Explicándole a mi hijo un día
la diferencia entre la esquizofrenia y la paranoia, le dije que yo, sin ser
paranoico, tenía un punto paranoico. Me pidió un ejemplo, y le puse el que más
fácil me viene a mano. Cuando subo a un autobús y me siento, dejando un puesto
libre a mi lado (es verdad que, desde un día en que me intentaron atracar en el
bus, ocupo siempre el que da al pasillo), me genera cierta ansiedad ver cómo
las personas que suben suelen evitar el asiento libre a mi lado y buscan otro o
se quedan de pie. Esa ansiedad o malestar que me genera tan nimio asunto es
indicio de esa tendencia mía, un punto paranoica, a buscar sentidos donde tal
vez no los haya.
Pues bien, hoy recurriendo a
este rasgo o tendencia mía, voy a intentar aplicarlo a la interpretación de un aspecto de un
libro de Roland Barthes: La cámara lúcida
(1980). Sabemos que en ese libro, poco académico, escrito después de la
muerte de su madre y poco antes de la suya propia, al margen de la distinción
que propone, al considerar la imagen fotográfica, entre studium y punctum, o sea,
entre lo intencionado, reglado y pretendido en la imagen, y lo que escapa a
toda lógica y nos punza, hechizando nuestra mirada, Barthes dedica la segunda
parte del libro a comentar una fotografía de su madre niña que, confiesa, no
quiere mostrar en el libro. Es la que denomina Foto del Invernadero, y que
describe así.
“La fotografía era muy
antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en
ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño puente de
madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco
años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la
balaustrada del puente sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos,
más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había
dicho: “Avanza un poco, que se te vea”; había juntado las manos, la una cogía
la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto
torpe.” (p. 122)
“Observé a la niña y
reencontré por fin a mi madre.”, dice Barthes. Lo que esa foto le trae de su
madre es esencialmente “una inocencia
soberana”, “la afirmación de una dulzura”, en definitiva (y también es palabra
suya), la BONDAD de su madre. Dedica bastantes páginas a comentar el efecto que
en él produjo esta imagen, el hechizo que siente ante ella, cómo le trae la
esencia de su madre (cosa que tan difícilmente consiguen hacer las fotografías).
Y también comenta poco
después en un aparte (un paréntesis): “(No puedo mostrar la Foto del
Invernadero. Esa Foto existe para mí solo. Para vosotros sólo sería una foto
indistinta, una de las mil manifestaciones de lo “cualquiera” […] no abriría en
vosotros herida alguna.)” (p. 130-131)
Pero es el caso que en la
página 179 del libro aparece otra fotografía “Foto privada: colección del autor” (la única de esta condición en la obra),
que subtitula El origen y que
reproduzco (tomada del libro con mi cámara, no la he encontrado en el
ciberespacio):
Luego sabemos que esa niña
que aparece en la foto, junto a un niño (su hermano mayor) y el señor
victorhuguesco, es su madre. Pero es que multitud de detalles de esta
fotografía con abuelo coinciden con la descripción que hizo de la Foto del
Invernadero. Vuelvo a copiar el pasaje y subrayo las coincidencias.
“La fotografía era muy
antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en
ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño
puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía
entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba
su espalda contra la balaustrada del puente sobre la cual había
extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente;
se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: “Avanza un poco, que
se te vea”; había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal
como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe.”
A mí no me cabe duda de que
en su intento de “enunciar la interioridad sin revelar la intimidad” (p. 170),
Barthes, pudoroso y coqueto a la vez, ha mostrado la intimidad a través de un
subterfugio: ha sustituido a su abuelo, en la descripción, por un puente de
madera, se ha inventado un paisaje de fondo (el Invernadero acristalado), pero
en realidad la foto de la que con tanta devoción y afecto nos habla es ésta que
estamos observando.
Esto que ahora escribo es lo
que sentí cuando leí el libro por primera vez en 1982 (Vicente Sánchez Biosca
es testigo), y que sólo hoy (qué misteriosos son todos los hechos de nuestra
vida) he puesto negro sobre blanco. Y, dialogando con Roland Barthes, le diría
que sentí esto y tuve la intuición de lo que ahora desarrollo porque esa imagen
en mí sí abrió una herida. En ella podía contemplar –por parecido- toda la
dulzura, inocencia y bondad de mi madre (entonces viva, ya no).
En fin, cierto grado de
paranoia no es malo para la hermenéutica (si no que se lo pregunten al Dalí de El mito trágico del Ángelus de Millet).
Espero que alguien comparta esta mi interpretación y no me proponga el ingreso
en un sanatorio mental.
N.B. Del libro de Barthes manejo la edición de Gustavo Gili, 1982.
P.S. Releyendo el ensayo de Salinas sobre la carta misiva y la correspondencia epistolar me topo con la siguiente cita: "La coquetería, según Simmel, expresa un dualismo, combina abandono y reserva, da y niega". Ello me hace pensar que acerté con el título de este post.
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