Una
gran novela americana: Doña
Bárbara.
Jorge Mañach.
I
Rómulo
Gallegos. Nombre nuevo y extraño, a inscribir en la breve lista de
las grandes realizaciones literarias americanas. Rómulo Gallegos,
autor de una novela que acaba de llegar a nuestras librerías y que se
titula Doña
Bárbara.
Hay
que prevenir al buen lector, porque, de otra manera, es posible que
vea la novela y no pare en ella sino una atención displicente. El
tomo, impreso en España, ostenta por cubierta uno de esos cromos
capciosos que ya no se toleran más que en los almanaques de las
casas de víveres al por mayor. Por eso, cuando recibí hace unos
días el ejemplar que desde Venezuela se sirvió enviarme Rómulo
Gallegos, a pesar de la generosa dedicatoria puse de lado el volumen,
reservándolo para una inspección sumaria. ¡Es tan cierto que las
apariencias condenan y que siempre se está en peligro de juzgar
fatuamente!
Pero
había que acusar recibo, y me resolví a explorar la primera página.
“Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen
derecha”. ¿Qué viejo sabor de aventura -crusoano, selvático-,
qué acento ya de rectitud narrativa, asistía a aquel parrafillo
inicial? Con la curiosidad esponjada, seguí leyendo. Paisaje de la
América inédita. Hombres duros y primitivos. Calor. Color. Y una
vigorosa precisión en el describir y en el decir. Y una bocanada de
misterios y fuerzas primitivas… Cuando vine a ver, había cubierto
el primer capítulo.
Después,
la urgencia de leer toda la novela en horas, casi de un tirón. Hacía
tiempo que un libro no me sustraía así. Me he despedido de su
última página con la antigua tristeza -aquella de la infancia ¡oh,
Salgari! ¡oh, Flaubert!- del deleite consumido: aquel deseo de que
un libro durara siempre, siempre; de que fuera largo como la vida,
para no volver ya más a la vida real. ¿No tendrá razón Ortega y
Gasset, cuando dice que la misión de la novela -y su prueba- está
en crear una provincia vital y sumirnos en ella con una sensación de
inquilinato? Por unos días, este comentarista -tan sedentario y
pacífico- ha sido hombre del llano de Venezuela, ha visto enlazar
orejanos, domar padrotes salvajes, vencer fuegos, inundaciones,
caimanes, leguas… Y ha vuelto diciéndoles a los amigos que Doña
Bárbara es una
gran novela. Una gran novela americana.
¿Habrá
alguna alucinación en el primer adjetivo? Tal vez. Sólo se pondera
bien la obra un poco distante, ante la cual podemos ser un poco
neutrales. Doña
Bárbara todavía
está instalada en mi espíritu; habrá que esperar, acaso, a que se
apague un poco este encandilamiento que deja su llamear americano. ¿Y
no quedará aún entonces, para apasionarnos el juicio, para
sublimarlo en el contagio de un entusiasmo no precisamente estético,
sino político más bien, ese mismo hecho de ser una versión tan
genuina y vigorosa de nuestra tierra inédita?
¡Hacía
tanto tiempo que esperábamos una novela así, sacada de los redaños
de América! Sólo la América elemental: un trozo caliente de ella,
visto con ojos que supieran mirar derecho al sol, y descrita -bien
descrita- con palabras que se hubieran olvidado de todas las
academias y de todas las recetas. Nadie expresó ese anhelo con más
fervor ni con más elocuencia que nuestro Martí, el que habló de
“su inmensa impaciencia americana”, el que dijo:quien no escribe
poema en América es porque no conoce América”. ¡Poema o novela!
Ahí ha estado la tierra nueva y vieja, tierna y dura; la naturaleza
sin amo; la selva prieta; el llano desmedido; el río oceánico. Y
frente a ese gran escenario de cosas naturales, el indio, cargado de
contemplación quieta, y el pionero lleno de codicias dinámicas,
nieto de los primeros violadores -el nuevo americano de la sabana y
la selva, de la pampa y el Ande.
Todo
estaba esperando la novela. Pero la novela cruda y recta, a espaldas
también de la retórica lujuriante y chocanesca. Ya la María
de Jorge Isaacs, tan injustamente menospreciada, nos había dado una
emoción del paisaje, aunque teñida de la primera moda romántica.
Luego, las demás modas europeas nos siguieron distrayendo,
deformando. Se quedó la novela de campo y raza por la urbana, por la
psicológica, por la frívola. Al fin llegó Horacio Quiroga, con sus
cuentos poderosos. Y Güiraldes, con su Don
Segundo Sombra.
Y José Eustasio Rivera, el malogrado, con La
Vorágine.
Pero Quiroga era ya una estilización, y Güiraldes una
intelectualización de América. De La
Vorágine
sólo conozco unos capítulos admirables.
Ahora, esta versión
fulgurante de Rómulo Gallegos. Seguiré hablando de ella, porque es
una novela que llena de gozo y orgullo el corazón americano.
