saludable leer algo de pensamiento en un asignatura de Filología.
Para compensar, aquí va el texto de Ortega:
"Ejemplo egregio de ello es el
ladrido. Casi todos los cazadores ignoran que el ladrido no es natural al
perro. Ni el perro salvaje ni las especies de que procede —lobo,
chacal— ladran, sino que, simplemente, aúllan. Para acabar de confirmar
el hecho poseemos inclusive la situación de tránsito: el perro doméstico más antiguo,
ciertas razas americanas y australianas, es mudo.
Recuérdese la sorpresa con que en la relación de su primer viaje anota Colón
que los perros antillanos
no ladraban. Han dejado de aullar y aún no han
aprendido a ladrar. Entre el ladrido y el aullido la diferencia es radical. El
aullido es como el grito de dolor en el hombre, un «gesto» expresivo. En él, como en los demás gestos espontáneos, se
manifiesta un estado emocional del
sujeto. La palabra, por el contrario, en lo que tiene estrictamente de palabra, no expresa nada, sino que tiene significación. Paralelamente
acaece que el aullido y el grito son involuntarios, y cuando no, es que son fingidos, imitados. No
se puede querer
dar un auténtico «grito de espanto»; lo
único que se puede querer es reprimirlo. La palabra, en cambio, no es emitida sino voluntariamente. Por eso aullar y gritar no son «decir». Pues bien;
el ladrar es ya un elemental decir. Cuando el extraño pasa a la vera de
la alquería, el perro ladra, no porque le
duela nada, sino porque quiere decir
a su amo que un desconocido anda cerca. Y el amo, si conoce el «diccionario» de su can, puede saber más
detalles: qué temple lleva el
transeúnte; si pasa cerca o lejos; si es uno solo o un grupo, y lo que encuentro pavoroso, si el viandante
es pobre o rico. En la domesticación, por tanto,
ha adquirido el perro con el ladrido un casi-lenguaje. Y esto implica que ha
comenzado en él a germinar una casi-razón."