Le dedico esta pequeña investigación a Javier García Gibert, quien, cuando le manifesté una cierta dificultad en encontrar ejemplar de La Puchera, me prestó uno de los tres que posee en su magnífica biblioteca.
Tarde
en mi vida vine a reparar en este monumento. En mis primeras visitas
a la ciudad, becado por la UIMP, el mundo universitario en torno al
Palacio o Las Llamas absorbía todo mi interés, junto con los sitios
de copas y esparcimiento juvenil. El paseo de Pereda era el lugar de
la burguesía, al que ni nos dignábamos a mirar, o si llegaba el
caso lo hacíamos con desdén. El mismo que sentíamos por Pereda, el
tradicionalista que practicaba un tipo de novela idílica que a
nosotros, kafkianos o beckettianos, no nos podía interesar.
Pero
lo años pasan, y hacen que las cosas se miren con otra amplitud,
otra profundidad, en la que caben tanto Kafka como Pereda. Nos
deslumbró el novelista montañés con su Peñas
arriba, y desde
entonces nuestra consideración hacia él cambió. Le hicimos un
lugar en nuestro panteón literario.
Ahora,
siempre que visito Santander, casi lo primero que hago es dirigirme
hacia el Paseo Pereda, para visitar su monumento y nutrir mi vista y
alma con su contemplación. ¡Qué maravillosa creación! Uno de los
más notables monumentos literarios que haya en nuestro país.
Su
autor es Lorenzo Coullaut Valera (1876-1932), que fue sobrino del
novelista Juan Valera, y que, a juzgar por las obras que realizó,
fue un portentoso creador. Aparte de esta maravilla que hoy convoca
nuestra atención fue el autor de el monumento a Cervantes en la
Plaza de España de Madrid, la estatua de Menéndez Pelayo en la
Biblioteca Nacional, el monumento a G. A. Bécquer en el Parque María
Luisa de Sevilla, el monumento a los hermanos Álvarez Quintero en el
parque del Retiro de Madrid, y otros muchos no menos formidables.
Lo
más llamativo de la escultura santanderina lo señaló Menéndez
Pelayo, íntimo amigo de Pereda, en el discurso que ofreció con
motivo de su inauguración en 1911. Allí dijo en un momento dado el
insigne polígrafo:
“Su
nombre es para los montañeses dispersos por ambos mundos el símbolo
de la región y de la raza. Así lo ha comprendido el escultor cuya
obra vais a contemplar, haciendo surgir su estatua no como artificial
coronación de un monumento de líneas arquitectónicas, sino como
producto vivo que emerge de la roca por donde trepan peñas arriba
los hijos predilectos de la imaginación de Pereda, el cortejo ideal
de figuras que le acompaña a la inmortalidad.”
En
efecto, lo más llamativo del monumento de piedra y bronce es lo que
tiene de montaña en sí mismo (y es un monumento que La Montaña
dedica a su hijo predilecto, que lo enseñorea en su cumbre) y el
hecho de que los grupos escultóricos que pueblan su falda o zona
alta representan diversos momentos -diversas obras- de la imaginación
creativa del autor. A saber, según se consigna en el cartel
explicativo que figura a sus pies, La
leva (1871), El
sabor de la tierruca
(1882), Sotileza
(1885), La Puchera
(1889) y Peñas
arriba (1895), si
las nombramos cronológicamente.
Ahora
bien, el problema para mí, como espectador, consistía en poder
fijar a qué obra corresponde cada grupo escultórico e incluso (a la
manera en que Erwin Panofsky hacía sus análisis iconográficos)
situar la escena o pasaje que el escultor ha tenido en mente al
realizar su trabajo. Lo primero que llama la atención es que se han
elegido las obras más representativas del estilo más regional, más
local y costumbrista diríamos, de la producción de Pereda (por ello
se dejan de lado Pedro
Sánchez o La
Montálvez, o
también sus novelas de tesis).
Una
reposada lectura de sus obras y estudios sobre él (de Cossío o de
Menéndez Pelayo) me ha llevado a la siguiente conclusión en cuanto
a la fijación de las obras (luego fijaré pasajes y personajes en la
medida de lo posible): mirando frontalmente la escultura nos
encontramos con una escena de Sotileza
en la base, la dedicatoria en el centro y a nuestro autor en la cima, con la pluma en mano, tomando apuntes del natural, como buen escritor -o pintor- realista.
Si la rodeamos de derecha a izquierda observaremos grupos
escultóricos que representan La
Puchera (a nuestra
derecha), El sabor
de la tierruca (a
espaldas de la montaña-monumento) y La
leva (a nuestra
izquierda). Cuando levantamos la vista vemos que en la zona alta,
tanto a izquierda como a derecha (donde asoman dos osos en piedra),
hay figuras representativas de Peñas
arriba.
Pasaríamos
ahora a la siguiente fase de intentar hilar más fino e identificar
los grupos con pasajes de dichas obras. Para ello seguiremos el mismo
orden que acabamos de indicar: desde Sotileza
a Peñas
arriba
(muy significativamente los dos grandes pilares -el marinero y el
rural- del mundo novelesco perediano).
1-
Sotileza:
Escena del capítulo 1º cuando, tras finalizar la lección poco
fructífera que el padre Apolinar ha intentado dar a los arrapiezos
de la zona portuaria, y la entrega a Muergo de un calzón para que su
madre se lo arregle y pueda vestir algo mejor, aparece Andresillo que
trae a Silda en presencia del cura.
"Otra
vez se revolvió el concurso, gruñendo y respingando como piaras de
cerdos que huelen el cocino al salir de la pocilga, y se pintaba en
todos los roñosos semblantes el ansia de llegar a la escalera para
examinar la dádiva de fray Apolinar, la cual conservaba aún el
calorcillo que le había chocado a Muergo en ella al entregársela el
pobre exclaustrado, cuando se abrió la puerta y se presentaron en el
cuarto dos nuevos personajes. El uno era un muchacho frescote,
rollizo, de ojos negros, pelo abundante, lustroso y revuelto; boca
risueña, redonda barbilla, y dientes y color de una salud de bronce:
representaba doce años de edad, y vestía como los hijos de «los
señores».
Traía
de la mano a una muchachuela pobre, mucho más baja que él,
delgadita, pálida, algo aguileña, el pelo tirando a rubio, dura de
entrecejo y valiente de mirada. Iba descalza de pie y pierna, y no
llevaba sobre sus carnes, blancas y limpias, en cuanto de ellas iba
al descubierto, más que un corto refajo de estameña, ya viejo,
ceñido a la flexible cintura sobre una camiseta demasiado trabajada
por el uso, pero no desgarrada ni pringosa, cualidades que se echaban
de ver también en el refajo. Hay criaturas que son limpias
necesariamente y sin darse cuenta de ello, lo mismo que les sucede a
los gatos. Y no se tache de inadecuada la comparación, pues había
algo de este animalejo en lo gracioso de las líneas, en el pisar
blando y seguro, y en el continente receloso y arisco de la
muchachuela."
2-
La
puchera:
La escena que se recoge pertenece al capítulo XVII (“El agosto del
Berrugo”) y representa el momento en que, trabajando ambos para la
cosecha -el “agosto”- del avaro Berrugo, Pilara se decide a
saltar en brazos de su enamorado Pedro Juan para forzar así una
declaración de amor que, debido a su cortedad de palabras, no hace
más que posponerse.
Este
pasaje del capítulo encarna el momento en cuestión:
"En
fin, que llegó la hora de cargar Pedro Juan el último carro que le
correspondía en aquel agosto de «ese hombre»; y le cargó, y le
sacó de la mies, y le condujo hasta la portalada, y los obreros y el
Berrugo que le seguían entraron en el corralón, como de costumbre;
y el carro parado y Pilara encima y Pedro Juan abajo, se quedaron
solos en la calleja... «y de aquello otro, ná... ¡coles, lo que se
llama ná!».
Reconcomiéndose
el Josco al considerarlo, arreó un palo a cada buey sobre la espalda
para que alzaran más la cabeza, y de ese modo hiciera Pilara con
mayor facilidad su bajada de costumbre, cuando oyó que la moza le
llamaba:
Pedro
Juan se puso donde Pilara quería: junto a la rueda derecha del
carro. Allá arriba, enfrente de él, estaba Pilara recogiéndose las
faldas contra los tobillos y mirándole con los ojos llenos de
travesuras inocentonas.
