Leyendo estos días unos estupendos ensayos de Natalia Ginzburg, marcadamente autobiográficos, he decidido desempolvar un escrito que tenía guardado hace más de un par de años porque me parecía personal en exceso como para figurar en estas páginas. Ahora bien, si es verdad que la literatura nos conduce a veces a mundos insólitos y desconocidos, también es verdad que lo que encontramos más frecuentemente en ella son excursiones a nuestro yo: nos leemos a nosotros leyendo al autor que tengamos entre manos. Así que he decidido publicar estas líneas, que tienen de Montaigne, y de Ginzburg, ese tono tan marcadamente personal.
Hoy, mientras le quitaba el polvo a la mitad de mi biblioteca que está en la que fue casa de mis padres, entre el par de miles de libros que allí se encuentran, de repente mi atención se ha dirigido a cinco de ellos. Podrían haber sido otros cinco diferentes, o diez, o treinta, pero se posó en estos y entiendo que reflexionar sobre esta elección me permitirá indagar un poco sobre mí mismo. En realidad, yo me conozco bastante bien. Creo que lo que permitirá esta indagación es una mirada sobre la memoria, ahora que ya he entrado en edad provecta (prejubilado estoy), y que cada vez tiendo más a detener mi pensamiento sobre el tiempo pasado y la memoria. Da la casualidad de que, entre los muchos libros que ya no recuerdo cuando compré y por qué (aunque hay otros muchísimos de los que podría escribir su historia y biografía), de estos cinco recuerdo bastante bien las condiciones de su adquisición, y su permanencia entre mis libros. Se trata de libros en lenguas extranjeras, dos en francés y tres en italiano. Mi biblioteca es decididamente plurilingüe. Aunque su base es castellana, tal vez en torno al diez o quince por ciento de los libros que poseo están en otras lenguas, a saber, y por orden cuantitativo: francés e inglés, italiano, catalán y portugués, alemán, y algunos clásicos en lengua latina. Y es que yo tengo también esa vocación políglota y en todas estas lenguas puedo leer, o al menos comprender con ayuda de diccionarios los textos. Recuerdo, en mis años de profesor, que yo tenía tendencia a hablar ocasionalmente en lenguas diferentes a la mía vehicular en clase. Algunos alumnos se quedaban asombrados y me hacían la inexcusable pregunta, que cuántas lenguas hablaba yo. Unas cuantas, decía, y no entraba en detalles, porque ese citar lenguas extranjeras (o analizar en clase de sintaxis una oración en inglés) no era con el objeto de pegarme el moco, que se dice, sino que, como tantas cosas en mis clases, tenía una finalidad pedagógica. El objetivo era hacer que sintieran curiosidad por los idiomas y que se picaran a aprender alguno más de los estrictamente curriculares. No sé hasta que punto logré encender la mecha (o avivar la llama) de esa curiosidad. Como no sé hasta qué punto llegué a transmitir algo de lo que enseñaba y del apasionado amor que sentía por mi materia (la literatura, y en más discreta medida, la lengua). Siempre vivía los finales de curso bajo la sensación de catástrofe, de que todo el trabajo del año de alguna manera se había perdido, y de que mi esfuerzo y el de los alumnos había sido inútil. No quiero decir lo que pude sentir, entonces, al final de mi vida laboral.
Pero vayamos a los libros aludidos, nombrémoslos siguiendo algún orden más o menos cronológico, derivado de la fecha de adquisición:
- Pagine di scrittori italiani, de Ottavio Prosciutti, (1983).
- Carlo Cassola: Vita d´artista (1984).
- Simenon: La nuit du carrefour (1986).
- Karl Barth: Breve commentario all´epistola ai Romani (1996)
- Nancy Huston: Les variations Goldberg (1996)
El primer libro, Pagine di scrittori italiani, es parte del material escolar que hube de adquirir el año de mi primer viaje a Perugia, a cuya Universidad fui a estudiar un curso de italiano para extranjeros. Era mi segundo año de profesor, tenía unos 26 años y ningún plan veraniego en perspectiva. Me hablaron de esos cursos de idioma y allí que, en julio, me fui solo, en tren, sin conocer una palabra de italiano, ni haber formalizado matrícula o tener alojamiento. Pero todo salió bien, me matriculé, me alojé, y asistía a clase en l´Università per stranieri, donde también desayunaba, y comía en la Mensa communale. Conocí estudiantes de todo el mundo (aunque mis mejores amigos fueron un alemán, Wolfgang, y dos yugoslavos, Branko y Erwin -todavía existía Yugoslavia, si bien ellos eran croatas-) y me enamoré de más de veinte chicas, aunque muy especialmente de una holandesa, que se llamaba Chantal, ignoraba mis sentimientos por ella, y sostenía una agitada vida sentimental en esos días veraniegos. Ese libro, una antología, me puso en contacto con multitud de escritores italianos, desde los más clásicos (la tríada florentina de Dante, Petrarca, Bocaccio) hasta modernos como Lampedusa o Ungaretti, pero recuerdo especialmente tres textos: un poema sentimental de Sergio Corazzini, que no me costó entender (“Desolazione del povero poeta sentimentale”), un poema intensísimo de Pavese (“Verrà la morte e avrà i tuoi occhi”) y, sobre todo, un texto en prosa que me deslumbró: la epístola de Maquiavelo a Francesco Vettori, donde le cuenta cómo, desde su exilio en San Casciano, en sus noches de soledad, ha pergeñado un breve opúsculo con el que espera obtener cierta notoriedad: se trata ni más ni menos que de Il Principe. Su lectura me recordó un excelente poema de José Ángel Valente, “Maquiavelo en San Casciano”, que habíamos visto en la carrera, y que más tarde he comentado multitud de veces en mis clases, poniéndolo en relación con la carta del ilustre florentino.
