domingo, 18 de octubre de 2020

Jorge Mañach hace la necrológica de Ortega y Gasset

Hace ya unos 15 años pasé una jornada memorable en la Universidad de la Florida, investigando en los microfilmes que conservaban los antiguos números del Diario de la Marina, el señero periódico habanero. Buscaba material de Jorge Mañach, a quien había descubierto poco ha y me había deslumbrado con su lucidez y su prosa. Fotocopié lo que pude de aquellas publicaciones (no siempre en las mejores condiciones) y he decidido ahora teclearlas para que ese material arribe al ciberespacio. Mi pequeña contribución a propagar el legado del insigne cubano. Hoy traigo una columna que dedicó a la muerte de Ortega y Gasset, su confeso maestro.


El vacío de Ortega


Algunos amigos y lectores me han expresado su extrañeza por no haberse hecho en esta columna duelo más visible sobre la muerte de Ortega y Gasset. El doctor Miguel F. Márquez, por ejemplo, que con tanta lucidez y gusto de filosofías suele acompañarnos en esta misma plana, quedó en espera de que mi esquila doblase también, como las campanas mayores de un Vitier y de un Baquero.

He tenido que ir rebasando la consternación que ya trajo a mi ánimo hace cuatro meses, cuando me hallaba enfermo en Madrid, la noticia de que el gran escritor y pensador estaba herido de muerte. Por cierto, que aquí se publicó, según parece, que yo había ido a visitarle en la clínica donde había sido operado, y la verdad es que, falto de salud para más, tuve que limitarme a rogarle al querido Pepín Fernández y Rodríguez que dejase allí mi tarjeta con la suya. Más explícito testimonio de mi pesar le confié días después, en vísperas ya de mi regreso, a Julián Marías, acaso el más devoto discípulo y colaborador de Ortega.


Contestando una carta mía en que, muerto ya el maestro, le hacía presente yo a Marías mi honda condolencia, me escribió éste ha poco: “Nuestro encuentro en Madrid apenas fue un encuentro; no sólo porque usted estuviera convaleciente de su enfermedad y no plenamente “en voz”, sino sobre todo porque yo no estaba allí: yo estaba en el sanatorio de donde venía, donde sabía que estaba Ortega acercándose de prisa a la muerte. Desde que supe que estaba enfermo sin esperanza, hace ahora un poco más de dos meses, he estado en una angustia indecible. Y su muerte ha sido para mí lo más parecido a perder por segunda vez al padre, quizá menos en ese fondo oscuro de la carne; sin duda más en esa otra hondura luminosa, pero misteriosa también, del espíritu.”

Bien se ve como a Julián Marías su propio saber ya magistral no le merma la emoción discipular. En el encuentro a que alude me habló de las obras de aliento mayor que Ortega dejaba sin publicar, señaladamente una meditación, vasta y técnica en torno a la filosofía de Leibnitz, y el largo ensayo titulado El hombre y la gente, de cuya profundidad y originalidad también se hizo lenguas Marías. Otro párrafo de su carta reciente dice: “Ahora voy a ocuparme de las obras inéditas. Creo que su número y su importancia excederán hasta de nuestras esperanzas.”

¿Podrán añadir esas obras muchos codos más a la estatura de Ortega en el pensamiento europeo contemporáneo? ¿Serán necesarias para que ciertas gentes de implacable exigencia, ahora que ha muerto, acaben de perdonarle la vida?

Hago estas preguntas porque ante Ortega se produce -se ha producido casi desde que comenzó a escribir- una curiosa y en cierta modo paradójica instancia. De tan admirabla como resultaba, se le exigía la perfección integral. No bastó, por lo visto, que enriqueciera súbitamente el pensamiento español y le diese beligerancia europea: era necesario que construyese un sistema, y que ese sistema fuese de radical originalidad. No bastó con que nos diera, como nos dió a todos los del orbe hispánico, la lección del pensamiento ceñido y de la palabra estricta, rebasando así toda una larga etapa de laxitudes y lasitudes, de vaguedades y de “poco más o menos”: se le exigía que, además, tuviese un “mensaje escueto y ardiente”, al modo de Unamuno. El que escribiese una prosa española como jamás se había escrito en punto a lucidez, precisión y elegancia, teníanlo muchos por coquetería y ostentación, y casi se le reprochaba su lujo verbal como si escondiese penuria de ideas quien era millonario de las más finas. Ni fué, en fin, suficiente el que su vida enetar fuese la de un intelectual cabalísimo, respetuoso como nadie de la dignidad del pensamiento y de las actitudes. Más se le reclamaba: que tuviese el desdoblamiento heroico, que hubiese llevado el talento a las trincheras.

Sí, a Ortega le estorbó mucho en vida su propia eminencia. Deslumbró tanto, que llegó a enceguecer en muchos la estimación. Llenó tanto el ámbito hispánico, que se le tenía demasiado encima para poderle juzgar con alguna perspectiva. Tanto nos alimentó, a próximos y lejanos, que a veces sentíamos hasta un empacho de su sustancia. En los peores casos, engendró no sé qué torva especie de resentimiento intelectual, que su olímpico desdén no ayudaba nada a disipar. Ortega vivió y pensó para España, más que para los españoles, y muchos de estos -sobre todo de sus coetáneos y congéneres- no se lo perdonaron. No quiso halagar; no dedicó libros hiperbólicamente; no cortejó. Trajo a su tierra y a su gente excitaciones imperiosas, verdades adustas, revelaciones que ponían al descubierto humillantes retrasos, y eso la galbana rara vez lo perdona. No se es cómodamente profeta en la propia tierra.

Tuvo que morirse para que se sintiera todo el hueco enorme que había llenado en la vida española. Se le admiró mucho, bien que mal, pero creo que es ahora cuando se va a empezar, lentamente, a hacerle justicia. A eso tendremos que contribuir también los de esta otra orilla del habla en la medida que podamos. La revista Cuadernos Hispanoamericanos, que dirige en Madrid el poeta Rosales, me pide un ensayo para un número próximo en homenaje a Ortega. Puede que vaya ensayando algunas reflexiones en esta columna con vistas a esa tarea.



[Relieves, columna de Jorge Mañach, Diario de la Marina, 6-enero-1956]

No hay comentarios: