jueves, 21 de noviembre de 2024

Vidas de Chéjov

 

Leyendo últimamente a Iréne Némirovsky (mi gran descubrimiento de este año), su obra fundamental, Suite francesa, pero también otras novelas (El baile, Jezabel) y cuentos (Domingo, Nieve en otoño), al percibir el influjo chejoviano que había en algunos de sus relatos, y saber de su admiración por el maestro ruso, decidí leer también su biografía novelada, Vida de Chéjov. Mucho me gustó y me resultó clarificadora de las fuentes donde bebe su narrativa, pero también de sus ideas sobre el relato y su visión del mundo. Acto seguido (y pues que pienso releer en breve algunos cuentos del autor) me puse a releer la biografía que le dedicó Natalia Ginzburg, Antón Chéjov. Dos escritoras muy buenas ambas, y dignas de ser amadas. Pero, por mucho que ame a la italiana, la diferencia entre las dos obras es notable. Si bien en el manejo de datos y referencias sobre la vida y trayectoria del cuentista coinciden mucho (imagino que porque comparten las mismas fuentes) la biografía novelada de Némirovsky me parece mucho más lograda que el apenas esbozo, casi escolar, de Ginzburg. La rusa penetra más profundamente en el contexto vital y familiar, y recrea el mundo del autor tratado de forma más plena. Lo que añade Ginzburg (aparte de pequeñas diferencias: Iréne presta mayor atención a los amores de Chéjov, mientras que Natalia trata algo más sus amistades con escritores) es un breve comentario sobre los cuentos y dramas del autor. Pero estos comentarios consisten, regularmente, en brevísimos resúmenes horros de cualquier aportación mínimamente crítica, con lo cual apenas nos sirven más que para saber de qué van esas obras.

De manera que si tuviera que elegir una de las obras para recomendar como introducción a la vida y obra del autor, no lo dudaría un instante. Me inclinaría por la rusa Irène, mi gran descubrimiento de este año.

 

martes, 12 de noviembre de 2024

Pedro Salinas: el ámbito de la lectura (recuerdos personales)

 

Leyendo uno de los ensayos del El defensor, de Pedro Salinas (acabo de regalar una copia del libro y quiero refrescarlo) me encuentro con un pasaje luminoso (como que pertenece a un fragmento intitulado La luz) que me trae algunos recuerdos personales. Salinas reflexiona sobre muchos aspectos de la lectura y ahora se detiene a considerar los espacios en que se lleva a cabo para llegar a lo que considera el ámbito de lectura idóneo. Lo que él comenta me lleva al recuerdo y al pasado. Me pongo a reflexionar yo mismo sobre mis diversos ámbitos de lectura a lo largo de mi vida y encuentro lo siguiente: por más que he frecuentado bibliotecas no son para mí un ámbito de lectura adecuado. La primera vez que entré en la biblioteca histórica de la universidad de Valencia (la de la calle de la Nave) y se me entregó el libro solicitado estuve como diez minutos sin poder leer una línea: tanta era la gravitación de polvo, pasado y saber que me embargaba. En otros recintos (en la de la Universidad Simón Bolívar de Caracas o en la de la Universidad de Edimburgo, por ejemplo) siempre la cantidad conspira contra la lectura: me pongo a hojear todo lo que podría leer y no leo apenas nada. Me sirven para sacar libros y llevarlos a mi espacio personal.

Pero ese espacio personal casi siempre ha sido conflictivo. En casa de mis padres, cuando estudiaba la carrera, solía leer en mi habitación sobre la cama, como actualmente, pues que mi hijo ocupa la sala con los dibujos animados de la tele (nunca he sido entusiasta de la lectura en el lecho). En otras viviendas he podido leer en sofás, más o menos cómodamente, incluso con un gato entre mis brazos. Pero el mejor lugar que recuerdo fue, durante poco más de un año, en el primer apartamento alquilado que tuve. Allí tenía un sillón circular situado debajo de la ventana, con una lámpara a su lado. De manera que durante el día, con luz natural, o de noche, con artificial, podía entregarme a la lectura en plenitud. Circunstancias de la vida han impedido que vuelva a tener un espacio tan privilegiado; por eso hoy al leer a Salinas lo he recordado con deleite y me he puesto a escribir estas líneas.

 Dejo el texto de Salinas para el final, como un buen postre para saborear a conciencia.




 

Hay un momento de sin igual godeo para muchos de nosotros. Es cuando el cuerpo se asienta a placer, acogido sin impertinentes apretujos, holgadamente, por unos brazos de sillón, y una simple presión del dedo despierta el milagro preciso de la luz de su invisible sueño cristalino, para que a su calor florezca, o se abra, esa flor -centenares de pétalos- la imperecedera, el libro. Cuando se ve al lector inscrito, en ese cono de luz que la pantalla determina, siempre se me aparece, allí ante los ojos, con evidencia innegable, el ámbito de la lectura: ahora ha cobrado forma material para los ojos, porque es un espacio visual, un área perfectamente definida del resto del cuarto en sombra. Esa otra parte de la habitación vale ahora por el espacio general, indiferenciado; pero el recinto de la lectura queda señalado, con precisos términos, consagrado de claridad, designado para la actividad exquisita que va a empezar, escenario intangible en el cual se iniciará dentro de un instante el gran concierto de las acordadas palabras, el que ejecuta, la eterna "musicienne du silence".

 

¿Quién va a negar ahora, si lo tiene delante, la existencia de ese ámbito del lector? Se dirá que la lectura puede hacerse lo mismo sin él. ¿Pero no significa nada que el lector que nos figuramos, al disponerse a la lectura, apaga, de cien veces noventa y cinco, la luz de techo, la que iluminaría la habitación entera? Como hay gente para todo, bromistas y serios, uno de estos últimos, con la mayor seriedad, claro, me explicaría ese acto como legítimo deseo de ahorrarse fluido y dineros. Pero yo lo veo como una retirada, aun dentro de la intimidad de la casa del lector, a una zona más íntima, como un acto de recogimiento, simbólicamente expresado en ir a encerrarse, por decirlo así, en su luz. Y, parejamente, si nos imaginamos que llega un visitante no esperado, y el lector se apresura a devolver al cuarto entero su luz total, ¿es que no se nos hará como que sale, de donde estaba, mundo del libro, orbe de la lectura, para regresar al espacio de todos y la vida común?

 

Porque esa luz, es creadora, asimismo de soledad. Alumbra sólo a uno, y en ella, puede recibir, por lo soledoso, el enamorado lector, a la esperada, amada lectura que le ha aguardado, hasta que vino a despertarle, como una bella durmiente, tendida en su lecho de apretados renglones.

 

(Pedro Salinas: “Defensa de la lectura”, en El defensor)

viernes, 8 de noviembre de 2024

La Dana en Valencia

 

Cuando de estudiante leía “Aurora”, de Federico García Lorca, en Poeta en Nueva York, todo discurría en mi entendimiento por cauces normales hasta que llegaba a los dos últimos versos:

 

Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre.

 

Se me resistía la imagen final, hasta que un buen día vi claramente que el dichoso naufragio que yo no conseguía encajar no era sino una alusión al título del poema y a toda la referencia temporal de él (tan duro de entendederas puedo ser a veces leyendo poesía). El naufragio de sangre no era sino una visión dolorosa del amanecer, esa aurora de que trata el poema. Pero, al margen de la posible explicación racional de la imagen, era más fuerte quizá la sensación de malestar, desconcierto y angustia que producía y que, por tanto, funcionaba perfectamente como cierre del poema.

 

Cuento esto porque esos dos versos son los que más me vienen a la cabeza estos días en que varias localidades de Valencia están sumidas entre el fango, la destrucción y la muerte. Valencia ciudad se salvó del desastre, gracias al cauce nuevo del río Turia, pero esos pueblos están muy próximos, y nos tocan muy de cerca a los que vivimos en la capital. Por eso la sensación que se tiene en la ciudad, por donde se ven circular enormes olas de solidaridad, es de mucha tristeza, y lo que con frecuencia me viene cuando pongo el pie en la calle es que

 

Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre.