domingo, 16 de febrero de 2020

Jorge Mañach: Una gran novela americana (Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos)

Ahora que releo la formidable Canaima, novela del Orinoco y la selva, de Rómulo Gallegos, me es grato traer a este blog (tras laborioso tecleo) la que tal vez pudo ser la primera reseña de Doña Bárbara, la muy elogiosa crítica del cubano Jorge Mañach. La obra había sido publicada en España, por la editorial Araluce, en febrero de 1929. En junio del 29 aparece esta reseña en el diario El País, de La Habana, y un mes más tarde (el 27 de julio) se recoge en la revista costarricense Repertorio Americano. La que ahora tecleo procede de Humanismo (Revista mensual de cultura), publicación mexicana, que en su número 2, de 1964 lo volvía a recoger. He retocado algunos detalles a partir del texto de Repertorio Americano, que se puede consultar en Internet (https://www.repositorio.una.ac.cr/bitstream/handle/11056/9263/27-JULIO-1929.pdf?sequence=1&isAllowed=y)


Una gran novela americana: Doña Bárbara.
Jorge Mañach.

I

Rómulo Gallegos. Nombre nuevo y extraño, a inscribir en la breve lista de las grandes realizaciones literarias americanas. Rómulo Gallegos, autor de una novela que acaba de llegar a nuestras librerías y que se titula Doña Bárbara.

Hay que prevenir al buen lector, porque, de otra manera, es posible que vea la novela y no pare en ella sino una atención displicente. El tomo, impreso en España, ostenta por cubierta uno de esos cromos capciosos que ya no se toleran más que en los almanaques de las casas de víveres al por mayor. Por eso, cuando recibí hace unos días el ejemplar que desde Venezuela se sirvió enviarme Rómulo Gallegos, a pesar de la generosa dedicatoria puse de lado el volumen, reservándolo para una inspección sumaria. ¡Es tan cierto que las apariencias condenan y que siempre se está en peligro de juzgar fatuamente!

Pero había que acusar recibo, y me resolví a explorar la primera página. “Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha”. ¿Qué viejo sabor de aventura -crusoano, selvático-, qué acento ya de rectitud narrativa, asistía a aquel parrafillo inicial? Con la curiosidad esponjada, seguí leyendo. Paisaje de la América inédita. Hombres duros y primitivos. Calor. Color. Y una vigorosa precisión en el describir y en el decir. Y una bocanada de misterios y fuerzas primitivas… Cuando vine a ver, había cubierto el primer capítulo.

Después, la urgencia de leer toda la novela en horas, casi de un tirón. Hacía tiempo que un libro no me sustraía así. Me he despedido de su última página con la antigua tristeza -aquella de la infancia ¡oh, Salgari! ¡oh, Flaubert!- del deleite consumido: aquel deseo de que un libro durara siempre, siempre; de que fuera largo como la vida, para no volver ya más a la vida real. ¿No tendrá razón Ortega y Gasset, cuando dice que la misión de la novela -y su prueba- está en crear una provincia vital y sumirnos en ella con una sensación de inquilinato? Por unos días, este comentarista -tan sedentario y pacífico- ha sido hombre del llano de Venezuela, ha visto enlazar orejanos, domar padrotes salvajes, vencer fuegos, inundaciones, caimanes, leguas… Y ha vuelto diciéndoles a los amigos que Doña Bárbara es una gran novela. Una gran novela americana.




¿Habrá alguna alucinación en el primer adjetivo? Tal vez. Sólo se pondera bien la obra un poco distante, ante la cual podemos ser un poco neutrales. Doña Bárbara todavía está instalada en mi espíritu; habrá que esperar, acaso, a que se apague un poco este encandilamiento que deja su llamear americano. ¿Y no quedará aún entonces, para apasionarnos el juicio, para sublimarlo en el contagio de un entusiasmo no precisamente estético, sino político más bien, ese mismo hecho de ser una versión tan genuina y vigorosa de nuestra tierra inédita?

¡Hacía tanto tiempo que esperábamos una novela así, sacada de los redaños de América! Sólo la América elemental: un trozo caliente de ella, visto con ojos que supieran mirar derecho al sol, y descrita -bien descrita- con palabras que se hubieran olvidado de todas las academias y de todas las recetas. Nadie expresó ese anhelo con más fervor ni con más elocuencia que nuestro Martí, el que habló de “su inmensa impaciencia americana”, el que dijo:quien no escribe poema en América es porque no conoce América”. ¡Poema o novela! Ahí ha estado la tierra nueva y vieja, tierna y dura; la naturaleza sin amo; la selva prieta; el llano desmedido; el río oceánico. Y frente a ese gran escenario de cosas naturales, el indio, cargado de contemplación quieta, y el pionero lleno de codicias dinámicas, nieto de los primeros violadores -el nuevo americano de la sabana y la selva, de la pampa y el Ande.

Todo estaba esperando la novela. Pero la novela cruda y recta, a espaldas también de la retórica lujuriante y chocanesca. Ya la María de Jorge Isaacs, tan injustamente menospreciada, nos había dado una emoción del paisaje, aunque teñida de la primera moda romántica. Luego, las demás modas europeas nos siguieron distrayendo, deformando. Se quedó la novela de campo y raza por la urbana, por la psicológica, por la frívola. Al fin llegó Horacio Quiroga, con sus cuentos poderosos. Y Güiraldes, con su Don Segundo Sombra. Y José Eustasio Rivera, el malogrado, con La Vorágine. Pero Quiroga era ya una estilización, y Güiraldes una intelectualización de América. De La Vorágine sólo conozco unos capítulos admirables.

Ahora, esta versión fulgurante de Rómulo Gallegos. Seguiré hablando de ella, porque es una novela que llena de gozo y orgullo el corazón americano.

II

El protagonista de Doña Bárbara es el llano de Venezuela. El llano de Páez el lancero; el llano inmenso entre los ríos inmensos. “¡Tierra ancha y tendida, toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad!” Pista de centauros y de hatos salvajes. Tierra libre, porque la preside “el exagerado sentimiento de hombría producido por el simple hecho de ir a caballo a través de la sabana inmensa”. Y, sin embargo, teatro de dominios bárbaros, de feudos y cacicazgos, semillero de caudillos, donde los odios corren parejas con las lealtades, y la astucia con la bravura. Allí el peligro es un deporte diario, y la vida se vive en función de masculinidad: enlazar, domar, castrar, matar. ¿Qué extraña pasión es esa que engendran las latitudes sin confín? Como el mar, el llano cría tremendos amores y celos, prende en los hombres el vicio de lo ilimitado, dolencia de marinos.

Pero dejemos que el mismo Rómulo Gallegos lo describa en aquella “lengua caliente de Venezuela” que ya alabó Martí. “El llano enloquece, y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga iresistible del pajonal incendiado, en Mucuritas, y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del “cacho”, en la bellaquería del “pasaje”, en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: “primero mi caballo-. ¡La llanura siempre!” La llanura que es también macho y hembra como el mar.

Y en este escenario primitivo, donde toda figura y seceso se ponen a escala con el marco descomunal, Rómulo Gallegos ha situado un conflicto de caracteres, de ritmos vitales, de conceptos sociológicos y jurídicos: la lucha del propietario de derecho contra el amo de hecho, del civilizador contra el cacique de rebenque y pistola, de la ley y la moral contra la rapiña y el instinto. O, si se quiere -recordemos a Sarmiento-, de la ley de la ciudad contra la ley del llano. Esos términos antagónicos están representados -¡y con qué pasión!- por los dos personajes centrales: Santos Luzardo, joven abogado, heredero de la antigua y rica hacienda de Altamira, y Doña Bárbara, una “mujerona trágica”, ladrona de reses y tierras, vampiresa de voluntades, embrujadora y sensual.

En esta pugna de la ciudad contra el llano elemental, triunfa la norma civilizada, la fuerza disciplinada e inteligente. Es el “mensaje”, la tesis, si os place, de la novela. Rómulo Gallegos, que no conoce a América desde la biblioteca, sino desde el arzón, les insinúa a los americanistas de doublé, a los derrotistas de la democracia, cómo es perfectamente viable y hacedero que la obra de la civilización venza todas las dificultades mesológicas: cómo no es el caudillaje algo fatal, sino superable por la sola eficacia de la voluntad iluminada.

Pero no sería esta novela tan profundamente humana si, paralelo a este empeño civilizador triunfante, que pone sobre el llano inmenso el palio de la razón -despojándolo sin duda de algo de su encanto bárbaro- no nos mostrara también un recio conflicto de emociones, y en la figura de Doña Bárbara sobre todo, un admirable estudio de psicología. Engendro del llano en connubio con la traición de los hombres, su aberración tiene por fuerza desviadora el rencor. Por obra de felonía se frustraron en ella mil posibilidades nativas de bondad y de ternura. El resentimiento, complicándose con la avaricia y con la sensualidad, le dicta a Doña Bárbara el odio al hombre en general, y una rebeldía salvaje contra todo lo que no sea sus instintos. ¡Hermoso monstruo, esta caciquesa del llano! Hay que buscarle sus pares en las sagas germánicas, en las cruentas Brunildas de la leyenda.

El relato de esos conflictos -que se subjetivan al enamorarse la caciquesa de su propio enemigo- gana pausas y amenidades deliciosas con la descripción de las costumbres llaneras. Hay un juego de motivos folklóricos y de aventuras que da a toda la obra una ancha escala emocional. Y la prosa, rica en la jerga campesina y en el resabio castellano, tiene el vigor, la elasticidad, la calidez que convienen a semejantes seres y cosas. Tiene también la agilidad sintética del decir literario actual, sin que llegue a aquellas trasposiciones y resonancias intelectuales que, tratando parejo tema, logra Jules Supervielle en su bella narración de la pampa Le Survivant.

Doña Bárbara es una magnífica novela de color americano. Envidiémosela a Venezuela, que ve tan vívidamente retratada en ella su propia entraña. Y alcémosla en alto, para que toda América -y toda Europa- la mire y la aplauda.



Portada de la 1ª edición a que se refiere negativamente  Mañach en su artículo.


No hay comentarios: