El reciente pase televisivo de este magnífico filme me lleva a desempolvar este texto que escribí hace años para la revista del IES Berenguer Dalmau de Catarroja:
Así
comienza un hermosísimo romance de Góngora, en que una joven
lamenta la partida de su esposo para la guerra:
La
más bella niña
de
nuestro lugar,
hoy
viuda y sola
y
ayer por casar,
viendo
que sus ojos
a
la guerra van,
a
su madre dice
que
escucha su mal:
Dejadme
llorar
orillas
del mar.
De
varias maneras se pueden interpretar esos "ojos" del quinto
verso. Como que el esposo, objeto de deseo, se lleva tras de sí la
mirada de su amada; o más bien, como que la amada ha delegado en su
amado la facultad de ver, de entender, de situarse en el mundo. Por
eso, la pesadumbre de su soledad.
Esto
viene a propósito de una de las películas más sobresalientes de
esta temporada, la que arrasó en los premios Goya de este año: Te
doy mis ojos,
de Iciar Bollaín. Film excelente por muchos motivos. Entre otros por
tratar un asunto tan candente como los malos tratos domésticos
evitando cualquier asomo de maniqueísmo sin renunciar, por otra
parte, a cierta intención didáctica.
En
efecto, la película se articula en torno a dos huidas del hogar. Al
comienzo vemos cómo Pilar, el rostro desencajado, ahogada la
respiración, presa de un ataque de pánico, despierta a su hijo
pequeño, para abandonar el hogar y buscar refugio en casa de su
hermana Ana.
Huye
de la violencia de su marido, Antonio, de la que nos damos cuenta por
restos de comida pegados en la pared de la cocina, y por unos
documentos que descubre Ana de continuas visitas a urgencias
hospitalarias.
Ana
le conseguirá un trabajo a Pilar, de taquillera en la iglesia de
Santo Tomé de Toledo, y Antonio buscará ayuda psicológica para
vencer sus arrebatos de ira, al tiempo que reemprenderá un proceso
de seducción de su esposa, por medio de regalos principalmente
(flores, pendientes).
Así
las cosas, vuelven a verse y citarse clandestinamente. En uno de
estos encuentros, van a casa de Ana, sin nadie en ese momento. Allí,
desnudos en la cama, recuperan un juego amoroso habitual en ellos
(data de los inicios de su relación), que consiste en que Antonio le
va pidiendo partes de su cuerpo, y Pilar se las va entregando. Él le
pide sus brazos, sus piernas, sus dedos, su cuello, sus pechos, su
espalda… que ella le va concediendo, al tiempo que se van
excitando. Ya en plena unión sexual ella, sin que le sean pedidos,
le dice: "Te doy mis ojos, mi boca…".
Como
en el caso de la joven del romance, Pilar, ciega de deseo y amor,
entrega sus ojos a su amado: le entrega su capacidad de ver, de
entender… de ser, como más tarde descubrirá.
Vuelve
al hogar, al tiempo que progresa en su trabajo (sigue unos cursos que
le permitirán realizar visitas guiadas en los museos). Su esposo
sigue con su terapia y con sus regalos (ahora un libro de arte, donde
ella estudia su profesión futura). Pero las cosas no tardan en
torcerse. Un día que van al campo, para ayudar al hermano de Antonio
a construirse un chalet, el beneficiado se burla ocasionalmente de su
hermano. Cuando regresan en coche toda la frustración que éste
encierra se dispara en un ataque de ira. Enloquecido pega golpes al
vehículo, mientras su mujer e hijo lo observan con pavor.
Es
ahora el crecimiento personal de su mujer lo que comienza a amenazar
a Antonio, y hacia sus intereses y trabajo se dirigirán sus
reproches y descalificaciones. Hasta que un día en que Pilar tiene
que ir a Madrid a una entrevista laboral, los celos desbordan la
resistencia de Antonio y su inseguridad se trueca en agresión:
desnudará a su mujer, la humillará, la ridiculizará, destruirá el
libro que le regaló…
Cuando
Pilar va a la policía a realizar una denuncia que no se concreta,
manifestará: "Lo ha roto todo". El policía, perplejo, que
no ve aparentes daños externos, no acaba de comprender. Todavía
habrá un episodio violento más: Antonio chantajea a su mujer con
amenaza de suicidio, y de hecho incurre en un acto de autoagresión.
La
decisión está tomada. Pilar le deja el hijo a su hermana, y con dos
amigas, se dirige a su casa, donde, sin palabras y ante el estupor de
su marido, recoge sus cosas y se va. La segunda huida que cierra el
film.
Poco
antes le ha dicho a su hermana: "Tengo que verme. No sé quién
soy. Hace mucho tiempo que no me veo".
Y
es que si se entregan los ojos, uno deja de ver, pero también de
ser. Por eso, parece decirnos la película, los ojos nuestros son
intransferibles, y el juego a que se entregaban Pilar y Antonio no
sólo era engañoso (todo lo daba ella), sino tremendamente
peligroso.
Ha
pasado ya más de un siglo desde que Henrik Ibsen escribió su
fundacional Casa
de muñecas,
en que Nora Helmer, sintiéndose minusvalorada en su hogar, lo
abandona para intentar llegar a saber quién es. Golpes,
humillaciones y agresiones sin cuento ha tenido que sufrir nuestra
particular Nora para tomar la decisión de abandonar el hogar y salir
al encuentro de sí misma.