jueves, 29 de octubre de 2020

Burlas y veras sobre el culteranismo. El conceptismo culterano.

 

El texto de Menéndez Pidal, recientemente incorporado a este blog, me trae a la mente algunas consideraciones sobre el culteranismo. La primera, una mera anécdota jocosa; la segunda, una propuesta pedagógica que surge de la manera en que yo explicaba en clase ese fenómeno.


Empecemos por la broma. Según mi tío Jorge el gongorismo consistía en pedir un vaso de leche de la siguiente manera: Dame un recipiente cristalino del líquido perlino de la consorte del toro. Estos días en que leo la Filosofía de la elocuencia, del gran Antonio de Capmany, mucho me temo que el insigne catalán lo citaría como ejemplo de perífrasis viciosa. Pero es el caso que Pidal cita la respuesta de Góngora a una carta de censura por sus Soledades en que el ilustre cordobés, en un momento dado, suelta lo que sigue: “pues no se han de dar piedras preciosas a los animales de cerda”, lo que no deja de ser una desafortunada manera de aludir al pasaje evangélico (Mateo, 7, 6) sobre “echar perlas a los cerdos”. Parecería que cazamos a don Luis parodiando el gongorismo.

Hasta aquí la broma.


La consideración pedagógica viene a cuento de otra frase, ahora de Pidal, hacia el final de su ensayo: “Oscuridad, arcanidad, es principio que aparece como fundamental en la teórica del culteranismo y del conceptismo, estilos al fin y al cabo hermanos.” (El subrayado es mío.)

Cansancio producía ver en los manuales de Lengua y Literatura Españolas la tan cacareada oposición entre conceptismo y culteranismo como estilos opuestos que atendían, el primero, al fondo y a las ideas, y el otro, a la forma y las palabras, etc., etc., etc. En un conocido artículo de Fernando Lázaro Carreter, continuación en gran medida del de Pidal, “Sobre la dificultad conceptista” (recogido en Estilo barroco y personalidad creadora), el autor mostraba lo mucho que de común tienen los máximos representantes de las susodichas escuelas (Quevedo y Góngora) e insistía en sus conclusiones: “se ha señalado cómo Góngora tiene una base conceptista, que debe ser profundizada si queremos medir exactamente la magnitud de su originalidad (...) El culteranismo aparece, pues, como un movimiento radicado en una base conceptista.” (Subrayados míos.)


Esto me llevaba en clase a explicar ambos movimientos como variantes del estilo artificioso del barroco (en oposición a la naturalidad renacentista), que tiene siempre una base conceptista (persecución del ingenio a través del concepto: “acto del entendimiento que exprime [=expresa] las relaciones que existen entre los objetos”, según Gracián, y que conlleva la proliferación retórica de imágenes, antítesis, hipérboles, juegos de palabras… que lo caracterizan). Y por eso los denominaba yo: conceptismo, al estilo de Quevedo (si bien podemos distinguir un conceptismo de baja intensidad, el de Cervantes y Lope, heredero de la poética renacentista de la naturalidad expresiva, de un conceptismo de alta intensidad, el propio de Quevedo y Gracián), y conceptismo culterano al de Góngora (y seguidores: Calderón de la Barca, Paravicino, etc.).


¿Qué añadía Góngora al conceptismo? Lo deja claro en algunos pasajes que recoge Pidal en su artículo: la latinización expresiva, que afecta al léxico (el cultismo), a la sintaxis (el hipérbaton violento) y a los referentes clásicos (la alusión mitológica).


Me parecía una forma sencilla y pedagógica (aunque aquí va demasiado sintética, sin los ejemplos con que lo ilustraba en clase) de indicar lo que unía y separaba a ambos estilos.

sábado, 24 de octubre de 2020

Ramón Menéndez Pidal: OSCURIDAD, DIFICULTAD ENTRE CULTERANOS Y CONCEPTISTAS (texto completo)

Cuando ya me disponía a teclear otro artículo de Mañach, leyendo Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII, de Lázaro Carreter, me encuentro con una cita y elogio del ensayo de Pidal ("uno de sus artículos más bellos"). Ello me lleva a releerlo y me gusta tanto que lo busco en el ciberespacio. Como no está disponible al acceso general, me decido a teclearlo (aunque es medianamente extenso, unas 10 páginas). Mientras lo hago, algunas de sus reflexiones me recuerdan la polémica Mañach / Lezama Lima, que creo no tardaré en traer al blog. Unos textos llevan a otros.


OSCURIDAD, DIFICULTAD ENTRE CULTERANOS Y CONCEPTISTAS


La obra maestra de Menéndez Pelayo, la Historia de las Ideas Estéticas, contiene en el estudio del culteranismo unas páginas que hoy han sido juzgadas como deficientes, debido sobre todo al tiempo en que se escribieron. Uno de los puntos allí descuidados, voy a indicarlo aquí, porque me parece también descuidado posteriormente, y apuntaré su relación con el conceptismo, que creo necesario ha de tenerse siempre presente.


A comienzos del siglo XVII los teorizantes de la literatura, apoyados, como era de rigor, en abundantes textos de autores clásicos, condenaban unánimes la oscuridad en el estilo, como uno de los vicios evidentes. La oscuridad es simplemente “abominable” hasta para el joven don Luis Carrillo en su Libro de Erudición Poética (1607) que es un manifiesto del nuevo gusto entonces incipiente. Por esto, en el mismo instante en que Góngora envía desde Córdoba a Madrid su nueva obra Las Soledades (1613), la crítica de los más diversos matices notó en aquella poesía la oscuridad como punto vulnerable y totalmente indefendible.


