lunes, 12 de noviembre de 2018

EL GUITARRISTA DE ST. ANDRÉ-DES-ARTS




Cuando llamé a Vicente para pedirle que me reservara habitación en París, insistí en que fuera por el barrio latino, a ser posible en St. André-des-Arts.
Es verdad que es la zona de París que más me gusta, también que es la más próxima a las librerías y así me permite descargar tras las razzias que suelo practicar en ellas, pero el motivo más hondo era, sin duda, cierta fijación entre sentimental y estética que adquirí respecto a esa calle en el curso de mi primer viaje a París -episodio inevitable en mi proyecto de carrera literaria. Yo había ido a estudiar un curso de la Alianza Francesa, que tenía lugar por las mañanas en la sede del Boulevard Raspail. Me alojaba en un pequeño y modestísimo albergue de la Rue Thérèse, cerca de los jardines del Palais Royal. Por las tardes -más flâneur que nunca- me dedicaba a patear boulevards, calles y callejas a ambos lados del Sena. La biblioteca del Beaubourg, la FNAC de Les Halles, el jardín de Luxemburgo o el museo del día, constituían auténticos santuarios de mi devoción parisina. Al caer la tarde solía acercarme de nuevo al barrio latino para comer -tan delicada era mi situación económica- algún bocadillo de kebab en La Huchette o pizza al taglio en St. Michel.
Una tarde, mientras hacía tiempo para mi frugal cena y paseaba por las calles aledañas, escuché el sonido de una guitarra que recreaba un clásico del jazz. Llevado por el hilo de la música vine a parar a St.André-des-Arts y allí me dirigí donde vi un corro de gente que, sin duda, rodeaba al autor de esa música. En efecto, allí estaba, sentado sobre un taburete, una guitarra acústica preparada para sonar como eléctrica, un pequeño amplificador a su lado y el estuche de la guitarra delante de él, abierto y ralo, con unas pocas monedas dentro. El guitarrista era un joven bastante atractivo, vestía camisa azul clara, pantalones negros con tirantes, zapatos de ante y sombrero. Su interpretación era más bien fría y distante, pero tocaba como los ángeles, con una nitidez geométrica y un swing envidiable. Yo estaba entonces aficionándome al jazz, que no era para mí todavía más que una nota a pie de página de Rayuela, y había comprado en París discos, inencontrables en España, de Billie Holiday, Thelonious Monk o Coltrane, también de Django Reinhardt o Jimmy Ranney. Por eso escuchar a este guitarrista callejero me producía un placer indescriptible. Era muy bueno, pensaba. ¿Cómo es posible que esté tocando aquí y no en los mejores clubs de jazz de París? Imaginaba que así sería y que el tocar en la calle constituiría para él un pasatiempo vocacional. ¡Tanto era su amor por la música! En el peor de los casos estaría velando armas para su lanzamiento internacional y su ascenso al estrellato. De momento, el público que le rodeaba parecía disfrutar de lo lindo, pero se mostraba remiso a la hora de gratificarlo y en su estuche las monedas no abundaban. Esto me contrariaba mucho, máxime cuando en la explanada del Beaubourg veía yo cómo músicos mediocres, mimos principiantes y actorzuelos de tres al cuarto llenaban sus bolsas a expensas de la ignorancia y mal gusto de los turistas. Le eché una moneda y me fui a cenar.

Al día siguiente volví a pasear por la misma calle, y allí lo vi, regalando los oídos del público, mientras tocaba y tocaba, distante y perfecto, frente a su estuche semivacío. Me detuve un rato a escucharlo mientras sonaba Satin doll de Duke Ellington, un tema que sencillamente bordaba. Le eché una moneda y me fui a cenar.
Esta operación se repitió día tras día los últimos de esa mi primera aventura parisina. Mi economía no estaba como para ir dando monedas, pero considero el dinero que le di en esos días como uno de los mejor gastados en mi vida. Un acto de estricta justicia. Interiormente lo denominaba "el guitarrista de St. André-des-Arts" y perderlo de vista fue una de las cosas que más sentí al volver a España: me había proporcionado los momentos de más pura felicidad de mi estancia.

*

"Los hotelitos de St. André-des-Arts eran muy caros", me dijo Vicente, mientras me mostraba el que me había conseguido en la Rue de l´Ancienne Comédie, esquina a St. André. Perfecto. Doce años más tarde volvía yo a reanudar mi relación apasionada con París. Pero ahora la ciudad tenía nombre de mujer. El pretexto del viaje era practicar el idioma y comprar una serie de libros (yo estaba siguiendo un curso de literatura francesa en mi ciudad), pero el motivo real, la razón más profunda era encontrarme con M. Ángeles en París y compartir su hechizo indeclinable. Así lo hicimos durante un par de días extenuantes en los que recorrimos parte importante de sus encantos: paseos matutinos por la Sorbona o le Marais, vespertinos por Beaubourg o el Père Lachaise y uno nocturno, de recuerdo imborrable, por L´ île de St. Louis. Los preliminares de nuestro amor resultaron a pedir de boca, por más que éste no se manifestara: ni siquiera le robé un beso en un soberbio atardecer en el Pont-des-Arts, uno de esos en que el mundo no puede resistir su tentación de ser bello. El aprendiz de escritor de aquel antiguo viaje seguía en su perpetuo aprendizaje; en cambio, la vida le había concedido la gracia de volverse a enamorar.

*

El avión de M. Ángeles salió un par de días antes que el mío, con lo cual mi estancia en París continuó por sus cauces normales: visitas a museos, razzias librescas y mayor tiempo junto con Vicente y su esposa. La tarde anterior a la partida habíamos decidido ir a escuchar un concierto de música religiosa en el órgano de Nôtre Dame. Para ello me estaba preparando cuando escucho por la ventana una música que repentinamente me resulta familiar. Son los acordes de Satin doll tocados a la guitarra. Me asomo y en la esquina de St. André-des-Arts reconozco la figura del lejano guitarrista. Está sentado sobre un taburete, a su lado el pequeño amplificador, el estuche delante. Preso de la excitación bajo a la calle y me detengo frente a él. No lleva sombrero ni tirantes en sus pantalones. Profundas entradas despueblan sus cabellos. La tensión de mi mirada ha debido turbarle, porque me mira como si me reconociera. Continúa desgranando sus acordes. Sigue tocando bien, sin duda, pero ya no es lo mismo, ya sus notas no tienen aquella nitidez que tenían, ya su swing no es infalible como era. Hay acordes borrosos, hay caídas de ritmo, fallos de fluidez. La emoción que experimento es terrible. Es el tiempo aquello que la música me ha traído, y ese amigo esquivo o enemigo declarado me ha jugado una mala pasada. Ha llamado a mi ventana, se ha presentado como si nada, como si pudiera atraparlo y revivirlo, y, sin embargo, la impresión más honda que se me impone es la de su paso, y la del deterioro que conlleva. Entre el guitarrista que contemplo y su pasado, lo que inmediatamente percibo, de forma tan violenta y física como una punción en la piel, es el deterioro. Ese en el que me reflejo como en un espejo.
Cuando aparecieron Vicente y su esposa le arrojé unas monedas en su estuche y nos dirigimos con prisa a Nôtre Dame.


(hacia 1993, dedicado, por supuesto, a M. Ángeles)


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