El viajero que, desde la meseta, se dirige al interior de Cantabria, tras abandonar el Páramo de la Masa y emprender el exigente descenso del puerto de La Mazorra, avista desde las alturas el pueblo de Valdenoceda, situado en un valle cautivador, en el que destaca una soberbia torre exenta.
Siempre que me ocurrió
descender ese puerto (y ha sido muchas veces en mi vida, a Dios gracias) sentía
una extraña sensación anímica: por una parte, la belleza del panorama, con la
torre y la población al fondo; por otra,
la fuerza totémica de esa maravillosa torre. Pero con ser mucha la belleza y el
poder de atracción de todo ello, no bastaba a explicar el sobrecogimiento y
congoja que me poseía mientras bajaba, y que no se me pasaba hasta que, pasado
el pueblo, me topaba con el río Ebro en una estrecha garganta. Entonces acudían
otro tipo de emociones, acompañadas por el poderoso vuelo de las águilas y la
atención al tomar las curvas.
Años después supe que en tan
hermoso paraje había existido una prisión, adonde, tras la guerra civil, se
llevó a muchos presos republicanos, bastantes de los cuales allí dejaron sus
vidas. Pensé entonces que era el dolor y sufrimiento acumulado en ese espacio
lo que me generaba esa extraña sensación de deslumbramiento y congoja que me
poseía siempre al pasar por allí. Más tarde aún supe que en esa prisión estuvo
recluido Juan Antonio Gaya Nuño, uno de los más notables historiadores y críticos
de arte que en nuestro país ha habido.