El doctísimo humanista Pedro de Valencia, admirando a Góngora en el más elevado estilo que intentaba en Las Soledades, procura amistosamente contenerle dentro de los límites de “la llaneza con grandeza”, para lo cual le propone modelos de escritores griegos en parangón con los cuales quiere hacerle ver el exceso a que ha llegado: “Vuesamerced huye de la claridad y escurécese tanto que espanta de su lección no solamente al vulgo profano, sino a los que más presumen de sabidos en su aldea; ...apenas yo le alcanzo a entender en muchas partes” (1) Esta confesión nos hace hoy entender el extraordinario hermetismo a que había llegado la nueva poesía: era hermética aun para personas más instruidas que Góngora en las literaturas clásicas, donde la poesía romance de aquellos siglos tomaba a manos llenas sus metáforas y alusiones. Lo era igualmente para los poetas más ejercitados y más a la moda de entonces, según hace resaltar Lope de Vega, alegando su caso personal: “algunos estudios y no pocos años de lección en esta materia, y a tantos versos escritos, no me aprovechan para entender una estancia de uno de los poetas de esta vena”.

domingo, 18 de octubre de 2020

Jorge Mañach hace la necrológica de Ortega y Gasset

Hace ya unos 15 años pasé una jornada memorable en la Universidad de la Florida, investigando en los microfilmes que conservaban los antiguos números del Diario de la Marina, el señero periódico habanero. Buscaba material de Jorge Mañach, a quien había descubierto poco ha y me había deslumbrado con su lucidez y su prosa. Fotocopié lo que pude de aquellas publicaciones (no siempre en las mejores condiciones) y he decidido ahora teclearlas para que ese material arribe al ciberespacio. Mi pequeña contribución a propagar el legado del insigne cubano. Hoy traigo una columna que dedicó a la muerte de Ortega y Gasset, su confeso maestro.


El vacío de Ortega


Algunos amigos y lectores me han expresado su extrañeza por no haberse hecho en esta columna duelo más visible sobre la muerte de Ortega y Gasset. El doctor Miguel F. Márquez, por ejemplo, que con tanta lucidez y gusto de filosofías suele acompañarnos en esta misma plana, quedó en espera de que mi esquila doblase también, como las campanas mayores de un Vitier y de un Baquero.

He tenido que ir rebasando la consternación que ya trajo a mi ánimo hace cuatro meses, cuando me hallaba enfermo en Madrid, la noticia de que el gran escritor y pensador estaba herido de muerte. Por cierto, que aquí se publicó, según parece, que yo había ido a visitarle en la clínica donde había sido operado, y la verdad es que, falto de salud para más, tuve que limitarme a rogarle al querido Pepín Fernández y Rodríguez que dejase allí mi tarjeta con la suya. Más explícito testimonio de mi pesar le confié días después, en vísperas ya de mi regreso, a Julián Marías, acaso el más devoto discípulo y colaborador de Ortega.

lunes, 5 de octubre de 2020

Natalia Ginzburg: Sobre el arrepentimiento y el perdón

 


En nuestro tiempo, en que con tanta frecuencia se reclama al Papa que pida perdón por los crímenes de la Inquisición, o a España por los de Hernán Cortés, o al torero, que le pida perdón al toro antes de entrar a matar, resultan luminosas las palabras de Natalia Ginzburg a propósito de los procesos por terrorismo en la Italia de los 80.


«Perdón» y «arrepentimiento» son palabras que pertenecen a nuestra vida privada, individual e íntima. Son también palabras que pertenecen a nuestra vida oculta. El hecho de verlas utilizadas continuamente en la vida política y pública, como se hace en Italia desde hace algunos años, produce un profundo malestar. De ese modo se corrompe la verdad del arrepentimiento y la verdad del perdón. Si en lugar de utilizar la palabra «perdón» en relación con el terrorismo, en la vida pública se utilizara la palabra «indulto», sería mejor para todos. Parece un detalle irrelevante, pero no lo es. Cada palabra debería utilizarse en su contexto adecuado. La palabra «perdón», utilizada por el Estado en relación con el terrorismo, produce malestar, porque nos parece sacada de su contexto adecuado. El Estado no tiene el poder de perdonar. Tiene el poder de «indultar», es decir de devolver la libertad a alguien a quien se la haya quitado. Del mismo modo, también la palabra «arrepentimiento» está sacada de su contexto adecuado cuando es utilizada por el Estado en relación con los terroristas. El arrepentimiento de quien haya cometido actos de violencia o de sangre, o de quien haya inducido a otros a cometerlos, tiene lugar en el secreto de su espíritu, se traduce en actos y pensamientos individuales y no debería tener ningún tipo de resonancia pública.

jueves, 1 de octubre de 2020

"Más inteligente y más feliz": Natalia Ginzburg sobre PRIMERA PLANA, de Wilder

 

Lo que caracteriza a los buenos escritores es que nos expresan. Leyéndolos nos damos cuenta de que se podía formular aquello que pensábamos de forma clara y precisa, sin el menor aspaviento. Así estas primeras líneas de Natalia Ginzburg en su ensayo sobre la maravillosa película de Billy Wilder. Tantos años pasándola en clase de medios audiovisuales, y lo que sentía era exactamente esto:


“Hace unas semanas, cuando fui a ver Primera plana, no me esperaba nada, ni para bien, ni para mal. No se me había ocurrido mirar quién era el director de la película. Al poco tiempo me di cuenta con estupor de que no solo me estaba divirtiendo mucho, sino que además me había vuelto más inteligente y más feliz.”