miércoles, 9 de septiembre de 2020

El monumento a José María de Pereda en Santander. Comentario iconográfico.


Le dedico esta pequeña investigación a Javier García Gibert, quien, cuando le manifesté una cierta dificultad en encontrar ejemplar de La Puchera, me prestó uno de los tres que posee en su magnífica biblioteca.

Tarde en mi vida vine a reparar en este monumento. En mis primeras visitas a la ciudad, becado por la UIMP, el mundo universitario en torno al Palacio o Las Llamas absorbía todo mi interés, junto con los sitios de copas y esparcimiento juvenil. El paseo de Pereda era el lugar de la burguesía, al que ni nos dignábamos a mirar, o si llegaba el caso lo hacíamos con desdén. El mismo que sentíamos por Pereda, el tradicionalista que practicaba un tipo de novela idílica que a nosotros, kafkianos o beckettianos, no nos podía interesar.
Pero lo años pasan, y hacen que las cosas se miren con otra amplitud, otra profundidad, en la que caben tanto Kafka como Pereda. Nos deslumbró el novelista montañés con su Peñas arriba, y desde entonces nuestra consideración hacia él cambió. Le hicimos un lugar en nuestro panteón literario.
Ahora, siempre que visito Santander, casi lo primero que hago es dirigirme hacia el Paseo Pereda, para visitar su monumento y nutrir mi vista y alma con su contemplación. ¡Qué maravillosa creación! Uno de los más notables monumentos literarios que haya en nuestro país.
Su autor es Lorenzo Coullaut Valera (1876-1932), que fue sobrino del novelista Juan Valera, y que, a juzgar por las obras que realizó, fue un portentoso creador. Aparte de esta maravilla que hoy convoca nuestra atención fue el autor de el monumento a Cervantes en la Plaza de España de Madrid, la estatua de Menéndez Pelayo en la Biblioteca Nacional, el monumento a G. A. Bécquer en el Parque María Luisa de Sevilla, el monumento a los hermanos Álvarez Quintero en el parque del Retiro de Madrid, y otros muchos no menos formidables.
Lo más llamativo de la escultura santanderina lo señaló Menéndez Pelayo, íntimo amigo de Pereda, en el discurso que ofreció con motivo de su inauguración en 1911. Allí dijo en un momento dado el insigne polígrafo:

Su nombre es para los montañeses dispersos por ambos mundos el símbolo de la región y de la raza. Así lo ha comprendido el escultor cuya obra vais a contemplar, haciendo surgir su estatua no como artificial coronación de un monumento de líneas arquitectónicas, sino como producto vivo que emerge de la roca por donde trepan peñas arriba los hijos predilectos de la imaginación de Pereda, el cortejo ideal de figuras que le acompaña a la inmortalidad.”

En efecto, lo más llamativo del monumento de piedra y bronce es lo que tiene de montaña en sí mismo (y es un monumento que La Montaña dedica a su hijo predilecto, que lo enseñorea en su cumbre) y el hecho de que los grupos escultóricos que pueblan su falda o zona alta representan diversos momentos -diversas obras- de la imaginación creativa del autor. A saber, según se consigna en el cartel explicativo que figura a sus pies, La leva (1871), El sabor de la tierruca (1882), Sotileza (1885), La Puchera (1889) y Peñas arriba (1895), si las nombramos cronológicamente.

Ahora bien, el problema para mí, como espectador, consistía en poder fijar a qué obra corresponde cada grupo escultórico e incluso (a la manera en que Erwin Panofsky hacía sus análisis iconográficos) situar la escena o pasaje que el escultor ha tenido en mente al realizar su trabajo. Lo primero que llama la atención es que se han elegido las obras más representativas del estilo más regional, más local y costumbrista diríamos, de la producción de Pereda (por ello se dejan de lado Pedro Sánchez o La Montálvez, o también sus novelas de tesis).


Una reposada lectura de sus obras y estudios sobre él (de Cossío o de Menéndez Pelayo) me ha llevado a la siguiente conclusión en cuanto a la fijación de las obras (luego fijaré pasajes y personajes en la medida de lo posible): mirando frontalmente la escultura nos encontramos con una escena de Sotileza en la base, la dedicatoria en el centro y a nuestro autor en la cima, con la pluma en mano, tomando apuntes del natural, como buen escritor -o pintor- realista. Si la rodeamos de derecha a izquierda observaremos grupos escultóricos que representan La Puchera (a nuestra derecha), El sabor de la tierruca (a espaldas de la montaña-monumento) y La leva (a nuestra izquierda). Cuando levantamos la vista vemos que en la zona alta, tanto a izquierda como a derecha (donde asoman dos osos en piedra), hay figuras representativas de Peñas arriba.


