Mi primer encuentro con Stefan Zweig tuvo que vencer prejuicios y fue bastante indirecto. Cuando yo empecé a leer, tardíamente, en la adolescencia, y cosas exigentes y de considerable calibre (Kafka, Camus, Ionesco, Beckett), Stefan Zweig figuraba en colecciones populares de Plaza y Janés, lo que hacía de él un escritor poco menos que obviable. Los Momentos estelares de la humanidad se podían ver en cualquier biblioteca, cosa que convertía al inocente volumen en sospechoso de facilidad o trivialidad. Estos eran los prejuicios. Accedí a él indirectamente, pues fue el cine quien me puso en su camino. Me deslumbró Carta de una desconocida, de Max Ophüls, con esa magnífica Joan Fontaine que pasaba de interpretar una niña a una señora -en la misma cinta- con una naturalidad pasmosa. La película me condujo al relato que, si no menos bello, resulta más amargo. Acababa de descubrir a un gran escritor. Luego las páginas del momento estelar dedicado a la gran creación de Händel, El Mesías, me confirmaron cuán errados eran mis prejuicios de juventud. He leído con posterioridad otras novelas, ensayos, biografías y nunca me ha decepcionado. Es un escritor que se esmera en ser claro y sencillo, enormemente legible, pero que no es nunca banal y siempre se muestra como gran artista. Ahora releo sus estupendas memorias, El Mundo de Ayer, y hay una parte de ellas que especialmente me hechiza: cuando, recordando sus años escolares en el Gymnasium (nuestro Instituto), lleva a cabo una crítica acerba contra el sistema educativo del momento (la Austria de finales del XIX), sus métodos, programas y rigor disciplinario, y la mediocridad de los profesores (de los que no recuerda un solo nombre). Ahora bien, todo eso se compensa por el entusiasmo cultural y artístico de sus condiscípulos, y el descubrimiento generacional de las novedades en ese terreno. Las páginas que les dedica en sus memorias son sabrosísimas. Traigo como muestra un pequeño fragmento que recoge perfectamente ese espíritu al que hace referencia:
“A la chita callando se produjo un fenómeno muy curioso: unos muchachos, nosotros, que habíamos ingresado en el gymnasium a la edad de diez años ya lo superábamos intelectualmente en los primeros cuatro de los ocho cursos. La escuela nos había dejado claro que en ella no aprenderíamos nada esencial y que de muchas materias que nos interesaban sabíamos incluso más que nuestros pobres maestros, los cuales, desde su época de estudiantes, no habían vuelto a abrir un libro movidos por un interés propio. También había otra contradicción que se hacía cada vez más evidente: en los bancos, donde en realidad permanecíamos sentados tan sólo «con los pantalones y gracias», no oíamos nada nuevo ni nada que se nos antojase digno de saber, mientras que fuera palpitaba una ciudad llena de incentivos sugerentes, una ciudad con teatros, museos, librerías, universidad, música y que cada día proporcionaba nuevas sorpresas. De esta manera, nuestro afán de aprender, que estaba estancado, nuestra curiosidad intelectual, artística y de ocio, que en la escuela no encontraba alimento alguno, nos lanzó a una búsqueda apasionada de todo aquello que se producía muros afuera. Al principio fuimos tan sólo dos o tres los que descubrimos en nuestro fuero interno esos intereses artísticos, literarios y musicales, pero después fuimos una docena y, al final, casi todos.”
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