Cuando ya me disponía a teclear otro artículo de Mañach, leyendo Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII, de Lázaro Carreter, me encuentro con una cita y elogio del ensayo de Pidal ("uno de sus artículos más bellos"). Ello me lleva a releerlo y me gusta tanto que lo busco en el ciberespacio. Como no está disponible al acceso general, me decido a teclearlo (aunque es medianamente extenso, unas 10 páginas). Mientras lo hago, algunas de sus reflexiones me recuerdan la polémica Mañach / Lezama Lima, que creo no tardaré en traer al blog. Unos textos llevan a otros.
OSCURIDAD, DIFICULTAD ENTRE CULTERANOS Y CONCEPTISTAS
La obra maestra de Menéndez Pelayo, la Historia de las Ideas Estéticas, contiene en el estudio del culteranismo unas páginas que hoy han sido juzgadas como deficientes, debido sobre todo al tiempo en que se escribieron. Uno de los puntos allí descuidados, voy a indicarlo aquí, porque me parece también descuidado posteriormente, y apuntaré su relación con el conceptismo, que creo necesario ha de tenerse siempre presente.
A comienzos del siglo XVII los teorizantes de la literatura, apoyados, como era de rigor, en abundantes textos de autores clásicos, condenaban unánimes la oscuridad en el estilo, como uno de los vicios evidentes. La oscuridad es simplemente “abominable” hasta para el joven don Luis Carrillo en su Libro de Erudición Poética (1607) que es un manifiesto del nuevo gusto entonces incipiente. Por esto, en el mismo instante en que Góngora envía desde Córdoba a Madrid su nueva obra Las Soledades (1613), la crítica de los más diversos matices notó en aquella poesía la oscuridad como punto vulnerable y totalmente indefendible.
El doctísimo humanista Pedro de Valencia, admirando a Góngora en el más elevado estilo que intentaba en Las Soledades, procura amistosamente contenerle dentro de los límites de “la llaneza con grandeza”, para lo cual le propone modelos de escritores griegos en parangón con los cuales quiere hacerle ver el exceso a que ha llegado: “Vuesamerced huye de la claridad y escurécese tanto que espanta de su lección no solamente al vulgo profano, sino a los que más presumen de sabidos en su aldea; ...apenas yo le alcanzo a entender en muchas partes” (1) Esta confesión nos hace hoy entender el extraordinario hermetismo a que había llegado la nueva poesía: era hermética aun para personas más instruidas que Góngora en las literaturas clásicas, donde la poesía romance de aquellos siglos tomaba a manos llenas sus metáforas y alusiones. Lo era igualmente para los poetas más ejercitados y más a la moda de entonces, según hace resaltar Lope de Vega, alegando su caso personal: “algunos estudios y no pocos años de lección en esta materia, y a tantos versos escritos, no me aprovechan para entender una estancia de uno de los poetas de esta vena”.
Pero Lope, aunque enemigo natural de la nueva manera gongorina, se rendía gustoso ante ciertos encantos de ella, y no por temor a la dura maledicencia de su rival, como suele creerse, sino por sincero y noble impulso de su sensibilidad artística, ensalza el divino ingenio del poeta cordobés, proponiéndose “tomar de él lo que entendiere, con humildad, y admirar lo que no entendiere, con veneración” (2). Para Lope las doctrinas de Quintiliano o de San Agustín sobre la perspicuidad del discurso no admiten réplica, y, sin embargo, el arte de Góngora le deja entrever un problema irracional, el agrado de lo incomprendido. El valor de esta actitud resalta en comparación con la bien diversa de Jáuregui.