Pasaríamos ahora a la siguiente fase de intentar hilar más fino e identificar los grupos con pasajes de dichas obras. Para ello seguiremos el mismo orden que acabamos de indicar: desde Sotileza a Peñas arriba (muy significativamente los dos grandes pilares -el marinero y el rural- del mundo novelesco perediano).



1- Sotileza: Escena del capítulo 1º cuando, tras finalizar la lección poco fructífera que el padre Apolinar ha intentado dar a los arrapiezos de la zona portuaria, y la entrega a Muergo de un calzón para que su madre se lo arregle y pueda vestir algo mejor, aparece Andresillo que trae a Silda en presencia del cura.

"Otra vez se revolvió el concurso, gruñendo y respingando como piaras de cerdos que huelen el cocino al salir de la pocilga, y se pintaba en todos los roñosos semblantes el ansia de llegar a la escalera para examinar la dádiva de fray Apolinar, la cual conservaba aún el calorcillo que le había chocado a Muergo en ella al entregársela el pobre exclaustrado, cuando se abrió la puerta y se presentaron en el cuarto dos nuevos personajes. El uno era un muchacho frescote, rollizo, de ojos negros, pelo abundante, lustroso y revuelto; boca risueña, redonda barbilla, y dientes y color de una salud de bronce: representaba doce años de edad, y vestía como los hijos de «los señores».
Traía de la mano a una muchachuela pobre, mucho más baja que él, delgadita, pálida, algo aguileña, el pelo tirando a rubio, dura de entrecejo y valiente de mirada. Iba descalza de pie y pierna, y no llevaba sobre sus carnes, blancas y limpias, en cuanto de ellas iba al descubierto, más que un corto refajo de estameña, ya viejo, ceñido a la flexible cintura sobre una camiseta demasiado trabajada por el uso, pero no desgarrada ni pringosa, cualidades que se echaban de ver también en el refajo. Hay criaturas que son limpias necesariamente y sin darse cuenta de ello, lo mismo que les sucede a los gatos. Y no se tache de inadecuada la comparación, pues había algo de este animalejo en lo gracioso de las líneas, en el pisar blando y seguro, y en el continente receloso y arisco de la muchachuela."


2- La puchera: La escena que se recoge pertenece al capítulo XVII (“El agosto del Berrugo”) y representa el momento en que, trabajando ambos para la cosecha -el “agosto”- del avaro Berrugo, Pilara se decide a saltar en brazos de su enamorado Pedro Juan para forzar así una declaración de amor que, debido a su cortedad de palabras, no hace más que posponerse.

Este pasaje del capítulo encarna el momento en cuestión:

"En fin, que llegó la hora de cargar Pedro Juan el último carro que le correspondía en aquel agosto de «ese hombre»; y le cargó, y le sacó de la mies, y le condujo hasta la portalada, y los obreros y el Berrugo que le seguían entraron en el corralón, como de costumbre; y el carro parado y Pilara encima y Pedro Juan abajo, se quedaron solos en la calleja... «y de aquello otro, ná... ¡coles, lo que se llama ná!».
Reconcomiéndose el Josco al considerarlo, arreó un palo a cada buey sobre la espalda para que alzaran más la cabeza, y de ese modo hiciera Pilara con mayor facilidad su bajada de costumbre, cuando oyó que la moza le llamaba:
-¡Pedro Juan!
-¿Qué quieres? -respondió el mozo.
-Ponte por este lao -le dijo Pilara.
Pedro Juan se puso donde Pilara quería: junto a la rueda derecha del carro. Allá arriba, enfrente de él, estaba Pilara recogiéndose las faldas contra los tobillos y mirándole con los ojos llenos de travesuras inocentonas.
-¿Qué vas a hacer? -la preguntó Pedro Juan.
-Voy a bajar por aquí -respondió Pilara acurrucándose junto al borde de aquella montaña de yerba.
-¿Por qué no abajas por la rabera, como siempre?
-Porque me da la gana de abajar por aquí hoy...
-Güeno. ¿Y qué quieres que haga yo?
-Que me aguantes... si eres quién pa ello.
-¡Eso sí, coles! -exclamó Pedro Juan largando a escape la ahijada.
Temblaba por adentro de puro gusto y de sorpresa el hijo del Lebrato. Jamás habían tocado sus manos ni el pelo de la ropa de Pilara, y ahora se le iba a ir encima Pilara en carne y hueso, entera y verdadera. «¡Coles, que barbaridá de suerte!». No se paró a considerar si sería o no capaz de resistir en el aire aquella mole. Se creía con fuerzas para mucho más... Esparrancóse y se afirmó bien sobre los pies, escupióse las manos, levantó los brazos y los ojos hacia Pilara, y la dijo, pálido de entusiasmo:
-¡Échate sin miedo, recoles!
Pilara se reía como una boba, y no sabía de qué modo lanzarse por aquel precipicio abajo.
-¡Mira que peso mucho, Pedro Juan! -le decía.
-¡Anque pesaras más de otro tanto, Pilara!... Con tal de ser tú lo que me caiga encima, aquí hay aguante pa ello... Échate de cualisquier modo, ¡pero échate, recoles!
-¡Pos allá voy!
Y Pilara se lanzó... no sé cómo; pero sé que cayó en brazos de Pedro Juan, sin que los brazos se doblaran, ni los pies se movieran del sitio en que parecían clavados; que un moflete de Pilara resbaló por un carrillo del atleta; que éste cerró los ojos como si en aquel instante relampagueara; que el roce y el calorcillo y el olor de la moza le emborracharon, y que en medio de aquella borrachera fulminante, en los breves momentos en que estuvo su boca tan cerca del oído de Pilara, introdujo en él estas palabras, encanecidas ya en la punta de su lengua:
-¡Pilara!... ¡Dende aquí a la iglesia a que mos case el señor cura!... ¿Consentirás en ello?
Y Pilara, que se vino al suelo, pero a pie firme, en el instante de recibir este disparo a la oreja, contestó a Pedro Juan, mientras con un dedo meñique mataba las cosquillas que le habían hecho las palabras en el oído:
-¡Cuánto hace ya, hijo de mi alma, que podíamos estar de güelta, a no ser tú tan como eres!
-¿Eso es decirme que sí, Pilara? -se atrevió a preguntar Pedro Juan, temblando de gusto.
-¡Y con alma y vida, bobón! -le respondió ella mirándole mimosona."



3- El sabor de la tierruca: Aquí la escena representada es, en el capítulo 8 (“Égloga”) el encuentro entre Nisco y Catalina, en que el pueblerino presumido y de miras elevadas desprecia a la chica que le ama sinceramente, Catalina (tras los muchos avatares de la novela, entre los cuales su amigo Pablo le recomienda a Nisco que busque una mujer de su condición y que se deje de sueños de grandeza, terminarán casados):

Caminando Nisco de su casa a la de Pablo, como las callejas eran angostas y sombrías y convidaban a meditar, andando, andando, meditaba y acicalábase el mozo, pues a ambas cosas era dado, como soñador y presumido que era; y ¡vaya usted a saber por dónde volaba su imaginación mientras se atusaba el pelo con la mano y observaba la caída de las perneras sobre los zapatos, y estudiaba aires y posturas, sonrisas y ademanes!
A lo más angosto de la calleja llegaba, punto extremo de la parte recta de ella, paso a paso, mira que te mira el propio andar y soba que te soba el pelo, cuando topó cara a cara con Catalina, la moza más apuesta y codiciada de Cumbrales. Pareja tan gallarda como aquélla, no podía hallarse en diez leguas a la redonda. Si él era el tipo de la gentileza varonil y rústica, ella era el modelo correcto de la zagala ideal de la égloga realista. Y, sin embargo, a Nisco no le gustó el encuentro, y hasta le salió a la cara el desagrado en gestos que devoraron los negros y punzantes ojos de Catalina.

Con voz no tan firme como la mirada, dijo al mozo, cuando le vio delante de ella vacilando entre echarse a un lado para dejar el paso libre, o detenerse para cumplir con la ley de cortesía:

-Si fuera la calleja tan ancha como el tu deseo, bien sé que los mis ojos te perdieran de vista ahora.” 