II
El
protagonista de Doña
Bárbara es el
llano de Venezuela. El llano de Páez el lancero; el llano inmenso
entre los ríos inmensos. “¡Tierra ancha y tendida, toda
horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad!”
Pista de centauros y de hatos salvajes. Tierra libre, porque la
preside “el exagerado sentimiento de hombría producido por el
simple hecho de ir a caballo a través de la sabana inmensa”. Y,
sin embargo, teatro de dominios bárbaros, de feudos y cacicazgos,
semillero de caudillos, donde los odios corren parejas con las
lealtades, y la astucia con la bravura. Allí el peligro es un
deporte diario, y la vida se vive en función de masculinidad:
enlazar, domar, castrar, matar. ¿Qué extraña pasión es esa que
engendran las latitudes sin confín? Como el mar, el llano cría
tremendos amores y celos, prende en los hombres el vicio de lo
ilimitado, dolencia de marinos.
Pero
dejemos que el mismo Rómulo
Gallegos lo describa en aquella “lengua caliente de Venezuela”
que ya alabó Martí. “El llano enloquece, y la locura del hombre
de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra
buena, esa locura fue la carga iresistible del pajonal incendiado, en
Mucuritas, y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo
la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el
descanso: la llanura en la malicia del “cacho”, en la bellaquería
del “pasaje”, en la melancolía sensual de la copla; en el
perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el
horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la
desconfianza al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio:
la arremetida impetuosa; en el amor: “primero mi caballo-. ¡La
llanura siempre!” La
llanura que es también macho y hembra como el mar.
Y
en este escenario primitivo, donde toda figura y seceso se ponen a
escala con el marco descomunal, Rómulo Gallegos ha situado un
conflicto de caracteres, de ritmos vitales, de conceptos sociológicos
y jurídicos: la lucha del propietario de derecho contra el amo de
hecho, del civilizador contra el cacique de rebenque y pistola, de la
ley y la moral contra la rapiña y el instinto. O, si se quiere
-recordemos a Sarmiento-, de la ley de la ciudad contra la ley del
llano. Esos términos antagónicos están representados -¡y con qué
pasión!- por los dos personajes centrales: Santos Luzardo, joven
abogado, heredero de la antigua y rica hacienda de Altamira, y Doña
Bárbara, una “mujerona trágica”, ladrona de reses y tierras,
vampiresa de voluntades, embrujadora y sensual.
En
esta pugna de la ciudad contra el llano elemental, triunfa la norma
civilizada, la fuerza disciplinada e inteligente. Es el “mensaje”,
la tesis, si os place, de la novela. Rómulo Gallegos, que no conoce
a América desde la biblioteca, sino desde el arzón, les insinúa a
los americanistas de doublé,
a los derrotistas de la democracia, cómo es perfectamente viable y
hacedero que la obra de la civilización venza todas las dificultades
mesológicas: cómo no es el caudillaje algo fatal, sino superable
por la sola eficacia de la voluntad iluminada.
Pero
no sería esta novela tan profundamente humana si, paralelo a este
empeño civilizador triunfante, que pone sobre el llano inmenso el
palio de la razón -despojándolo sin duda de algo de su encanto
bárbaro- no nos mostrara también un recio conflicto de emociones, y
en la figura de Doña Bárbara sobre todo, un admirable estudio de
psicología. Engendro del llano en connubio con la traición de los
hombres, su aberración tiene por fuerza desviadora el rencor. Por
obra de felonía se frustraron en ella mil posibilidades nativas de
bondad y de ternura. El resentimiento, complicándose con la avaricia
y con la sensualidad, le dicta a Doña Bárbara el odio al hombre en
general, y una rebeldía salvaje contra todo lo que no sea sus
instintos. ¡Hermoso monstruo, esta caciquesa del llano! Hay que
buscarle sus pares en las sagas germánicas, en las cruentas
Brunildas de la leyenda.
El
relato de esos conflictos -que se subjetivan al enamorarse la
caciquesa de su propio enemigo- gana pausas y amenidades deliciosas
con la descripción de las costumbres llaneras. Hay un juego de
motivos folklóricos y de aventuras que da a toda la obra una ancha
escala emocional. Y la prosa, rica en la jerga campesina y en el
resabio castellano, tiene el vigor, la elasticidad, la calidez que
convienen a semejantes seres y cosas. Tiene también la agilidad
sintética del decir literario actual, sin que llegue a aquellas
trasposiciones y resonancias intelectuales que, tratando parejo tema,
logra
Jules Supervielle en su bella narración de la pampa
Le Survivant.
Doña Bárbara
es
una magnífica novela de color americano. Envidiémosela a Venezuela,
que ve tan vívidamente retratada en ella su propia entraña. Y
alcémosla en alto, para que toda América -y toda Europa- la mire y
la aplauda.
Portada de la 1ª edición a que se refiere negativamente Mañach en su artículo.
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