Corrían los últimos años del
siglo XX cuando, paseando por el Retiro, en uno de mis viajes a Madrid, me
detuve ante un pequeño teatro que habían montado frente al estanque y donde los
juglares modernos representaban una obrita con niño y dragón. El caso es que en
un momento dado, cuando el niño se asusta ante el dragón, aparece otro
personaje, tal vez la madre, tal vez el hada madrina, para decirle al niño que
no tiene que asustarse, que el dragón no
es malo, solamente es diferente. Me quedé ligeramente aterrado, y tuve una
sensación parecida a la que experimenté, cuando veinte años atrás, vi un día,
cerca de la estación del Norte de Valencia, a un muchacho bien vestido, al
parecer de buena familia, pidiendo dinero. Entonces sentí que algo profundo
había cambiado en el mundo en que yo vivía: eran los primeros síntomas de lo
que llegaría a ser el estrago de la droga por esos años 80. Ahora, ante esa
representación teatral del Retiro, intuía un cambio profundo –y en mi opinión
no para bien- que se iba a producir en el universo de nuestros conceptos y
estimaciones. Una avanzadilla de lo que se convertiría después en la dictadura
de lo políticamente correcto.
Leyendo hoy un ensayo de mi
querida Natalia Ginzburg, que se titula “Sin hadas y sin magos” (recogido en su
recopilación de columnas periodísticas Vida
imaginaria), me encuentro con que ella había denunciado casi treinta años
antes (abril de 1972) lo que supongo serían los primeros síntomas de esa nociva
ideología.