Temblaba
por adentro de puro gusto y de sorpresa el hijo del Lebrato. Jamás
habían tocado sus manos ni el pelo de la ropa de Pilara, y ahora se
le iba a ir encima Pilara en carne y hueso, entera y verdadera.
«¡Coles, que barbaridá de suerte!». No se paró a considerar si
sería o no capaz de resistir en el aire aquella mole. Se creía con
fuerzas para mucho más... Esparrancóse y se afirmó bien sobre los
pies, escupióse las manos, levantó los brazos y los ojos hacia
Pilara, y la dijo, pálido de entusiasmo:
-¡Anque
pesaras más de otro tanto, Pilara!... Con tal de ser tú lo que me
caiga encima, aquí hay aguante pa ello... Échate de cualisquier
modo, ¡pero échate, recoles!
Y
Pilara se lanzó... no sé cómo; pero sé que cayó en brazos de
Pedro Juan, sin que los brazos se doblaran, ni los pies se movieran
del sitio en que parecían clavados; que un moflete de Pilara resbaló
por un carrillo del atleta; que éste cerró los ojos como si en
aquel instante relampagueara; que el roce y el calorcillo y el olor
de la moza le emborracharon, y que en medio de aquella borrachera
fulminante, en los breves momentos en que estuvo su boca tan cerca
del oído de Pilara, introdujo en él estas palabras, encanecidas ya
en la punta de su lengua:
Y
Pilara, que se vino al suelo, pero a pie firme, en el instante de
recibir este disparo a la oreja, contestó a Pedro Juan, mientras con
un dedo meñique mataba las cosquillas que le habían hecho las
palabras en el oído:
3-
El sabor de la
tierruca: Aquí la
escena representada es, en el capítulo 8 (“Égloga”) el
encuentro entre Nisco y Catalina, en que el pueblerino presumido y de
miras elevadas desprecia a la chica que le ama sinceramente, Catalina
(tras los muchos avatares de la novela, entre los cuales su amigo
Pablo le recomienda a Nisco que busque una mujer de su condición y
que se deje de sueños de grandeza, terminarán casados):
“Caminando
Nisco de su casa a la de Pablo, como las callejas eran angostas y
sombrías y convidaban a meditar, andando, andando, meditaba y
acicalábase el mozo, pues a ambas cosas era dado, como soñador y
presumido que era; y ¡vaya usted a saber por dónde volaba su
imaginación mientras se atusaba el pelo con la mano y observaba la
caída de las perneras sobre los zapatos, y estudiaba aires y
posturas, sonrisas y ademanes!
A
lo más angosto de la calleja llegaba, punto extremo de la parte
recta de ella, paso a paso, mira que te mira el propio andar y soba
que te soba el pelo, cuando topó cara a cara con Catalina, la moza
más apuesta y codiciada de Cumbrales. Pareja tan gallarda como
aquélla, no podía hallarse en diez leguas a la redonda. Si él era
el tipo de la gentileza varonil y rústica, ella era el modelo
correcto de la zagala ideal de la égloga realista. Y, sin embargo, a
Nisco no le gustó el encuentro, y hasta le salió a la cara el
desagrado en gestos que devoraron los negros y punzantes ojos de
Catalina.
Con voz no tan firme como la mirada, dijo al mozo, cuando le vio delante de ella vacilando entre echarse a un lado para dejar el paso libre, o detenerse para cumplir con la ley de cortesía:
-Si fuera la calleja tan ancha como el tu deseo, bien sé que los mis ojos te perdieran de vista ahora.”
4-
Del relato de La
leva,
en que Pereda nos pinta un cuadro de costumbres en una vivienda de
marineros (la del Tuerto, su familia y vecinos), antes de que el
hecho dramático de la leva, para servicio de la patria, se lleve a
los miembros más jóvenes (y los que ganan el pan -o el pescado en
este caso), el escultor ha escogido el momento triste de la
despedida: distinguimos al Tuerto abrazando a su padre Bolina, e
incluso al fornido Tremontorio en el grupo que lo acompaña al
muelle:
“Una
apiñada multitud de gente de pueblo se revolvía, gritaba, lloraba e
invadía la última rampa, a cuyo extremo estaba atracada una lancha.
