Si tuviera que recomendar un libro así, sin
preparación, de forma inopinada, para un lector general, tengo claro que
elegiría Ébano, de Ryszard Kapuscinski. El Quijote, obviamente, sería la primera obra que me vendría a la cabeza. Pero el
Quijote no se puede recomendar de
manera indiscriminada. Su posible lector ha de no amedrentarse ante el
castellano del siglo de Oro, tener unas nociones históricas, pero sobre todo
literarias (de géneros, estilos, retórica…) más que medianas para poder
disfrutar con garantías de nuestro gran clásico. Pero en el caso de la obra del
reportero polaco creo que con saber donde están situados, en el mapamundi,
tanto el país llamado Polonia, como el continente africano, bastaría.
Transcribo hoy un pasaje muy impresionante de su libro en la soberbia
traducción de Agata Orzeszek:
Viajando en Land Rover con un compañero, Leo, por las
llanuras del Serengeti, un tanto extraviados y desfallecientes por el cansancio
y el calor, se encuentran unas cabañas abandonadas y deciden descansar en ellas:
No sé cómo, acabé tumbado en
un camastro. Apenas me sentía vivo. El sol zumbaba en mi cabeza. Encendí un
cigarrillo para vencer el sueño. No me gustó su sabor. Quería apagarlo y cuando
mecánicamente seguí con mi mano la vista de mi mano dirigiéndose hacia el
suelo, vi que estaba a punto de apagarlo en la cabeza de una serpiente que se
había aposentado debajo del camastro.
Me quedé helado. Petrificado
hasta tal punto que, en lugar de retirar a toda prisa la mano con el cigarrillo
humeante, la seguía sosteniendo sobre la cabeza del bicho. Al final, me di
cuenta de la situación: un mortífero reptil me había hecho su prisionero. Tenía
presente una cosa: ni un solo movimiento, ni el más leve. Podía saltar y
pegarme un mordisco. Era una cobra egipcia, de color gris y amarillo, y
aparecía perfectamente enroscada sobre el suelo de arcilla. Su veneno no tarda
en causar la muerte, y en nuestra situación –sin medicinas y en un lugar que
podía hallarse a un día de camino del hospital más próximo- esa muerte habría
sido inevitable. A lo mejor en aquel momento la cobra se encontraba en un
estado cataléptico (dicen que el estado de insensibilidad y letargo es típico
de estos reptiles), pues no se movía ni un ápice. “¡Dios santo!, ¿qué hacer?,
pensé febrilmente, ya del todo consciente.
-Leo –susurré lo más alto
posible-, Leo, ¡una serpiente!
Leo estaba en el coche, en
aquel momento sacaba el equipaje. Nos quedamos mudos, sin saber qué hacer, y no
había tiempo que perder: no ignorábamos que la cobra, cuando se despierta de su
catalepsia, enseguida se lanza al ataque. Puesto que no llevábamos ninguna
arma, ni siquiera un machete, nada, decidimos que Leo bajaría del coche un
bidón con gasolina y que con él intentaríamos aplastar la cobra. Era una idea
arriesgada pero, sorprendidos por una situación tan inesperada, no se nos
ocurrió nada mejor. Algo teníamos que hacer. El no actuar por nuestra parte
habría dado la iniciativa a la cobra.
Nuestros bidones, procedentes
del desmantelamiento inglés, eran grandes y estaban provistos de unos bordes
poderosos y afilados. Leo, que era un hombre muy fuerte, cogió unos de ellos y,
en silencio, empezó a caminar hacia la casa. La cobra no reaccionó; seguía
inmóvil. Leo, sosteniendo el bidón por las asas, lo levantó y pareció quedarse
a la expectativa. Mientras permanecía en aquella actitud de espera, hacía
cálculos, tomaba medidas y fijaba el objetivo. Yo, tenso y preparado, seguía en
el camastro sin mover un solo músculo. De repente, en una fracción de segundo,
Leo se lanzó con todo su peso, y el del bidón, sobre la serpiente. Yo, a mi
vez, en ese mismo instante, me tiré sobre el cuerpo de mi compañero. Eran unos
segundos en que se decidía nuestra vida; lo sabíamos. Aunque en realidad
pensamos en ello más tarde, pues en el momento en que el bidón, Leo y yo nos
abalanzamos sobre la serpiente, el interior de la choza se convirtió en un
infierno.
Nunca hubiera pensado que un
animal pudiera poseer tanta fuerza. Una fuerza terrible, monstruosa y cósmica.
Había creído que el borde del bidón cortaría el cuerpo del reptil sin ninguna
dificultad, pero ¡qué va! No tardé en darme cuenta de que teníamos debajo de
nosotros no una serpiente sino un muelle de acero que temblaba y vibraba, y que
no había manera de doblar ni de romper. Enfurecida, la cobra pegaba unos golpes
tan violentos contra el suelo que, al llenarse de polvo, la choza se volvió
oscura. Agitaba la cola con tanta energía y fuerza que el suelo de barro se
desmigajaba y los añicos, que volaban por los aires en todas direcciones, nos
cegaban con densas nubes de polvo. En un momento pensé, aterrorizado, que no
podríamos con ella, que se nos escabulliría y que, adolorida, herida y furiosa,
empezaría a mordernos. Aplasté con más fuerza a mi compañero. Éste, con el
pecho pegado al bidón y sin poder respirar, sólo emitía suaves gemidos.
Finalmente –aunque la cosa
duró un rato muy largo: toda una eternidad-, los golpes de cobra empezaron a
perder su ímpetu, vigor y frecuencia. “Mira”, dijo Leo, “sangre”. En efecto,
por una grieta del suelo, que ahora recordaba un recipiente de barro roto, se
deslizaba despacio un reguero de sangre. La cobra estaba cada vez más débil,
como más débiles se habían vuelto las sacudidas del bidón que no dejamos de
percibir ni por un momento y con los que ella nos hacía saber de su dolor y
odio, unas sacudidas que nos tenían sumidos en constante estado de pavor y
pánico. Pero entonces, cuando todo hubo terminado, cuando Leo y yo nos pusimos
de pie y el polvo de la choza había
empezado a bajar y se volvía cada vez más ralo, cuando miré hacia aquel reguero
de sangre que desaparecía de prisa absorbido por el barro, en lugar de
satisfacción y alegría sentí que me invadía una sensación de vacío, más aún, de
tristeza, por aquel corazón que yacía en el mismo fondo del infierno, ese infierno
que por una extraña serie de casualidades habíamos compartidos todos hacía tan
sólo unos instantes, porque aquel corazón había dejado de latir.
(“El corazón de una cobra”,
págs. 54-56, de Ébano, ed. Anagrama,
2000)
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