Precisamente en estos días, en que releo 1984, de George Orwell, con sumo interés (la novela no ha perdido un ápice de validez), me he encontrado con este texto que publiqué en la revista del Instituto Berenguer Dalmau hace tres lustros, y que no parece haber perdido actualidad precisamente. Lo rescato para el blog.
Me
contaba recientemente una muy querida amiga cómo, tras su jornada
laboral como docente universitaria, dedica algunas horas semanales a
ayudar a jóvenes emigrantes en el repaso y profundización de su
aprendizaje escolar. Al ponderarle yo lo mucho que apreciaba ese acto
de caridad, me respondió que no se trataba de caridad sino de
solidaridad. De inmediato salí yo en defensa del término
caridad, la caritas cristiana (que procede a su vez del agape
griego de las epístolas de San Pablo), una de las palabras y
nociones que más valoro y que habitualmente se entiende mal, como
tantas otras palabras. La culpa de ese malentendido se le puede
achacar al lamentable uso que ha hecho del vocablo cierta tradición
eclesiástica (que lo viene a equiparar a lástima, y que lo
convierte en un ritual casi vacío y frecuentemente monetario),
cuando el auténtico y original sentido del término es amor.
Y qué si no un acto de amor, de entrega que es amor, era lo que
estaba llevando a cabo mi amiga.
Recientemente
también leí en un documento del centro una sigla que no entendía:
AMPA. Cuando le pregunté por su significado a una compañera me
explicó que es la actual denominación de la antigua APA, que ahora
se lee como Asociación de Madres y Padres de Alumnos. Me quedé
ligeramente aterrado con esa nueva sigla que no sólo conculca el
principio de economía lingüística e ignora el valor genérico del
masculino en castellano, sino que puede sugerir connotaciones
indeseables a través de una desventurada homonimia. Cuando la puse
en clase como ejemplo de ese terrible abuso del eufemismo lingüístico
que se llama "lo políticamente correcto" (y que supone un
salto atrás como de veinte siglos respecto a la propuesta paulina de
primacía del espíritu sobre la letra), un alumno me sugirió que la
nueva sigla debía ser AMPAA o AMPAyA: Asociación de Madres y Padres
de Alumnos y Alumnas. Sobran comentarios ante la agudeza y mordacidad
de la observación. Fue uno de esos días que nos consuela de la
frecuentemente ingrata labor docente.
Estos
dos ejemplos nos ilustran uno de los fenómenos más lamentables (y
hay otros muchos) del tiempo que vivimos: lo que podríamos denominar
la perversión del lenguaje. El que un programa televisivo de gran
audiencia se llame perversa y provocadoramente "Gran Hermano",
y todo el mundo parezca contento con él, sería otro ejemplo para
añadir a la cuenta. No olvidemos que Gran Hermano es la traducción
del Big Brother de Orwell: el siniestro símbolo del poder
omnipresente y omnisciente del estado totalitario que George Orwell
satirizó en su antiutopía 1984, quien tenía instalada una
gran pantalla interactiva en las viviendas de sus súbditos, desde la
cual controlaba y regía sus vidas. La pavorosa advertencia de Orwell
cae en el olvido y las audiencias se sienten felices con la presencia
en casa del Gran Hermano.
Precisamente
Orwell fue un fustigador acérrimo de esa perversión del lenguaje
(para él una de las mayores tragedias políticas del siglo XX) y un
defensor infatigable de la moral de la prosa. En su célebre ensayo
"Politics and the
English
Language" (1946), señala el estrecho vínculo que liga la
decadencia lingüística con el caos político de nuestro tiempo y
que si es cierto que un pensamiento vago y deficiente corrompe
nuestro lenguaje, también lo es que la dejadez e imprecisión del
lenguaje acaba por corromper la capacidad de pensar con acuidad y
rigor. Critica el uso de las metáforas gastadas, de las frases
prefabricadas, del eufemismo político, de la pomposidad expresiva,
de las palabras y expresiones que nada significan. No es mucho lo que
se puede hacer contra esa decadencia, pero habrá de depender de las
opciones individuales: del compromiso de cada hablante o escritor por
utilizar el lenguaje como instrumento para la transmisión de la
verdad, de la forma más clara, concisa y precisa posible, y no para
ocultarla, a la manera en que el calamar usa su tinta.
De
lo dicho por Orwell se desprende que era preciso en su época -y lo
sigue siendo hoy en día, probablemente con mayor urgencia- la tarea
de desempolvar el lenguaje, limpiarlo de adherencias y suciedades,
para que resplandezca en su plenitud posible. Parece más que
necesaria una campaña de higiene lingüística, que podría comenzar
-y es una sugerencia- por leer con atención a los grandes autores
(el propio Orwell no deja de serlo en sus obras más conocidas:
Homenaje a Cataluña, Rebelión en la Granja y 1984).
En
mi época de estudiante solía cometer con frecuencia un lapsus
linguae.
La propuesta de Mallarmé sobre la tarea que incumbe a los poetas
("Donner un sens plus pur aux mots de la tribu") yo la
paladeaba interiormente formulándola así: "Donner un sens plus
précis aux mots de la tribu". La transformación resultaba
inadecuada aplicada a un escritor que defendió la sugerencia borrosa
como principio rector de su poética. Pero el inconsciente, como de
costumbre, hablaba a través de mi lapsus
y no decía nada banal. Tal vez debemos dejar a los poetas que se
ocupen de la pureza
de la lengua, pero la precisión
es una tarea de todos.
4-11-03
festividad de San Carlos Borromeo