miércoles, 20 de febrero de 2019

La higiene de las palabras (en relación con Orwell)



Precisamente en estos días, en que releo 1984, de George Orwell, con sumo interés (la novela no ha perdido un ápice de validez), me he encontrado con este texto que publiqué en la revista del Instituto Berenguer Dalmau hace tres lustros, y que no parece haber perdido actualidad precisamente. Lo rescato para el blog.


Me contaba recientemente una muy querida amiga cómo, tras su jornada laboral como docente universitaria, dedica algunas horas semanales a ayudar a jóvenes emigrantes en el repaso y profundización de su aprendizaje escolar. Al ponderarle yo lo mucho que apreciaba ese acto de caridad, me respondió que no se trataba de caridad sino de solidaridad. De inmediato salí yo en defensa del término caridad, la caritas cristiana (que procede a su vez del agape griego de las epístolas de San Pablo), una de las palabras y nociones que más valoro y que habitualmente se entiende mal, como tantas otras palabras. La culpa de ese malentendido se le puede achacar al lamentable uso que ha hecho del vocablo cierta tradición eclesiástica (que lo viene a equiparar a lástima, y que lo convierte en un ritual casi vacío y frecuentemente monetario), cuando el auténtico y original sentido del término es amor. Y qué si no un acto de amor, de entrega que es amor, era lo que estaba llevando a cabo mi amiga.
Recientemente también leí en un documento del centro una sigla que no entendía: AMPA. Cuando le pregunté por su significado a una compañera me explicó que es la actual denominación de la antigua APA, que ahora se lee como Asociación de Madres y Padres de Alumnos. Me quedé ligeramente aterrado con esa nueva sigla que no sólo conculca el principio de economía lingüística e ignora el valor genérico del masculino en castellano, sino que puede sugerir connotaciones indeseables a través de una desventurada homonimia. Cuando la puse en clase como ejemplo de ese terrible abuso del eufemismo lingüístico que se llama "lo políticamente correcto" (y que supone un salto atrás como de veinte siglos respecto a la propuesta paulina de primacía del espíritu sobre la letra), un alumno me sugirió que la nueva sigla debía ser AMPAA o AMPAyA: Asociación de Madres y Padres de Alumnos y Alumnas. Sobran comentarios ante la agudeza y mordacidad de la observación. Fue uno de esos días que nos consuela de la frecuentemente ingrata labor docente.
Estos dos ejemplos nos ilustran uno de los fenómenos más lamentables (y hay otros muchos) del tiempo que vivimos: lo que podríamos denominar la perversión del lenguaje. El que un programa televisivo de gran audiencia se llame perversa y provocadoramente "Gran Hermano", y todo el mundo parezca contento con él, sería otro ejemplo para añadir a la cuenta. No olvidemos que Gran Hermano es la traducción del Big Brother de Orwell: el siniestro símbolo del poder omnipresente y omnisciente del estado totalitario que George Orwell satirizó en su antiutopía 1984, quien tenía instalada una gran pantalla interactiva en las viviendas de sus súbditos, desde la cual controlaba y regía sus vidas. La pavorosa advertencia de Orwell cae en el olvido y las audiencias se sienten felices con la presencia en casa del Gran Hermano.
Precisamente Orwell fue un fustigador acérrimo de esa perversión del lenguaje (para él una de las mayores tragedias políticas del siglo XX) y un defensor infatigable de la moral de la prosa. En su célebre ensayo "Politics and the English Language" (1946), señala el estrecho vínculo que liga la decadencia lingüística con el caos político de nuestro tiempo y que si es cierto que un pensamiento vago y deficiente corrompe nuestro lenguaje, también lo es que la dejadez e imprecisión del lenguaje acaba por corromper la capacidad de pensar con acuidad y rigor. Critica el uso de las metáforas gastadas, de las frases prefabricadas, del eufemismo político, de la pomposidad expresiva, de las palabras y expresiones que nada significan. No es mucho lo que se puede hacer contra esa decadencia, pero habrá de depender de las opciones individuales: del compromiso de cada hablante o escritor por utilizar el lenguaje como instrumento para la transmisión de la verdad, de la forma más clara, concisa y precisa posible, y no para ocultarla, a la manera en que el calamar usa su tinta.
De lo dicho por Orwell se desprende que era preciso en su época -y lo sigue siendo hoy en día, probablemente con mayor urgencia- la tarea de desempolvar el lenguaje, limpiarlo de adherencias y suciedades, para que resplandezca en su plenitud posible. Parece más que necesaria una campaña de higiene lingüística, que podría comenzar -y es una sugerencia- por leer con atención a los grandes autores (el propio Orwell no deja de serlo en sus obras más conocidas: Homenaje a Cataluña, Rebelión en la Granja y 1984).
En mi época de estudiante solía cometer con frecuencia un lapsus linguae. La propuesta de Mallarmé sobre la tarea que incumbe a los poetas ("Donner un sens plus pur aux mots de la tribu") yo la paladeaba interiormente formulándola así: "Donner un sens plus précis aux mots de la tribu". La transformación resultaba inadecuada aplicada a un escritor que defendió la sugerencia borrosa como principio rector de su poética. Pero el inconsciente, como de costumbre, hablaba a través de mi lapsus y no decía nada banal. Tal vez debemos dejar a los poetas que se ocupen de la pureza de la lengua, pero la precisión es una tarea de todos.

4-11-03
festividad de San Carlos Borromeo

No hay comentarios: