jueves, 23 de enero de 2025

Redacciones escolares

 

 

Recuerdo, en Madrid, que, cuando tocaba hacer una redacción en clase de Lengua española, le pedíamos al profesor que nos dejara hacerla sobre un partido de fútbol. Las veces en que consentía (que no eran muchas) las redacciones resultantes de varios muchachos de clase siempre coincidían: iba perdiendo el Madrid contra el Atlético o el Barcelona, y en eso cogía Amancio el balón, regateaba a todos y metía, primero, el gol del empate, y luego, el gol de la victoria. Eran redacciones descabaladas, qué duda cabe, pero los chicos disfrutábamos de lo lindo con ellas.

 

Ya en Bachillerato, en Valencia, no creo que mejorara mucho mi arte de escribir. Las redacciones buenas de clase las hacía un tal Gil, y siempre en ellas aparecía el siguiente sintagma, que se nos antojaba el culmen de la expresión literaria: “una tenue luz roja”. Lo que empecé a dominar fue el arte de la cita (o, dicho de forma más moderna, la intertextualidad), pues en una redacción sobre Antonio Machado, o tal vez era un examen, escribí: “Machado tiene la sencillez de quien viaja en un vagón de tercera y no se duerme para poder contemplar el paisaje”. El profesor me felicitó, ante mi asombro, pues no había hecho sino glosar unos versos del propio don Antonio que habíamos leído unos pocos días antes.

 

Supongo que en la Facultad ya debía dominar algo la escritura, pues pude pasar tantos exámenes y, luego, aprobar una oposiciones. No es que lo hiciera muy bien, pero por lo menos sabía que podía hacerlo bien, que no es poco.

 

Pero la certera estrategia pedagógica me la enseñaron mis profesores de inglés en el British. Nos pedían que hiciéramos una redacción de entre 15 o 20 líneas, separada en tres párrafos. Incluso nos decían los conectores que debíamos utilizar, así como la forma de comenzar airosamente y el efecto de cierre. La brevedad y concisión iban de manos con la corrección y el esmero.

 

En mis clases de la ESO intenté aplicar esa enseñanza británica, y entonces recuerdo que hacía, especialmente en 4º de la ESO, los siguientes ejercicios de redacción: el comentario de un refrán primero, y más tarde el de una máxima.

 

El comentario del refrán comenzaba por la búsqueda de material. Le pedía a cada alumno que trajera de su casa, anotados en la libreta, tres o cuatro refranes, que hubiera entendido y pudiera explicar. Debía preguntárselos a padres o abuelos, o cualquier pariente que se los pudiera proporcionar. Se trataba de una investigación oral. Luego en clase dedicábamos uno o dos días a la puesta en común. Cada alumno exponía los suyos y elegíamos, de entre todos, los más lucidos o interesantes. Con lo cual se llevaban en la libreta una colección de 30 o 40 refranes.

 

Más tarde pasábamos a la fase de escritura de la redacción. Cada alumno elegía uno que ponía por título de la redacción. Ésta debería tener 3 párrafos. En el primero se intentaba explicar qué era un refrán, partir del conocimiento de la noción general. Se podía dar una definición concisa y luego glosarla brevemente, añadiendo algún detalle. Esto no debía ocupar más de 4 o 5 líneas. En el segundo párrafo pasábamos a la explicación del significado del refrán elegido, es decir, pasábamos a lo concreto. De nuevo, la explicación debía ser breve, pero con algún matiz o aclaración para poder redactar las 5 o 6 líneas de rigor. Por último, en el tercer párrafo, se trataba de explicar el uso de ese refrán, en qué situaciones concretas de nuestra vida se podía emplear para dar luz sobre algún hecho o asunto. Ocuparía aproximadamente como el segundo párrafo, tal vez un poquito más.

 

Se trataba, repito, de que la brevedad conspirara contra la dispersión e incorrección, y colaborara en la corrección y esmero del escrito. No siempre los resultados eran satisfactorios.

 

La redacción de la máxima iba en la misma dirección. Ahora se trataba de pasar de la tradición popular a la tradición culta, y dar noticia de sus autores. Por ello los tres párrafos seguían una disposición similar, con la diferencia de que en el segundo podíamos hacer alguna aclaración sobre el autor de la máxima y la situación en que fue utilizada (siempre que se pudiera conocer) o, si no, explicar por qué esa máxima era característica de ese determinado autor. Con estos pequeños añadidos la redacción podía superar las veinte líneas, pero nunca ir mucho más allá. Sería un error (gravísimo, como me hizo una vez un alumno, por lo demás notable) incorporar una biografía copiosa del autor en la redacción.

 

Cuento todo esto porque, recientemente, leyendo Las disciplinas, de Luis Vives, me encuentro con los siguientes pasajes:

 

Hablando de redacciones escolares: “Escribirán una epístola fácil o una fábula. Amplificarán un ejemplo, un apotegma, una breve sentencia o un proverbio. Soltarán y desatarán un poema sujeto a las leyes métricas y expresarán el mismo contenido prescindiendo del ritmo.”

 

En cuanto a las exposiciones orales o debates “Los temas sobre los que conversarán los más grandecitos serán los siguientes: (…) la explicación de una sentencia, frase proverbial, apotegma, historia o parábola; cuál es su origen, el pensamiento que encierra, cuál su aplicación; (…)”

 

Me gusta coincidir con tan preclaro pedagogo.

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