El viajero que, desde la meseta, se dirige al interior de Cantabria, tras abandonar el Páramo de la Masa y emprender el exigente descenso del puerto de La Mazorra, avista desde las alturas el pueblo de Valdenoceda, situado en un valle cautivador, en el que destaca una soberbia torre exenta.
Siempre que me ocurrió
descender ese puerto (y ha sido muchas veces en mi vida, a Dios gracias) sentía
una extraña sensación anímica: por una parte, la belleza del panorama, con la
torre y la población al fondo; por otra,
la fuerza totémica de esa maravillosa torre. Pero con ser mucha la belleza y el
poder de atracción de todo ello, no bastaba a explicar el sobrecogimiento y
congoja que me poseía mientras bajaba, y que no se me pasaba hasta que, pasado
el pueblo, me topaba con el río Ebro en una estrecha garganta. Entonces acudían
otro tipo de emociones, acompañadas por el poderoso vuelo de las águilas y la
atención al tomar las curvas.
Años después supe que en tan
hermoso paraje había existido una prisión, adonde, tras la guerra civil, se
llevó a muchos presos republicanos, bastantes de los cuales allí dejaron sus
vidas. Pensé entonces que era el dolor y sufrimiento acumulado en ese espacio
lo que me generaba esa extraña sensación de deslumbramiento y congoja que me
poseía siempre al pasar por allí. Más tarde aún supe que en esa prisión estuvo
recluido Juan Antonio Gaya Nuño, uno de los más notables historiadores y críticos
de arte que en nuestro país ha habido.
Todo se concitaba para hacer
de ese espacio algo único: la belleza del panorama, el tótem de la torre, el
dolor de los reclusos y el espíritu impar de uno de ellos.
Hoy vuelvo a traer al blog un
texto de Gaya Nuño, una reflexión sobre los bodegones de Zurbarán, tomada de su
introducción a La obra pictórica completa
de Zurbarán (Noguer Rizzoli Editores, 1976):
“Vengamos ahora al encuentro
de otro amor, el dedicado a las cosas. Años hace desde que empecé a hablar de
naturalezas vivas en oposición a la expresión tradicional y equivocada de
naturalezas muertas con que se pretendía hacer más elegante un término mandado
retirar, el de “bodegón”. Término que con todo su innegable casticismo conlleva
demasiado aroma a cocina y que queda prohibido en cualquier utilización de cara
a Zurbarán. Se podrían aceptar las palabras inglesa y alemana que aluden a una
inercia de las cosas, pero la aceptación sería equívoca. Los objetos de
Zurbarán no están inertes, ni mucho menos muertos. Viven su vida y nos
comunican su magia.
Son pocos sus cuadros de
semejante estirpe, pero trascendentales. Uno es el que se conocía comúnmente
como el de Contini-Bonacossi, aunque recientemente haya pasado a ser propiedad
de una colección de Los Ángeles. Si lo describimos como presentando un plato de
metal conteniendo limones, un cestillo del que rebosan naranjas y otro plato
con una taza de chocolate y una rosa, no hacemos nada sino describir algo
indescriptible y minimizar lo que, pese a sus reducidas dimensiones -0,60 por
1,07 m.-, es pintura absolutamente gloriosa. De una frescura conceptiva, de una
luz interior, de una magnificencia recogida en sí misma que sorprenden y
enamoran. El Zurbarán católico, el Zurbarán pintor de la Contrarreforma se nos
muestra aquí panteísta, al conceder semejante entidad propia a unos frutos muy
comunes, a una taza y una rosa. Si él supo de la prodigiosa condición solemne
de las cosas, ¿cómo no habríamos de entenderla nosotros? ¿Ni cómo habría dejado
Cézanne de participar de este disfrute de semejante toma de contacto con la
realidad tan próximo a él?
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