Disfruté mucho, hace años, leyendo el librito de Carlos García Gual dedicado a la fábula de la zorra y el cuervo. Allí recogía diez versiones del relato: desde Esopo y Fedro, a La Fontaine, Samaniego y algunos modernos, pasando por don Juan Manuel y Juan Ruiz, Arcipreste de Hita. Lo que no me esperaba yo es que, leyendo los artículos de Ramón Pérez de Ayala sobre Fábulas y ciudades, me iba a encontrar con otra versión, que no conocía, que practica la amplificatio y presenta algunas novedades, que insertó el romano Apuleyo en un libro suyo misceláneo titulado Florida. Versión que, por otra parte, no se encuentra en el ciberespacio. Así que he decidido teclearla en traducción del asturiano, junto con un breve comentario suyo.
“La vulpeja y el cuervo vieron a la vez un pedazo de carne. Ambos se apresuraron, por apoderarse de él, con celo parejo y velocidad impar; la vulpeja, a la carrera, el cuervo al vuelo. Por lo tanto, el pájaro iba delante de la bestia; y a favor de un viento de cola, deslizándose con las dos alas extendidas, se anticipa; luego, no menos jubiloso con el botín que con el triunfo, se remonta raudo y va a posarse a seguro sobre el vértice sumo de una encina próxima. La vulpeja decidió conseguir, mediante labia dolosa, aquello mismo en que las piernas no le habían servido de nada. Se llegó al pie de la encina, donde se sentó; y al contemplar allá arriba al depredador, hinchado como un general romano que recibe la ovación, principió a adularle astutamente. “Yo bien sabía -dijo- que era disparatado empeño competir contigo, oh, pájaro apolíneo, cuyo cuerpo está tan armoniosamente proporcionado que no peca de pequeñez ni se excede por grande en demasía, sino que alcanza y consume aquella justa medianía que conviene a la eficacia y lleva consigo hermosura. Pulido de plumaje, aguzado de pico, robusto de pecho. Perspicaz, por tus ojos, pertinaz, por tus uñas. Pues, ¿qué diré del color? Puesto que sólo dos colores sacan ventaja al resto, el negro y el blanco, con que entre sí difieren la noche y el día. Apolo hizo don gracioso de cada uno de ellos a sus dos pájaros dilectos: el blanco, al cisne, y el negro, al cuervo. ¡Pluguiera al dios que, así como dotó al cisne con canora facultad, te hubiese distribuido a ti también una voz melodiosa! Y no que tan preciosa ave, cual eres tú, que descuella sobre todas las criaturas que pertenecen a la aviación, ha de vivir muda, sin lengua y viuda de una voz adecuada, que haga las delicias del dios. Cuando el cuervo oyó esto, y que no le faltaba sino cantar para conseguir superioridad absoluta, al punto se propone lanzar un grito musical, a fin de no quedar por debajo del cisne ni siquiera en esa habilidad; de suerte que se olvida del pedazo de carne, que retenía en un mordisco, y abre la boca, con dilatado rictus; por donde, lo que ganó al vuelo lo perdió en un grito; al paso que la vulpeja lo perdido corriendo lo recobró sin moverse del sitio, y nada más que con astucia. Condensemos ahora la fábula anterior en breves términos: el cuervo, por demostrar ser un gran tenor, creído, según la persuadió la zorra, de que aquello era el complemento de su rara belleza corporal, quiso cantar y no logró sino graznar; y además la presa que llevaba en la boca fue a caer a la boca de su inductora.”
Pérez de Ayala hace un breve comentario: “La fábula de Apuleyo es más prolija y detallada que la de Fedro. Desde luego el detalle del trozo de carne es más verosímil, ya que la vulpeja y el cuervo son carnívoros. Es problemático que ninguno de esos dos bichos silvestres supiese lo que es un queso, ni que de tal modo les excitase la gula ese producto doméstico de la industria lechera. Son evidentes, además, en esta fábula, los aciertos expresivos y la graciosa versatilidad de matices, en lenguaje irónico.” (p. 32-33)
Lo que a mí particularmente me gusta de esta versión es la competición (tierra / aire; cisne / cuervo) y lo que se gana y lo que se pierde (velocidad / ingenio), aparte del detalle de la carne, tal como observa el traductor.
N.B. Hay una maravillosa estatua de La Fontaine, junto con sus dos criaturas contendientes, en un parque de París (en el jardín Ranelagh, cerca del museo Marmottan, donde están los Nenúfares de Monet) que, si yo estuviera esta noche allí viendo la final de la Champions entre el Madrid y el Liverpool, no dejaría de visitar a la mañana siguiente (las dos cosas: la estatua y los cuadros). No la reproduzco para que no me salga la palabreja Alamy sesenta veces sobreimpresionada, pero os invito a que la busquéis en Internet.
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