Jáuregui se muestra insensible totalmente a la nueva manera de arte, despreciador intransigente del poema gongorino al par que de todas sus imitaciones. Se halla dispuesto a admitir la oscuridad en las sentencias y pensamientos, en el argumento mismo de la obra, porque la grandeza de la materia trae consigo el no ser manifiesta al vulgo; pero esto más que “oscuridad” debe llamarse “dificultad”: obras “difíciles” más bien que “oscuras”. Sentado esto, el gongorismo, dice Jáuregui, trata asuntos muy llanos y claros, la acción es simple, el discurso de los sucesos es sencillo, los conceptos son flojos, y, sin embargo, el lenguaje, sólo el lenguaje, es de profundas tinieblas: “aun no merece su habla en muchos lugares el nombre de oscuridad, sino de la misma nada”, “lo único claro es que allí no se dice nada” (3). La misma condenación total formulaba Cascales: El Polifemo y Las Soledades nos amarran al banco de la oscuridad, no por profundidad de la fábula y los conceptos, sino por solas palabras confusas y metafóricas (4). Y es notable que igual apreciación se repite por la crítica actual respecto a otras formas en algún modo análogas al gongorismo: también se observa que en el “trobar clus” de los antiguos provenzales y en el hermetismo de varias escuelas modernas la arcanidad no reside en las ideas, que son de los más sencillo, sino en la expresión de ellas, en las palabras. Después, esa distinción por Jáuregui establecida entre oscuridad y dificultad, la vuelven igualmente a establecer por la fuerza de las cosas los críticos modernos, si bien para conceder lo que Jáuregui negaba. C. Méndez juzgó que Mallarmé no era autor oscuro, sino difícil, y F. de Miomandre afirma lo mismo respecto a Góngora: no encuentra en él oscuridad, que nace del desorden o incertidumbre del pensamiento, sino dificultad, propia de una prodigiosa contracción verbal que pugna con la pereza del lector habituada al lento fluir de lo banal. Jáuregui, pues, rehusando a Góngora el calificativo de difícil, queda totalmente negativo respecto a la oscuridad, y mucho más respecto a lo ininteligible en que Lope no dejaba de descubrir posibles efectos estéticos. Piensa Jáuregui satíricamente que la oscuridad no es sino para solicitar la necia admiración de quienes, sin pararse a juzgar, “creen que allí se ocultan altos misterios”. Y en esto podemos continuar la comparación con los modernos; también a Mallarmé como a Góngora se achacó intencionada rebusca de oscuridad para lograr un éxito que con la claridad le hubiera resultado escaso. Dentro de estos juicios negativos, Jáuregui, rodeado de un imponente aparato de crítica docta y filosófica, resume su unilateral doctrina sentenciando que “la oscuridad es un vicio, el más cierto y menos sufrible”. Esta era entonces, como casi siempre lo es, la opinión más común e inconmovible.
No la contradecían ni aun los defensores más decididos del poeta cordobés. No trataban de justificar la oscuridad, ni siquiera la escudaban bajo el concepto análogo de dificultad; lo que hacían era negarla en redondo. Vázquez Siruela, hacia 1628, escribía: la oscuridad tan censurada en Góngora no es tal oscuridad, sino “abundancia de luz”, brillo cegador como el del sol, pues consiste en abundancia de ornamentos que son “lumbres de la oración” (5). Y estas palabras, expresión del gusto barroco por la ornamentación recargada, reviven también en los gongoristas de hoy, que ahondando con fruición en los secretos de aquella expresión poética, sienten la misma sensación luminosa que el apologista del siglo XVII: “No oscuridad; claridad radiante, claridad deslumbrante”, dice Dámaso Alonso, el maestro de la crítica gongorista actual; y Guillermo de Torre protesta también por su parte contra la calificación de oscura dada a la poesía de Góngora.
Pero es el caso que Góngora no quiso defenderse así, ni aparecer sumiso a la general opinión condenatoria del gran vicio literario. Una vez que, abandonando la guerra de burlas a la que era aficionado, se sintió con humor doctrinal, mostró profundidad de juicio muy contraria a la tan ponderada inconsciencia del artista respecto a sus móviles y procedimientos.
Cuando por primera vez fueron leídas Las Soledades en Madrid, una carta anónima se reía de aquel poema que no era sino una jerigonza a la que “alcanzó algún ramalazo de la desdicha de Babel”. Esta burla primera tuvo más poder que tantas otras y que tantas censuras eruditas para arrancar al poeta una defensa grave y teórica. En su alegato se jacta de haber subido la lengua vulgar a la perfección y complejidad de la latina, convirtiéndola en un “lenguaje heroico, que ha de ser diferente de la prosa”, y digno de personas capaces de entenderle; …pues no se han de dar piedras preciosas a los animales de cerda”. Para esos, capaces de comprender el arte, la oscuridad es útil por cuanto aviva el ingenio, y es además deleitable, porque “como el fin del entendimiento es hacer presa en verdades,… en tanto quedará más deleitado en cuanto, obligándole a la especulación por la oscuridad de la obra, fuera hallando, debajo de las sombras de la oscuridad, asimilaciones a su concepto” (6).
