Recuerdo,
hace años, que al decir en el aula las notas que habían obtenido
mis alumnos en un examen, el representante de los estudiantes suecos
que en ese momento asistían invitados a la clase me dijo que en su
país eso no se podía hacer, que era impensable, pues era ofensivo
para los que sacaban menos nota. Poco después vivía yo en carne
propia esa norma igualitaria políticamente correcta. En estos
días pasados me llega la noticia -no sé si verdadera, no la tengo
contrastada- de que la Federación valenciana de fútbol, en las
competiciones infantiles, no va a dar los resultados numéricos, sino
sólo Ganado, Empatado, Perdido, y tampoco va a reproducir el nombre
de los goleadores, titulares, etc. por no ofender a los que juegan
menos minutos y marcan menos goles o no marcan. Me da la sensación
de que a este paso, por orden gubernamental, algún día nos
volveremos todos tontos.
De
ello me consuela la valentía de una escritora como Sara Mesa que, en
un cuento como “Apenas unos milímetros” echa por tierra,
literariamente, brillantemente, implacablemente, toda la tontería
administrativa.
La
profesora de Biología, que narra la historia, nos cuenta cómo se
atiende un caso especial de alumno (de 15 años), que padece una
parálisis que le impide mover ninguna parte de su cuerpo, apenas la
ceja unos milímetros, como indica el título. El problema más serio
se plantea cuando se va a llevar a cabo una clase de educación
sexual, con algunos ejemplos prácticos de cómo colocar el condón
(preservativo lo llaman los representantes académicos) en un pene de
plástico. La profesora de Biología piensa, con toda razón a mi
entender, que esta actividad se le podría ahorrar al alumno
discapacitado. Máxime cuando implica una logística complejísima y
costosísima de ambulancia, varios enfermeros, dos horas gastadas en
traslados, etc. Pero el Director del centro, tutora y otros
profesores se oponen, porque eso sería discriminar al muchacho y no
respetaría la norma igualitaria. La profesora da la razón de que el
chico nunca podrá tener la menor vida sexual compartida, pero no es
escuchada.
El
caso es que finalmente el muchacho asiste presencialmente a la charla
que da una “Sexóloga, psicóloga o lo que sea” y, como no podía
dejar de ocurrir, se produce el desbarajuste. Comienza con miradas,
codazos, risitas… hasta que en un momento dado la leona de la clase
(esa alumna, que todos hemos tenido, a la que le falta disciplina,
concentración, probablemente capacidad, pero le sobra desparpajo e
insolencia) pone el dedo en la llaga, haciendo ver el absurdo que
consiste en hacer participar en la clase a esa persona que jamás va
a tener relaciones sexuales con nadie (ella es ya experta en la
materia). La “Sexóloga, psicóloga o lo que sea” le afea su
conducta primero con delicadeza, corrección y mucha mano izquierda,
pero finalmente el conflicto es irremediable. El chico de la leona,
el león de la clase, la apoya en sus argumentos, y al final los dos
son expulsados.
A
mí, que amo la tradición en literatura, lo que me maravilla del
cuento es la manera en que Sara Mesa pone al día ese cuento tan
antiguo del imaginario traje nuevo del poderoso (que a su manera
versionaron don Juan Manuel, Cervantes y H. C. Andersen), que nadie
ve, pero que todos dicen ver, y que sólo los más débiles y
desprejuiciados (el negro palafrenero del rey, en don Juan Manuel; el
cabo furrier en el retablo de las maravillas cervantino; un niño en
el cuento de Andersen; y los alumnos más trastos de la clase
-problemáticos, en la jerga didascálica- en la versión de
nuestra Sara) se atreven a desvelar su inexistencia y la falsedad y
mentira en que muy frecuentemente estamos todos atrapados.