¿Cómo me apañé con el italiano para llegar incluso a leer a sus autores en la lengua original? Muy sencillo. Me compré el libro de gramática del curso y los dos primeros días apenás salí de mi habitación donde, tras las clases matutinas, estudiaba horas y horas, mientras por el patio interior escuchaba entonar a un tenor nativo (¡divina Italia!), hasta llegar a dominar los rudimentos. Todas las mañanas, al desayunar con Wolfgang, poníamos en práctica nuestros avances idiomáticos: ni él sabía español, ni yo sabía alemán.
El segundo libro, la novela de Carlo Cassola, la compré el año siguiente. Volví a Perugia en verano, esta vez en coche, con Amós, que también decidió imparare l´italiano. Aparte de Asís y Siena, que ya había visitado, recorrimos gran parte de la Umbria (Gubbio, Spoleto, Todi, Orvietto) y también Urbino y el sacro bosque de Bomarzo. Compro libros sobre Renacimiento y Humanismo (Eugenio Garin), me enamoro nuevamente, ahora de una española de apellido inglés (la española inglesa, como la denomina el fervoroso cervantino que soy) y, a la vuelta, en la frontera, tratamos de gastar las últimas liras en moneda que llevamos. Entre los libros que veo en el área de servicio percibo que el de Cassola es de sencilla lectura, que se entiende bastante bien; además tiene un título sugestivo: Vita d´artista. ¿No es eso lo que aspiro a llevar yo? Ha llovido mucho desde entonces y el libro sigue virgen en mis estanterías. Nunca he gozado de suficiente ocio como para hincarle el diente a un libro de interés más que relativo para mí, y fruto de una compra apresurada, por la necesidad de gastar las últimas liras que tenía.
El libro de Simenon me lleva a otro viaje de estudios, en este caso en París. Me veo temprano en la mañana, en la Diagonal de Barcelona, delante del palacio de Pedralbes, donde varios autobuses se reúnen para distribuir a los estudiantes que, desde distintos puntos de España, van a emprender viaje a París para tomar clases en la Alianza Francesa. Ya en la capital, nos instalamos en una residencia de señoritas, que queda vacante en los meses de verano. Se encuentra en el Boulevard Saint Michel, justo enfrente de los Jardines de Luxemburgo, por la zona que da a L´école des mines. Comparto la habitación con un joven catalán, que estudia en el Liceo Francés y que tiene una fluidez presque ininteligible, de lo relajada que es, en esa lengua. Al entrar en la habitación veo que sus anteriores ocupantes se han dejado un pequeño volumen de bolsillo, La nuit du carrefour. Me servirá para practicar el idioma, me digo, y me lo apropio. Pero, en París, aparte de las clases en la Alianza, tengo muchísimos intereses: visitar lugares y museos, la biblioteca del Beaubourg, FNAC y otras librerías, el Théatre de la Huchette (donde asisto a una representación de La cantatrice chauve), etc. De manera que compro libros que me interesan más directamente que Simenon, que sigue ahí, en su estantería, intacto, después de tantos años. Ni que decir que en París también me enamoré, de más de una chica, y una, por lo menos, se enamoró perdidamente de mí, pero siempre fueron líneas sentimentales que no se cruzaron (o lo harán en el infinito).
