“sacar
libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el
polvo de los libros, que desencadena alergias literarias” (Ray
Bradbury)
Leí
Farenheit 451 a los 19 años, en mi primer curso de
universidad y recuerdo lo mucho que me gustó, tanto como ahora, que
la vuelvo a leer ya jubilado. Era muy sorprendente la misión de esos
bomberos que, en vez de apagar incendios, se dedicaban a quemar
libros. De igual manera que en Un mundo feliz o 1984,
aparece el personaje inconformista frente a esa sociedad tan
conformada. En este caso es Montag, un bombero, que empieza a
interesarse por el contenido de los libros y termina matando al jefe
de bomberos y escapando (mientras la televisión retransmite en
directo su persecución) de tan planificada y agobiante sociedad. Va
a parar, por consejo de un viejo al que conoció, al reducto, más
allá del río y al final de la vía férrea, donde se esconden seres
marginales que huyeron de la persecución de los libros y que se
dedican a encarnar libros (ya no en papel) sino en cuerpos y almas.
Cada personaje recuerda íntegramente un libro para reintegrarlo a la
sociedad cuando lleguen tiempos mejores y la lectura no sea un
delito, ni el libro un objeto a eliminar, sino las bases sobre las
que edificar una sociedad más humana, si es que sobrevive a la
guerra a que le ha conducido su errado rumbo.
¿Existe
una imagen mejor de la idea de resistencia que ese reducto de los
hombres-libro que desean conservar los hitos del saber y creatividad
humanas para tiempos mejores? Recuerdo que ya desde mi época de
estudiante me planteé que mi misión como profesor iba a ser la de
encarnar esa forma de resistencia de lo más granado del espíritu
humano (el conocimiento, la literatura y las artes) contra los
múltiples enemigos que entonces había (la dictadura y cerrazón
ideológica del tardofranquismo) y contra los que ya se anunciaban
(el consumismo y la banalización espiritual de la sociedad de masas
y sus medios de difusión). Hasta el final de mi vida laboral intenté
combatir contra ellos (David contra Goliat, Don Quijote contra los
molinos, Berenguer contra los Rinocerontes), pero he de reconocer
que, en los últimos años, ante la irrupción de Internet y, sobre
todo, los teléfonos móviles, resistía testimonialmente aun
sabiendo que la batalla estaba perdida.
Es
tan intenso el mensaje de amor a los libros que transmite la novela
que, supongo, cualquier lector se queda, al concluir su lectura, con
la misma idea que yo tuve: hay que leer, leer más, para preservar un
mundo mejor.
Lo
curioso es que el canon de lecturas que maneja (y promueve) Bradbury
en su obra es bastante clásico, bastante canónico, si se me permite
decirlo así: a lo largo de la novela van compareciendo los nombres
de Whitman, Faulkner, Platón, Dante, el inevitable William
Shakespeare, los trágicos griegos Esquilo y Sófocles, hasta G. B.
Shaw y O´Neill… Hacia el final, ya en el reducto, se encuentra con
La República, de Platón, Marco Aurelio, Los viajes de
Gulliver, de Swift, Schopenhauer, Darwin, etc. Y junto a ello,
siempre en Bradbury, un fondo judeo-cristiano: La
Biblia es el libro que Montag intenta salvar en su huida
de la ciudad, en el reducto se encuentra con Mateo, Marcos, Lucas y
Juan, y finalmente, los libros que el desea encarnar son el
Eclesiastés y el Apocalipsis.
François
Truffaut, en su adaptación de la novela de Bradbury, que describe
muy escuetamente la quema de libros, crea una secuencia de un poder
visual extraordinario sobre la quema de libros, en que estos, uno a
uno, con títulos y autores, se debaten contra el fuego como si
quisieran ganarle la partida a la destrucción programada. Una
sentida manifestación de amor por los libros. Pero Truffaut,
lletraferit con ideas propias, propone un canon algo diferente
del de Bradbury (y algo menos sancto también): entre otros Franz
Kafka, Jean Cocteau, Justine, del Marqués Sade, Jane Eyre,
de Charlote Brontë, Diario de un ladrón, de Jean Genet,
Plexus, de Henry Miller, Moby Dick,de Melville, Padres
e hijos, de Turgueniev, Lolita, de Nabokov o Los
hermanos Karamasov, de Dostoyevski.
(se
puede ver la secuencia, de forma extrañamente enmarcada en un
aparato de televisión, en los minutos del 38 al 40 de la siguiente
página de youtube:
Querría
cerrar esta nota con otro ejemplo, pictórico ahora, de ese mismo
amor por los libros que estamos ensalzando. Cuando Miquel Barceló
realiza su extraordinario cuadro L´amour fou, en que vemos a
un personaje tumbado, haciendo gala de una magnífica erección, en
medio de una portentosa biblioteca personal con vistas al mar, en el
maremágnum de volúmenes que pinta no se priva de poner nombres de
autores y obras, que no podemos dejar de leer sino como homenajes de
este pintor muy leído a sus autores favoritos. Con un poco de
esfuerzo (en reproducciones; ante el original es más fácil) podemos
distinguir por citar sólo unos pocos: Nabokov, Fitzgerald,
Shakespeare, Ulises, The beautiful and the damned,
Poe, Melville, Ezra Pound, Canti pisani, Conrad, James y hasta
un muy conmovedor Góngora (¿quién lee a Góngora en España salvo
eruditos o estudiosos de la literatura? Pues bien, Miquel Barceló)