viernes, 18 de octubre de 2019

De viajes, doña Emilia Pardo Bazán, Génova, Alejandro Magno y Diógenes: divagación


Muchas veces le he instado a mi amigo Javier García Gibert a que recopile sus escritos sobre viajes (magníficos, que me ha ido leyendo a lo largo de los años, tras los muchos viajes que ha realizado) y que publique un libro sobre el tema. Se muestra muy reacio Javier, porque entiende que el tipo de viaje que él hacía hace 20 o 30 años ya no existe. Los teléfonos móviles han acabado con todo. Con la educación, por supuesto, a la que ambos nos dedicábamos, pero también con los viajes. Ese tipo de viaje de aventuras (a la India, a África o a Sudamérica), adonde ibas con el billete de ida (y tal vez el de vuelta), pero sin reservas de hotel (no existía Booking), ni de ningún otro tipo. Donde la información más valiosa te la daban ciertas guías (la mítica Lonely Planet) o, sobre todo, viajeros con los que te encontrabas y te proporcionaban determinados consejos o sugerencias. Pero para ello, tenías que estar abierto al encuentro con otros seres humanos y a escucharles. Hoy en día toda la información parece estar en los móviles y la pantalla se convierte en el único interlocutor de tantas personas que hacen turismo.




Yo defiendo que todavía existe la posibilidad del viaje, pero un tipo de viaje limitado, cultural, sin excesivas ambiciones o expectativas. Se trata sobre todo de evitar los lugares más turísticos, esos no lugares, por decirlo así, donde el gentío, la masa, hacen imposible contemplar (ni gozar de) algo. Recuerdo, hace muchos años, en el Louvre, como la multitud que se agolpaba ante la Gioconda impedía la más mínima observación relajada del cuadro. A su lado estaba la excelente Belle ferronière leonardesca, a quien nadie dirigía la mirada y que, por tanto, podía ser contemplada a placer. En un reciente viaje a Cambridge, incurrimos en hacer punting por el río Cam, y cuál no sería mi sorpresa cuando vimos el enorme tráfico que había (de turistas orientales principalmente) y que prácticamente colapsaba la navegación acuática. También multitud de orientales andaban por la ciudad con una manzana en la mano para hacerse una foto ante la puerta del Trinity College, donde hay un manzano, supuestamente descendiente del apple tree del incidente de Newton. Más recientemente en Pisa hay que ver las legiones de turistas que se hacen fotos con las manitas que, supuestamente, sostienen la torre pendente (si Schopenhauer levantara la cabeza...), mientras que a escasos metros, en el Camposanto, se puede contemplar con una tranquilidad pasmosa los extraordinarios frescos del Triunfo de la muerte, de Buffalmaco. Pero nadie se acerca allí, prefieren posar con las manitas.

En fin, después de esta diatriba contra el turismo barato, vuelvo a mi tema: la posibilidad -todavía- del viaje. Ese viaje limitado, acotado, que registre un hecho cultural.
A doña Emilia Pardo Bazán debo, en su origen, mi último viaje. En su libro recopilatorio de Viajes por Europa, leí una líneas que me llamaron la atención. Pasando por Génova en el mes de diciembre escribe nuestra autora:

“Rodeada de un anfiteatro de montañas que la nieve no sólo corona, sino reviste por completo descendiendo hasta la ladera en que se agrupan las primeras casas de la ciudad; ostentando orgullosa sus edificios y sus monumentos de mármol, Génova tiene la severidad de los grandes monasterios: es suntuosa y helada. Quizá me lo haya parecido doblemente en razón del frío que, según dejo indicado, rayaba en lo glacial. Lo sentimos más que nunca al visitar el magnífico cementerio, vasto rectángulo en cuyas galerías vive un pueblo de estatuas: las de los genoveses opulentos que se permiten el lujo de que un escultor labre su busto o su efigie entera al pie del nicho o urna donde reposan las cenizas del hermano, el padre, el esposo o el hijo amado. Porque es de notar que en vez de la estatua del difunto, suele ponerse en los mausoleos genoveses la del pariente que los costea. De tamaño natural, esculpidas en mármol blanco y puro, con riqueza de detalles y con minuciosidad realista, vistiendo el traje moderno, estas efigies, con el frío que corre, parecen genoveses y genovesas de leche garapiñada; además tienen el defecto de toda escultura nueva: semejan de alcorza. Sin embargo, no se puede negar que el arte de labrar el mármol está aquí a prodigiosa altura -en cuanto al procedimiento, a la habilidad de ejecución, no digo otra cosa-, y que el cementerio pregona la riqueza y aficiones artísticas de este antiguo emporio del comercio italiano.” (págs. 59-60, subrayado mío)

Leer esto e irme a Youtube a ver imágenes del bendito cementerio fue todo uno (no soy enemigo acérrimo de la tecnología moderna: tiene también sus virtudes). Y a partir de ese momento empecé a pensar y programar mi viaje a Génova, que además coincidió (oh dichosa ventura) con los Rolli Days, esos dos días semestrales en que la ciudad abre gratuitamente las puertas de sus palacios, para que se puedan contemplar los frescos de sus muros y techos y demás obras de arte y objetos preciosos que contienen (pinturas de Van Dyck o Zurbarán; un violín -il canone- de Paganini...). Lo que más me impresionó fue, sin duda, el monumental cementerio Staglieno, pero también los palacios me encantaron, o su teatro de ópera Carlo Felice, o sus iglesias…

En los palacios, aparte de imágenes de sus propietarios, eran frecuentes los motivos mitológicos o de historia antigua (apenas motivos religiosos: verdadero Renacimiento paganizante italiano). Precisamente traigo aquí un par de imágenes que capté en el palacio de Angelo Giovanni Spinola (y que hoy ocupan las oficinas de Deutsche-Bank). En la sala principal había frescos sobre la historia de Alejandro Magno, y en unas esquinillas un par de motivos de su vida: el encuentro con Aristóteles, su maestro; y el otro encuentro con un filósofo, Diógenes el cínico, aquel que sintetiza muy brevemente el otro Diógenes, Laercio, en su Vida de los filósofos más ilustres, y que yo solía contar en clase cuando quería explicar el término de cínico:

Estando tomando el sol en el Cranión, se le acercó Alejandro y le dijo: Pídeme lo que quieras; a lo que respondió él: Pues no me hagas sombra.”







P.S. Que me siento mucho más próximo de la insigne Condesa que del insobornable don Pío Baroja se comprenderá perfectamente si se lee lo que transcribo. Es el final de su ensayo "Ciudades de Italia", recogido en el tomo VIII de sus Obras Completas en la edición de Biblioteca Nueva:
"Alguno me indicó que fuera a ver los cementerios de Génova. Fui en tranvía a un camposanto antiguo, en un valle del río Bisogno, muy agradable y muy plácido, y me dijeron que a poca distancia había otro cementerio, lleno de estatuas. Le vi y no me gustó nada. Me pareció una barraca de figuras de cera, sin color.
Al día siguiente me volví a España.
Madrid, julio 1949."





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