Ocurrió
el jueves pasado, en la platea del teatro Talía, de Valencia, donde
se representaba
la
extraordinaria
Copenhague
con un duelo interpretativo de altísimo
nivel a
cargo de dos glorias vivas del teatro español: Emilio Gutiérrez
Caba y Carlos Hipólito.
Cuando
faltaban unos 20 minutos para el final de la obra se pudo oír un
móvil en que una voz de niño decía “iaia”, etc. El resto no se
escuchaba claramente, pero era solamente alboroto y confusión. Los
de las filas aledañas le afeamos el incidente a la señora “iaia”
(abuela en valenciano). Y todo pareció volver a la normalidad. Pero
lo que volvió al cabo de varios minutos fue la vocecita “iaia” y
el alboroto consiguiente. La indignación contra la señora que no
había apagado su móvil crecía. Pero no iba a terminar ahí. En
medio del último parlamento largo de Heisenberg (Carlos Hipólito),
en el momento climático de la obra, volvió a irrumpir la voz del
simpático nietecito “iaia” y todo lo demás. El público
entonces, ya del todo indignado, ante su estúpida excusa de “no sé
cómo se apaga”, instó a la señora a que abandonara la sala,
mientras los actores, en silencio, esperaban que terminara el
incidente. La señora salió y la obra terminó con un final de una
emoción inmensa, que había sido dinamitado en tres ocasiones por el
móvil de la “iaia” y la vocecita infantil.
La
obra era tan buena, y la interpretación tan extremada, que me
recordó otro boicot artístico padecido en mis carnes hace más de
una veintena de años (son los dos más graves que he sufrido, entre
los múltiples teléfonos de los teatros y las toses del Palau de la
Música): mientras intentaba escuchar el concierto para violoncello,
de Dvorak, interpretado por Rostropovich (la enorme cola que había
hecho para conseguir la entrada y el subido precio pagado por ella
quedaban atrás en el olvido), la señora que se sentaba a mi lado
sacó un caramelo para aliviar su garganta (medida profiláctica que
yo también suelo realizar), pero decidió acompañar la ejecución
del artista, durante
todo el concierto, con la musiquita particular que ella producía
enrollando y desenrollando aplicadamente el papel de plástico que
envolvió en su momento el caramelo. Quise matarla una y mil veces,
pero me contuve, aunque me había echado a perder todo mi gozo
musical. Cuando en la segunda parte del concierto, sacó otro
caramelo e iba a iniciar su acompañamiento de nuevo, me giré y le
dije: “No pensará usted volver a enrollar y desenrollar el
papelito otra vez”, con lo que depuso su actitud y pude respirar, y
escuchar música (pero
para entonces ya no estaba
en el escenario
Rostropovich).
Volviendo
a la “iaia” del pasado jueves, me gustaría hacerle una pequeña
reflexión -en el caso improbable de que leyera este blog; ¿leerá
algún tipo de letra impresa?-: A una obra de teatro no se va con el
móvil encendido. Y si no se sabe apagar, no se sienta uno en la
platea, por una mínima consideración hacia los demás. Ya no sólo
por el daño estético o emocional que uno puede producir. Hagámosle
un cálculo que pueda entender. Si el precio de la obra era de 24
euros, y molestó con su “iaia” y alboroto, por lo menos a las 4
o 5 filas más próximas, digamos una cincuentena de personas. Si,
tirando por lo bajo, pensamos que el incidente afectó a un tercio o
la mitad del precio de las entradas, llegaremos a la conclusión de
que la jovial vocecita del nietecito produjo en quince minutos un
desaguisado de en torno a los 400 euros. Ahí es nada la broma.
Al
llegar a mi casa por la noche, busqué en internet el texto de la
obra, y así pude leer -maravillado- aquello que en el teatro se me
impidió disfrutar. ¿Habrá hecho lo mismo la simpática abuelita?
Sucesos
de este tipo me traen a la memoria aquella cita de Schiller, que
utilizaba Asimov como encabezamiento en una de sus obras (y que le
proporcionaba de paso el título): “Contra la estupidez, los
propios dioses luchan en vano.”
1 comentario:
Dudo que sea un caso de estupidez, es más bien una falta de consideración. Y eso es diferente.
Pasa en el teatro, en el cine, en cualquier medio de transporte. No tiene que ver con la cantidad de euros, o la moneda que sea, sino con el tipo de personas que estamos dispuestos a ser.
Pero son opiniones, claro.
Saludos,
J.
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