4- Del relato de La leva, en que Pereda nos pinta un cuadro de costumbres en una vivienda de marineros (la del Tuerto, su familia y vecinos), antes de que el hecho dramático de la leva, para servicio de la patria, se lleve a los miembros más jóvenes (y los que ganan el pan -o el pescado en este caso), el escultor ha escogido el momento triste de la despedida: distinguimos al Tuerto abrazando a su padre Bolina, e incluso al fornido Tremontorio en el grupo que lo acompaña al muelle:

Una apiñada multitud de gente de pueblo se revolvía, gritaba, lloraba e invadía la última rampa, a cuyo extremo estaba atracada una lancha. En esta lancha había hasta una docena de hombres vestidos de igual manera que el Tuerto; y también como él, llevaba cada cual un pequeño lío de ropa al brazo. De estos hombres, algunos lloraban sentados; otros permanecían de pie, pálidos, inmóviles, con el sello terrible que deja un dolor profundo sobre un organismo fuerte y varonil; otros, fingiendo tranquilidad, trataban de ocultar con una sonrisa violenta el llanto que asomaba a sus ojos. Todos ellos se habían despedido ya de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, que desde tierra les dirigían entre lágrimas, palabras de cariño y de esperanza. Entretanto, algunos otros, tan desdichados como ellos, se deshacían a duras penas de los lazos con que el parentesco y la amistad querían conservarlos algunos momentos más en tierra. Por eso las palabras «padre», «madre», «hijo», «amigo» eran las únicas que dominaban aquella triste armonía de suspiros y sollozos. ¡Terrible debía ser la pena que hacía humedecerse aquellos ojos acostumbrados a contemplar serenos la muerte los días entre los abismos del enfurecido mar!
Sin calmarse un momento la agitación de la gente de tierra, los marineros que aún quedaban en ella fueron poco a poco pasando a la lancha; el último entró el Tuerto, después de haber dado un estrecho abrazo a su padre y a su vecino, que le acompañaron hasta la orilla. Nada quedaba de común, sino el corazón, entre los embarcados y la gente de tierra. El servicio de la patria era el árbitro de la vida y de la libertad de los primeros durante cuatro años, a contar desde aquel momento; y ante deber tan alto, tenían que romperse los lazos de la familia y los de la amistad.”




5- Peñas arriba: Escena del capítulo 2º, cuando Marcelo, atendiendo al ruego de su tío Celso, que lo llama para que le haga compañía y atenue su soledad, se dirige a Tablanca, en las montañas, guiado por un espolique al que llaman Chisco.

Puestos en marcha todos, bien corrida ya la media mañana, delante el espolique llevando del ramal la cabalgadura que apenas se veía debajo de la balumba de mis maletas y envoltorios, sin salir del casco de la villa atravesamos por un puente viejo el Ebro recién nacido; y a bien corto trecho de allí y después de bajar un breve recuesto, que era por aquel lado como el suburbio de la población que dejábamos a la espalda, vímonos en campo libre, si libre puede llamarse lo que está circuido de barreras. De las cumbres de las más elevadas se desprendían jirones de la niebla que las envolvía, y remedaban húmedos vellones puestos a secar en las puntas de las rocas y sobre la espesura de aquellas seculares y casi inaccesibles arboledas, con el aire serrano que soplaba sin cesar, y tan fresco, que me obligaba a levantar hasta las orejas el cuello de mi recio impermeable.”


 

Al otro lado de esta zona alta del monumento se distingue con cierta dificultad -blanco entre la piedra blanca- un par de cabezas de osos. De nuevo remiten a Peñas arriba, al mismo segundo capítulo, en que los caballos se espantan por algún motivo. Chisco le aclara a Marcelo que ha sido por la presencia del oso:
-¡Del oso! -exclamé con los pelos de punta-. ¿Dónde estaba?
-Estaba... como a cincuenta brazas de nos, jechu un reguñu, a la vera de un busquizal. Tomaríale usté por un cantu gordu de los muchus que hay en el Puertu: el que no está avezau a verli de esi arti, confúndilos.”

Oso con el que sueña Marcelo en el capítulo 5, vuelve a soñar en el 20 -ahora muchos- y finalmente, en compañía de Chisco y Pito Salces, se enfrentan contra ellos (macho y hembra y cachorros) en una cueva en ese mismo capítulo.

1 comentario:

paloma dijo...

¡Qué elegante y qué maestría!
Muy bueno.