Empieza
la mañana con un control de lectura en 1º de ESO. Tras conseguir
sentar a los muchachos (faena que puede tomar entre cinco y ocho
minutos), y también que guarden el libro de lectura, se reparte el
examen. A levanta la mano para una aclaración sobre la primera
pregunta. Tras la respuesta del profesor contesta en voz alta
–inevitablemente, para todos los presentes- a la pregunta. El
profesor – que soy yo- le invita a abandonar la clase, aunque puede
llevarse el examen y terminarlo en el puesto de guardia. El alumno
abandona el examen sobre su mesa y se marcha dando un portazo. Más
tarde volverá con la directora, a quien le ha referido solo parte de
lo ocurrido (no lo relacionado con el portazo) a recoger su examen
para completarlo a solas.
Como
el control es breve, algunos alumnos terminan a mitad de la clase.
Les indico ejercicios que pueden hacer. Casi ninguno lleva el libro
de la materia (“como había control”). Les insto a que saquen
material de otra asignatura, pero prefieren hablar con los compañeros.
Recuerdo que estamos en un examen (les resulta muy difícil entender
que en un examen hay que guardar silencio). Al rato veo que B, que ha
terminado, está girada hablando con C, que todavía está haciendo
el examen, y va todavía por la segunda pregunta. Se lo retiro. No
protesta.
En
la siguiente clase, Taller de Castellano, resulta siempre difícil
calmar a cuatro alumnos que acuden sin la menor motivación y que
suelen boicotear la clase de múltiples maneras (interrumpiendo,
levantándose, peleándose, insultándose, enfrentándose al
profesor…). Casi nunca terminan la clase todos, alguno tiene que
abandonarla sancionado. Alguno –qué alivio- no suele venir. Hoy,
que había una actividad moderadamente estimulante (para la media
clase que quiere trabajar), un par de ellos no paran de comentar en
voz alta y con risas todo lo que se dice. Invito a D a salir y lo
dejo hasta nueva orden en el fondo del pasillo, junto a la ventana,
para que no moleste a ninguna otra clase. Ya con más calma, la
actividad se realiza en clase satisfactoriamente. Pero al cabo de un
rato se oye llamar a la puerta. Es D, que quiere saber si puede
entrar de nuevo en clase. Le explico que No, que debe esperar en el
fondo del pasillo. Me mira: “Pero, ¿puedo entrar en clase?” (!?)
Antes de que suene el timbre, los alumnos que salen a otras aulas
para la optativa, regresan a la suya e irrumpen sin llamar a la
puerta ni esperar a que se les dé permiso. Cuando les afeo su
actitud, uno de ellos, llamémosle E, sale por la puerta imitando mi
regaño con berridos.
Tras
el recreo y la guardia, tengo clase con los mayores, los de
Literatura Universal de 2º Bachillerato, que se comportan mejor,
aunque tienen sus hábitos particulares. Por ejemplo, llegar un poco
tarde y escalonadamente a clase; por ejemplo, mirar con insistencia
hacia abajo, entre pupitre y regazo, a lo que supongo debe ser un
medio electrónico. Frecuentemente, mientras explico, veo que dos,
tres, cuatro alumnos repiten el gesto. Hoy, cuando, pasados unos seis
minutos desde el sonido del timbre, consigo reunirlos a todos y
concitar su atención, escuchamos unos golpes tremendos en la puerta
trasera de la clase, como si alguien quisiera derribarla. Les digo a
los alumnos que no hagan caso y que continuemos. Pero los golpes
continúan y arrecian. Yo en mis trece: pienso que puede ser un
gracioso. Pero a la tercera granizada de golpes me levanto y voy a
ver. Se trata de F –un habitual del cuerpo de guardia, afiliado a
castigos, expulsiones, etc. Me dice que ésta es su aula, que tiene
optativa. Le respondo que no, que es la mía y que no es manera de
golpear. (Por otra parte, si se hubiera asomado al cristal de la
puerta delantera hubiera visto quiénes estábamos en clase y así
hubiera evitado el aporreo de la inocente madera.) Pide perdón y se
va. Pero, ¿es perdonable tal barbarie?