Recuerdo, en Madrid, que,
cuando tocaba hacer una redacción en clase de Lengua española, le pedíamos al
profesor que nos dejara hacerla sobre un partido de fútbol. Las veces en que
consentía (que no eran muchas) las redacciones resultantes de varios muchachos
de clase siempre coincidían: iba perdiendo el Madrid contra el Atlético o el
Barcelona, y en eso cogía Amancio el balón, regateaba a todos y metía, primero,
el gol del empate, y luego, el gol de la victoria. Eran redacciones
descabaladas, qué duda cabe, pero los chicos disfrutábamos de lo lindo con
ellas.
Ya en Bachillerato, en
Valencia, no creo que mejorara mucho mi arte de escribir. Las redacciones
buenas de clase las hacía un tal Gil, y siempre en ellas aparecía el siguiente
sintagma, que se nos antojaba el culmen de la expresión literaria: “una tenue
luz roja”. Lo que empecé a dominar fue el arte de la cita (o, dicho de forma
más moderna, la intertextualidad), pues en una redacción sobre Antonio Machado,
o tal vez era un examen, escribí: “Machado tiene la sencillez de quien viaja en
un vagón de tercera y no se duerme para poder contemplar el paisaje”. El
profesor me felicitó, ante mi asombro, pues no había hecho sino glosar unos
versos del propio don Antonio que habíamos leído unos pocos días antes.
Supongo que en la Facultad ya
debía dominar algo la escritura, pues pude pasar tantos exámenes y, luego,
aprobar una oposiciones. No es que lo hiciera muy bien, pero por lo menos sabía
que podía hacerlo bien, que no es poco.
Pero la certera estrategia
pedagógica me la enseñaron mis profesores de inglés en el British. Nos pedían
que hiciéramos una redacción de entre 15 o 20 líneas, separada en tres párrafos.
Incluso nos decían los conectores que debíamos utilizar, así como la forma de
comenzar airosamente y el efecto de cierre. La brevedad y concisión iban de
manos con la corrección y el esmero.
En mis clases de la ESO
intenté aplicar esa enseñanza británica, y entonces recuerdo que hacía,
especialmente en 4º de la ESO, los siguientes ejercicios de redacción: el
comentario de un refrán primero, y más tarde el de una máxima.
El comentario del refrán
comenzaba por la búsqueda de material. Le pedía a cada alumno que trajera de su
casa, anotados en la libreta, tres o cuatro refranes, que hubiera entendido y
pudiera explicar. Debía preguntárselos a padres o abuelos, o cualquier pariente
que se los pudiera proporcionar. Se trataba de una investigación oral. Luego en
clase dedicábamos uno o dos días a la puesta en común. Cada alumno exponía los
suyos y elegíamos, de entre todos, los más lucidos o interesantes. Con lo cual
se llevaban en la libreta una colección de 30 o 40 refranes.
Más tarde pasábamos a la fase
de escritura de la redacción. Cada alumno elegía uno que ponía por título de la redacción. Ésta debería
tener 3 párrafos. En el primero se intentaba explicar qué era un refrán, partir
del conocimiento de la noción
general. Se podía dar una definición concisa y luego glosarla brevemente,
añadiendo algún detalle. Esto no debía ocupar más de 4 o 5 líneas. En el
segundo párrafo pasábamos a la explicación del significado del refrán elegido, es decir, pasábamos a lo concreto.
De nuevo, la explicación debía ser breve, pero con algún matiz o aclaración
para poder redactar las 5 o 6 líneas de rigor. Por último, en el tercer
párrafo, se trataba de explicar el uso
de ese refrán, en qué situaciones concretas de nuestra vida se podía emplear
para dar luz sobre algún hecho o asunto. Ocuparía aproximadamente como el
segundo párrafo, tal vez un poquito más.
Se trataba, repito, de que la
brevedad conspirara contra la dispersión e incorrección, y colaborara en la
corrección y esmero del escrito. No siempre los resultados eran satisfactorios.
La redacción de la máxima iba
en la misma dirección. Ahora se trataba de pasar de la tradición popular a la
tradición culta, y dar noticia de sus autores. Por ello los tres párrafos
seguían una disposición similar, con la diferencia de que en el segundo
podíamos hacer alguna aclaración sobre el autor de la máxima y la situación en
que fue utilizada (siempre que se pudiera conocer) o, si no, explicar por qué
esa máxima era característica de ese determinado autor. Con estos pequeños
añadidos la redacción podía superar las veinte líneas, pero nunca ir mucho más
allá. Sería un error (gravísimo, como me hizo una vez un alumno, por lo demás
notable) incorporar una biografía copiosa del autor en la redacción.
Cuento todo esto porque,
recientemente, leyendo Las disciplinas,
de Luis Vives, me encuentro con los siguientes pasajes:
Hablando de redacciones
escolares: “Escribirán una epístola fácil o una fábula. Amplificarán un
ejemplo, un apotegma, una breve sentencia o un proverbio. Soltarán y desatarán
un poema sujeto a las leyes métricas y expresarán el mismo contenido
prescindiendo del ritmo.”
En cuanto a las exposiciones
orales o debates “Los temas sobre los que conversarán los más grandecitos serán
los siguientes: (…) la explicación de una sentencia, frase proverbial,
apotegma, historia o parábola; cuál es su origen, el pensamiento que encierra,
cuál su aplicación; (…)”
Me gusta coincidir con tan
preclaro pedagogo.
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