Alipio en el circo de Roma
13. No queriendo [Alipio] dejar
la carrera del mundo, tan decantada por sus padres, había ido delante de mí a
Roma a estudiar Derecho, donde se dejó arrebatar de nuevo, de modo increíble y
con increíble afición, a los espectáculos de gladiadores.
Porque aunque
aborreciese y detestase semejantes juegos, cierto día, como topase por
casualidad con unos amigos y condiscípulos suyos que venían de comer, no
obstante negarse enérgicamente y resistirse a ello, fue arrastrado por ellos
con amigable violencia al anfiteatro y en unos días en que se celebraban
crueles y funestos juegos.
Él les decía: «Aunque
arrastréis a aquel lugar mi cuerpo y le retengáis allí, ¿podréis acaso obligar
a mi alma y a mis ojos a que mire tales espectáculos? Estaré allí como si no
estuviera, y así triunfaré de ellos y de vosotros.» Pero éstos, no haciendo
caso de tales palabras, le llevaron consigo, tal vez deseando averiguar si
podría o no cumplir su dicho.
Cuando llegaron y se
colocaron en los sitios que pudieron, todo el anfiteatro hervía ya en
cruelísimos deleites, pero Alipio, habiendo cerrado las puertas de sus ojos,
prohibió a su alma salir de sí a ver tanta maldad. ¡Y pluguiera a Dios que
hubiera cerrado también los oídos! Porque en un lance de la lucha fue tan
grande y vehemente la gritería de la turba, que, vencido de la curiosidad y
creyéndose suficientemente fuerte para despreciar y vencer lo que viera, fuese
lo que fuese, abrió los ojos y fue herido en el alma con una herida más grave
que la que recibió el gladiador en el cuerpo a quien había deseado ver; y cayó
más miserablemente que éste, cuya caída había causado aquella gritería, la
cual, entrando por sus oídos, abrió sus ojos para que hubiese por donde herir y
derribar a aquella alma más presuntuosa que fuerte, y así presumiese en
adelante menos de sí, debiendo sólo confiar en ti. Porque tan pronto como vio
aquella sangre, bebió con ella la crueldad y no apartó la vista de ella, sino
que la fijó con detención, con lo que se enfurecía sin saberlo, y se deleitaba
con el crimen de la lucha, y se embriagaba con tan sangriento placer.
Ya no era el mismo
que había venido, sino uno de tantos de la turba, con los que se había
mezclado, y verdadero compañero de los que le habían llevado allí.
¿Qué más? Contempló
el espectáculo, voceó y se enardeció, y fue atacado de la locura, que había de
estimularle a volver no sólo con los que primeramente le habían llevado, sino
aparte y arrastrando a otros consigo. Pero tú te dignaste, Señor, sacarle de
este estado con mano poderosa y misericordiosísima, enseñándole a no presumir
de sí y a confiar de ti, aunque esto fue mucho tiempo después.
San Agustín: Confesiones. Libro VI, cap. 8