Muchas
veces le he instado a mi amigo Javier García Gibert a que recopile sus
escritos sobre viajes (magníficos, que me ha ido leyendo a lo largo
de los años, tras los muchos viajes que ha realizado) y que publique
un libro sobre el tema. Se muestra muy reacio Javier, porque entiende
que el tipo de viaje que él hacía hace 20 o 30 años ya no existe.
Los teléfonos móviles han acabado con todo. Con la educación, por
supuesto, a la que ambos nos dedicábamos, pero también con los
viajes. Ese tipo de viaje de aventuras (a la India, a África o a
Sudamérica), adonde ibas con el billete de ida (y tal vez el de
vuelta), pero sin reservas de hotel (no existía Booking), ni de
ningún otro tipo. Donde la información más valiosa te la daban
ciertas guías (la mítica Lonely
Planet) o, sobre
todo, viajeros con los que te encontrabas y te proporcionaban determinados
consejos o sugerencias. Pero para ello, tenías que estar abierto al
encuentro con otros seres humanos y a escucharles. Hoy en día toda
la información parece estar en los móviles y la pantalla se
convierte en el
único interlocutor de tantas personas que hacen turismo.
Yo
defiendo que todavía existe la posibilidad del viaje, pero un tipo
de viaje limitado, cultural, sin excesivas ambiciones o expectativas.
Se trata sobre todo de evitar los lugares más turísticos, esos no
lugares, por decirlo así, donde el gentío, la masa, hacen imposible
contemplar (ni gozar de) algo. Recuerdo, hace muchos años, en el
Louvre, como la
multitud que se agolpaba ante la Gioconda
impedía la más mínima observación relajada del cuadro. A su lado
estaba la excelente Belle
ferronière
leonardesca, a quien nadie dirigía la mirada y que, por tanto, podía
ser contemplada a placer. En un reciente viaje a Cambridge,
incurrimos en hacer punting
por el río Cam, y cuál no sería mi sorpresa cuando vimos el enorme
tráfico que había (de turistas orientales principalmente) y que
prácticamente colapsaba la navegación acuática. También multitud de
orientales andaban por la ciudad con una manzana en la mano para
hacerse una foto ante la puerta del Trinity College, donde hay un
manzano, supuestamente descendiente del apple
tree del
incidente de Newton.
Más recientemente en
Pisa hay que ver las legiones de turistas que se hacen fotos con las
manitas que, supuestamente, sostienen la torre
pendente (si
Schopenhauer levantara la cabeza...),
mientras que a escasos metros, en el Camposanto, se puede contemplar
con una tranquilidad pasmosa los extraordinarios frescos del Triunfo
de la muerte, de
Buffalmaco. Pero nadie se acerca allí, prefieren posar con las
manitas.
En
fin, después de esta diatriba contra el turismo barato, vuelvo a mi
tema: la posibilidad -todavía- del viaje. Ese viaje limitado,
acotado, que registre un hecho cultural.
A
doña Emilia Pardo Bazán debo, en su origen, mi último viaje. En su
libro recopilatorio de Viajes
por Europa, leí
una líneas que me
llamaron la atención. Pasando por Génova en el mes de diciembre
escribe nuestra autora:
“Rodeada
de un anfiteatro de montañas que la nieve no sólo corona, sino
reviste por completo descendiendo hasta la ladera en que se agrupan
las primeras casas de la ciudad; ostentando orgullosa sus edificios y
sus monumentos de mármol, Génova tiene la severidad de los grandes
monasterios: es suntuosa y helada. Quizá me lo haya parecido
doblemente en razón del frío que, según dejo indicado, rayaba en
lo glacial. Lo sentimos más que nunca al visitar el magnífico
cementerio, vasto
rectángulo en cuyas galerías vive un pueblo de estatuas: las de los
genoveses opulentos que se permiten el lujo de que un escultor labre
su busto o su efigie entera al pie del nicho o urna donde reposan las
cenizas del hermano, el padre, el esposo o el hijo amado. Porque es
de notar que en vez de la estatua del difunto, suele ponerse en los
mausoleos genoveses la del pariente que los costea. De tamaño
natural, esculpidas en mármol blanco y puro, con riqueza de detalles
y con minuciosidad realista, vistiendo el traje moderno, estas
efigies, con el frío que corre, parecen genoveses y genovesas de
leche garapiñada; además tienen el defecto de toda escultura nueva:
semejan de alcorza. Sin
embargo, no se puede negar que el arte de labrar el mármol está
aquí a prodigiosa altura -en cuanto al procedimiento, a la habilidad
de ejecución, no digo otra cosa-, y que el cementerio pregona la
riqueza y aficiones artísticas de este antiguo emporio del comercio
italiano.” (págs. 59-60, subrayado mío)
Leer
esto e irme a Youtube a ver imágenes del bendito cementerio fue todo
uno (no soy enemigo acérrimo de la tecnología moderna: tiene
también sus virtudes). Y a partir de ese momento empecé a pensar y
programar mi viaje a Génova, que además coincidió (oh dichosa ventura) con
los Rolli Days,
esos dos días semestrales en que la ciudad abre gratuitamente las
puertas de sus palacios, para que se puedan contemplar los frescos de
sus muros y techos y demás obras de arte y objetos preciosos que contienen
(pinturas de Van Dyck o Zurbarán; un violín -il
canone- de
Paganini...). Lo que más me impresionó fue, sin duda, el monumental
cementerio Staglieno, pero también los palacios me encantaron, o su
teatro de ópera Carlo Felice, o sus iglesias…
En
los palacios, aparte de imágenes de sus propietarios, eran
frecuentes los motivos mitológicos o de historia antigua (apenas
motivos religiosos: verdadero Renacimiento paganizante italiano).
Precisamente traigo aquí un par
de imágenes
que capté en el palacio de Angelo
Giovanni Spinola
(y que hoy ocupan las
oficinas de Deutsche-Bank).
En la sala principal
había frescos sobre la historia de Alejandro Magno, y en unas
esquinillas un par de motivos de su vida: el encuentro con
Aristóteles, su maestro; y el otro encuentro con un filósofo,
Diógenes el cínico, aquel que sintetiza muy brevemente el otro
Diógenes, Laercio, en su Vida
de los filósofos más ilustres,
y que yo solía
contar en clase cuando quería
explicar
el término de cínico:
“Estando
tomando el sol en el Cranión, se le acercó Alejandro y le dijo:
Pídeme lo que quieras; a lo que respondió él: Pues no me hagas
sombra.”
P.S. Que me siento mucho más próximo de la insigne Condesa que del insobornable don Pío Baroja se comprenderá perfectamente si se lee lo que transcribo. Es el final de su ensayo "Ciudades de Italia", recogido en el tomo VIII de sus Obras Completas en la edición de Biblioteca Nueva:
"Alguno me indicó que fuera a ver los cementerios de Génova. Fui en tranvía a un camposanto antiguo, en un valle del río Bisogno, muy agradable y muy plácido, y me dijeron que a poca distancia había otro cementerio, lleno de estatuas. Le vi y no me gustó nada. Me pareció una barraca de figuras de cera, sin color.
Al día siguiente me volví a España.
Madrid, julio 1949."
No hay comentarios:
Publicar un comentario