En esta declaración de principios no es cosa nueva el que Góngora, al revés de Lope, crea que al arte debe ser para pocos, a modo de un hábito que separe al hombre culto del ignorante. Cosa parecida se había propuesto Herrera, y por eso los apologistas del poeta cordobés le presentaban y le presentan como el legítimo continuador de las doctrinas estéticas sentadas por el poeta sevillano. Pero entre Herrera y Góngora existe una diferencia esencial: el uno condena la oscuridad y el otro la adopta. Esto es ciertamente nuevo en la mencionada declaración: la oscuridad concebida como promotora de una actividad especulativa, por más que ésta se refiera principalmente no a verdades del pensamiento (como las palabras de Góngora pudieran hacer creer) sino a verdades de la imaginación, ejercitándose sobre la mera comprensibilidad de la expresión poética, según censuraban Jáuregui y Cascales. En este terreno, el poeta de Las Soledades se alaba de haber latinizado la lengua común, no al sencillo modo de Herrera, sino convirtiéndola en un alengua de arcanidad magnífica, tan arcana al vulgo como la lengua de Roma; y razona este merito propio, encareciendo la utilidad que halla el entendimiento en ser trabajado por una oscuridad y un estilo intrincado como el de Ovidio. En consecuencia, además de la latinización en vocabulario, hipérbaton, fraseología, adopta una expresión indirecta que se mueve continuamente entre metáforas y alusiones eruditas, y lo hace siempre consciente del valor de la oscuridad como factor estético, que promueve el placer intelectual de la especulación, a la vez que actúa como incitante sugestivo, pidiendo al lector no la simple recepción pasiva de la belleza poetizada, sino la cooperación con el poeta, escrutando, bajo las sombras, ocultas posibilidades del hermosura.
Esta decidida declaración de Góngora quedó inédita y olvidada. No la combatieron los muchos adversarios del poeta, ni insistieron en ella los muchos defensores. Es notable que Salazar Mardones (7), al estudiar “las razones en que pudo don Luis fundarse para la jactancia que fingió haber tenido de la oscuridad de sus versos”, no menciona la expresada opinión, ni nada que se le parezca. Y, sin embargo, en ella acierta el poeta con los fundamentos de una característica capital de todo arte barroco, la repulsa de la claridad; y en el grado extremo a que él llevó esa característica se halla la principal originalidad del gongorismo. Así Góngora en su audaz declaración nos muestra conocer perfecta y penetrantemente lo que deseaba realizar, de ahí que lo realizó en modo insuperable: esa poesía que es de continuo un ágil rehuir la expresión directa, un encubrir aquello que quiere representar, velándolo detrás de toda clase de significados traslaticios y de complicaciones verbales. Como el autor se proponía, el ánimo del lector se siente atraído hacia las emociones de la emboscada y del salir con bien por entre las asechanzas del decir encubierto: se engolfa en el placer descubridor, tan atractivo en la caza o en la adivinanza popular o en la alta investigación científica. El procedimiento en sí, esa expresión indirecta, pertenece a la poesía de todos los tiempos; su frecuencia o su continuidad es lo especial de la época barroca y sobre todo del gongorismo, lo cual Lope de Vega significaba abusivo mediante el símil del colorete femenino que, no limitado a las mejillas, invade toda la cara esparcido por orejas, narices y frente.
Fuera del gongorismo la oscuridad perdió su estimación ante el concepto análogo de la dificultad que Jáuregui le ponía enfrente; oscuridad, lo tocante a la expresión, vicio condenable; dificultad, lo referente al asunto y pensamientos, modalidad defendible y aun preciada. Quevedo combatió la oscuridad, satirizó despiadadamente a Góngora, al culterano umbrático y a su turbia “inundación de jerigonzas”. Él no quiere ser oscuro, sino ingenioso; no se propondrá de continuo la expresión encubierta, como Góngora; aunque tampoco defenderá, como defendía Lope, la constante llaneza e inteligibilidad del lenguaje; y así cuando la ocasión se ofrezca, él dispondrá también aquel deleite indagatorio que Góngora se propone estimular en el lector; pero lo dispondrá, no mediante la oscuridad formal, sino en la dificultad, sutileza o complicación del concepto.
De igual modo dentro del conceptismo, Gracián tampoco aboga por la oscuridad, por más que, ni indiferente como Quevedo, sino decidido, profesa firme aversión a la claridad. Dos capítulos del Oráculo Manual encargan no allanarse nunca demasiado en lo que se dice, no declararse completamente, pues “el jugar a juego descubierto, ni es de utilidad ni de gusto”; hay que suspender la atención para hacerse admirar.
Gracián tiene en cuenta también los dos puntos de vista tomados por Góngora para justificar su oscuridad: el placer especulativo de penetrarla, y el evitar la comprensión del vulgo; pero más que a esas razones de la inteligencia, atiende él a los gustos, tretas y victorias de la voluntad. “La verdad cuanto más dificultosa es más agradable; ...son noticias pleiteadas que se consiguen con más curiosidad y se logran con más fruición que las pacíficas; aquí funda sus vencimientos el discurso y sus trofeos el ingenio” (8). Gracián procura lo difícil, no lo oscuro, y no como problema, sino como litigio que hay que vencer mañosamente. Noticias pleiteadas. Cabe hasta pensar con el dramaturgo que “no hay cosa de mayor gusto que vencer un pleito injusto”.