Suelo tener muy en cuenta las opiniones y valoraciones de los escritores a los que otorgo autoridad. Así, un buen día, leyendo una obra de George Steiner (uno de mis maîtres à penser), tal vez Presencias reales, no recuerdo ahora cuál, el maestro expresaba un pensamiento a través de una especie de juego de palabras: venía a decir que, en su Comentario a la epístola a los Romanos, Karl Barth resultaba un lector, un intérprete más sutil que Roland Barthes. A mí, que tenía a Roland Barthes en un panteón (me había acercado hasta el pueblecito de Urt para visitar su tumba), y cuyas lecturas me parecían insuperables, esta observación me dio mucho que pensar. Y entonces empecé a buscar ese libro, lo que no resultó nada fácil. Ya debía tener algún tipo de acceso a Internet, pues me enteré de que en italiano existía un libro de Barth llamado Breve commentario all´epistola ai Romani. En un viaje de fin de año por Sicilia, en Palermo, intenté localizarlo en una librería el día antes del regreso a casa. Allí me dijeron que lo tenían disponible en el almacén, pero que tendría que acercarme hasta el lugar, en un barrio algo distante del centro. Pedí información de cómo llegar y allí que me fui. Me encontré por la zona del almacén con un enorme despliegue policial que, entendí, debía ser un golpe a la mafia. Con algo de temor accedí a la dirección indicada. Conseguí mi preciado objeto y regresé a España. Entonces sufrí una pequeña decepción cuando constaté que el libro que tenía en mis manos (menos de 200 páginas) no era, exactamente, el libro matriz al que se refería Steiner. Tal vez por eso perdí algo de interés, y es el caso que a día de hoy todavía lo conservo -sin leer- en mi biblioteca.
El último libro del que voy a hablar, el de Nancy Huston, Les variations Goldberg, lo debí comprar en Saint Jean de Luz, adonde me acerqué desde San Sebastián, en un viaje que hice para visitar a mi hermano. La villa costera del país vasco francés es una ciudad que me resulta encantadora y que visito siempre que estoy por Donosti. La última vez que estuve no compré ningún libro, pero en mi juventud era impensable pasar por una ciudad francesa y no entrar en sus librerías con la intención de cargar alimento espiritual. Precisamente en una de esas excursiones se produjo mi mayor fiasco de bibliómano. Pasaba por Bayona para visitar Urt, el pueblecito donde veraneaba Barthes, y donde está enterrado. Y en Bayona me encontré un galpón que habían habilitado como improvisada feria de libros. Allí que entré y estuve mirando y remirando. Por entonces estaba muy interesado por el pensamiento estético de Paul Valéry, y de hecho, encontré y adquirí varias de sus obras en ediciones de la Nouvelle Revue Française en esa feria. Compraba una oferta de cuatro libros por veinte francos, o una cosa así. Tampoco disponía en ese momento de demasiada moneda francesa. Tenía que elegir entre una Rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, de Revista de Occidente, fechada en 1929, y Regards sur le monde actuel, de Valéry. Me incliné por el francés. Más tarde, en España, comprobando fechas, supe que había tenido en mis manos, a un precio escandalosamente barato, la PRIMERA EDICIÓN del clásico orteguiano... y lo dejé pasar. Pero volviendo al libro de Nancy Huston, mi elección se dejó llevar por una doble razón. Había conocido no mucho ha la obra de Bach, y la había escuchado en diferentes versiones, incluyendo las dos magníficas de Glenn Gould, sobre quien había leído la inquietante novela de Thomas Bernhard, El malogrado. Al motivo musical se sumaba el hecho de que quería leer algo de literatura del día (habitualmente soy más bien lector de clásicos: voy a lo seguro). Así me llevé esa novela, que en breve leí completa, y que me llamó la atención por la estructura que tiene, de tantos capítulos como variaciones la obra de Bach, cada uno contado por una voz narrativa diferente. Verdaderamente una novela de estructura sorprendente, muy interesante y bien escrita. Años después me enteré de que Nancy Huston había sido esposa de Tzvetan Todorov, otro de los autores predilectos de mi panteón literario, en la vertiente de pensamiento ético.
¿Cómo poner fin a esta reflexión tan impúdicamente personal, que se podría extender indefinidamente, ya que prácticamente con cada uno de los libros adquiridos he tenido algún tipo de relación amorosa o sentimental? Mucho me temo que lo voy a hacer con voz ajena, tomada de un libro que releo estos días, El retrato de Dorian Gray, del agudísimo Wilde. Le dice el pintor Basil Hallward a su muy cínico amigo Lord Henry Wotton: “Un artista debe crear cosas bellas; pero no debe poner nada de su vida en ellas. Vivimos en una época en que los hombres no ven el arte más que bajo una forma autobiográfica. Hemos perdido el sentido abstracto de la belleza. Algún día enseñaré al mundo lo que es; y por esta razón el mundo no verá mi retrato de Dorian Gray.”
¡Cuánto daría yo por poseer un mínimo de esa capacidad de objetivar, que constituye el arte o el conocimiento, y por la que he luchado toda mi vida contra el pertinaz romántico, lírico y ególatra, que soy!
(primavera 2018)
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