En esta lancha había hasta una docena de hombres vestidos de igual
manera que el Tuerto; y también como él, llevaba cada cual un
pequeño lío de ropa al brazo. De estos hombres, algunos lloraban
sentados; otros permanecían de pie, pálidos, inmóviles, con el
sello terrible que deja un dolor profundo sobre un organismo fuerte y
varonil; otros, fingiendo tranquilidad, trataban de ocultar con una
sonrisa violenta el llanto que asomaba a sus ojos. Todos ellos se
habían despedido ya de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, que
desde tierra les dirigían entre lágrimas, palabras de cariño y de
esperanza. Entretanto, algunos otros, tan desdichados como ellos, se
deshacían a duras penas de los lazos con que el parentesco y la
amistad querían conservarlos algunos momentos más en tierra. Por
eso las palabras «padre», «madre», «hijo», «amigo» eran las
únicas que dominaban aquella triste armonía de suspiros y sollozos.
¡Terrible debía ser la pena que hacía humedecerse aquellos ojos
acostumbrados a contemplar serenos la muerte los días entre los
abismos del enfurecido mar!
Sin
calmarse un momento la agitación de la gente de tierra, los
marineros que aún quedaban en ella fueron poco a poco pasando a la
lancha; el último entró el Tuerto, después de haber dado un
estrecho abrazo a su padre y a su vecino, que le acompañaron hasta
la orilla. Nada quedaba de común, sino el corazón, entre los
embarcados y la gente de tierra. El servicio de la patria era el
árbitro de la vida y de la libertad de los primeros durante cuatro
años, a contar desde aquel momento; y ante deber tan alto, tenían
que romperse los lazos de la familia y los de la amistad.”
5-
Peñas
arriba: Escena
del capítulo 2º, cuando Marcelo, atendiendo al ruego de su tío
Celso, que lo llama para que le haga compañía y atenue su soledad,
se dirige a Tablanca, en las montañas, guiado por un espolique al
que llaman Chisco.
“Puestos
en marcha todos, bien corrida ya la media mañana, delante el
espolique llevando del ramal la cabalgadura que apenas se veía
debajo de la balumba de mis maletas y envoltorios, sin salir del
casco de la villa atravesamos por un puente viejo el Ebro recién
nacido; y a bien corto trecho de allí y después de bajar un breve
recuesto, que era por aquel lado como el suburbio de la población
que dejábamos a la espalda, vímonos en campo libre, si libre puede
llamarse lo que está circuido de barreras. De las cumbres de las más
elevadas se desprendían jirones de la niebla que las envolvía, y
remedaban húmedos vellones puestos a secar en las puntas de las
rocas y sobre la espesura de aquellas seculares y casi inaccesibles
arboledas, con el aire serrano que soplaba sin cesar, y tan fresco,
que me obligaba a levantar hasta las orejas el cuello de mi recio
impermeable.”
Al otro
lado de esta zona alta del monumento se distingue con cierta
dificultad -blanco entre la piedra blanca- un par de cabezas de osos.
De nuevo remiten a Peñas
arriba, al mismo
segundo capítulo, en que los caballos se espantan por algún motivo.
Chisco le aclara a Marcelo que ha sido por la presencia del oso:
“-¡Del
oso! -exclamé con los pelos de punta-. ¿Dónde estaba?
-Estaba...
como a cincuenta brazas de nos, jechu un reguñu, a la vera de un
busquizal. Tomaríale usté por un cantu gordu de los muchus que hay
en el Puertu: el que no está avezau a verli de esi arti,
confúndilos.”
Oso
con el que sueña Marcelo en el capítulo 5, vuelve a soñar en el 20
-ahora muchos- y finalmente, en compañía de Chisco y Pito Salces,
se enfrentan contra ellos (macho y hembra y cachorros) en una cueva
en ese mismo capítulo.
1 comentario:
¡Qué elegante y qué maestría!
Muy bueno.
Publicar un comentario