Un precepto gracianesco más templado que la teoría gongorina de la oscuridad, pudiera servir de lema al arte barroco en general: “Amaga misterio en todo; ...la arcanidad provoca veneración; aun en el darse a entender se ha de huir la llaneza” (9). Y sobre esto Gracián, encareciendo cierta clase de agudeza por ponderación misteriosa, insiste: “Quien dice misterio dice preñez, verdad escondida y recóndita, y toda noticia que se cuesta es más estimada y gustosa” (10). No busca Gracián las palabras exquisitas como los culteranos; no atiende a la superficie brillante de las mismas, sino a la significación: “El nervio del estilo consiste en la intensa profundidad del verbo… Preñado ha de ser el verbo, no hinchado: que signifique, no que resuene: verbos con fondo, donde se engolfe la atención, donde tenga en que cebarse la comprehensión”. A esta teoría une Gracián la práctica excelentemente, maestro en esa discreta dificultad con misterio y reconditez. La primera impresión que sus frases más estudiadas producen, atractiva por lo borrosa, fascina la atención, llevándola a perseguir la riqueza de contenido que allí se esconde. Para este efecto el principal recurso de Gracián es la concisión: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Más obran quintaesencias que fárragos”. Todo el Oráculo Manual es un violento esfuerzo de arcanidad, una comprensión de lo dicho con más amplitud en los otros escritos del autor; en una frase de desconcertante rapidez suele reunir allí varios pensamientos expresados con más claridad antes. “Hase de hablar como en testamento, que a menos palabras, menos pleitos; la arcanidad tiene visos de divinidad”.
En esto apunta otra disconformidad respecto al gran poeta culterano. Mientras Góngora con su oscuridad piensa sólo en negarse a los entendimientos inferiores, Gracián, con su arcanidad o dificultad, no desdeña el propósito malicioso de aturdirlos o deslumbrarlos. Una segunda razón para no jugar a juego descubierto, para huir a toda costa la llaneza, es que “los más no estiman lo que entienden, y lo que no perciben lo veneran… Será celebrado cuanto no fuere entendido… Para los más es necesario el remonte: no se les ha de dar lugar a la censura, ocupándolos en el entender; todo lo recóndito veneran por misterio”. En esto Gracián ejercita una milicia de malicia, no sólo aquella que él decía milicia contra malicia. Agradezcámosle aquí la franca claridad, que no todo es sentimiento estético en el arte de lo oscuro y difícil.
Oscuridad, arcanidad, es principio que aparece como fundamental en la teórica del culteranismo y del conceptismo, estilos al fin y al cabo hermanos. A él convergen las demás características de una y otra manera literaria; él por sí sólo explica un hecho que se tiende a desconocer: cómo hallándose todos los elementos del gongorismo en las épocas anteriores, con ellos se constituye una modalidad de arte completamente nueva, mediante la acumulación de ellos y la general intensificación de la artificiosidad.
NOTAS
(1) Carta publicada en las Obras de Góngora, edic. de Nueva York, 1921, III, p. 245 y 261.
(2) Respuesta a un papel en razón de la nueva poesía (Bibl. Aut. Esp. 38, p. 140 a)
(3) Jáuregui combate la oscuridad en su Antídoto contra las Soledades y en su Discurso poético, capítulo 6 (véanse los dos tratados en J. Jordán de Urríes, Biografía y estudio crítico de Jáuregui, 1899, especialmente p. 256, 257, 259).
(4) Cartas filológicas, en Bibl. Aut. Esp, 62 p. 483 a.
(5) La apología de Vázquez Siruela se publica en M. Artigas, Don Luis de Góngora, 192: véase la p. 387.
(6) La carta anónima y la respuesta se hallan en las Obras de Góngora, Nueva York, 1921, p. 269, 272. A. Reyes llamó debidamente la atención sobre la respuesta del poeta, Rev. de Filol. Esp., V, p. 334.
(7) Ilustraciones y defensa de la Fábula de Píramo y Tisbe, 1636, folio 69 r.
(8) Agudeza y Arte de ingenio, Discurso 7.
(9) Oráculo manual (en la Bibl. Aut. Espa. 65, p. 570 b)
(10) Agudeza y Arte de ingenio, Discurso 6.
[el artículo se publicó en el Homenaje a Karl Vossler, Romanische Forschungen, 1942. Yo lo tomo de R. Menéndez Pidal: Castilla. La tradición. El idioma, Colección Austral, Espasa Calpe, 2ª ed. 1947]
1 comentario:
Sos reamente muy amable y tu contribución es excelente. Mil gracias
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