Cuando llamé a Vicente para
pedirle que me reservara habitación en París, insistí en que fuera
por el barrio latino, a ser posible en St. André-des-Arts.
Es verdad que es la zona de
París que más me gusta, también que es la más próxima a las
librerías y así me permite descargar tras las razzias
que suelo practicar en ellas, pero el motivo más hondo era, sin
duda, cierta fijación entre sentimental y estética que adquirí
respecto a esa calle en el curso de mi primer viaje a París
-episodio inevitable en mi proyecto de carrera literaria. Yo había
ido a estudiar un curso de la Alianza Francesa, que tenía lugar por
las mañanas en la sede del Boulevard Raspail. Me alojaba en un
pequeño y modestísimo albergue de la Rue Thérèse, cerca de los
jardines del Palais Royal. Por las tardes -más
flâneur que nunca-
me dedicaba a patear boulevards, calles y callejas a ambos lados del
Sena. La biblioteca del Beaubourg, la FNAC de Les Halles, el jardín
de Luxemburgo o el museo del día, constituían auténticos
santuarios de mi devoción parisina. Al caer la tarde solía
acercarme de nuevo al barrio latino para comer -tan delicada era mi
situación económica- algún bocadillo de kebab en La Huchette o
pizza al taglio
en St. Michel.
Una tarde, mientras hacía
tiempo para mi frugal cena y paseaba por las calles aledañas,
escuché el sonido de una guitarra que recreaba un clásico del jazz.
Llevado por el hilo de la música vine a parar a St.André-des-Arts y
allí me dirigí donde vi un corro de gente que, sin duda, rodeaba al
autor de esa música. En efecto, allí estaba, sentado sobre un
taburete, una guitarra acústica preparada para sonar como eléctrica,
un pequeño amplificador a su lado y el estuche de la guitarra
delante de él, abierto y ralo, con unas pocas monedas dentro. El
guitarrista era un joven bastante atractivo, vestía camisa azul
clara, pantalones negros con tirantes, zapatos de ante y sombrero. Su
interpretación era más bien fría y distante, pero tocaba como los
ángeles, con una nitidez geométrica y un swing envidiable. Yo
estaba entonces aficionándome al jazz, que no era para mí todavía
más que una nota a pie de página de Rayuela, y había
comprado en París discos, inencontrables en España, de Billie
Holiday, Thelonious Monk o Coltrane, también de Django Reinhardt o
Jimmy Ranney. Por eso escuchar a este guitarrista callejero me
producía un placer indescriptible. Era muy bueno, pensaba. ¿Cómo
es posible que esté tocando aquí y no en los mejores clubs de jazz
de París? Imaginaba que así sería y que el tocar en la calle
constituiría para él un pasatiempo vocacional. ¡Tanto era su amor
por la música! En el peor de los casos estaría velando armas para
su lanzamiento internacional y su ascenso al estrellato. De momento,
el público que le rodeaba parecía disfrutar de lo lindo, pero se
mostraba remiso a la hora de gratificarlo y en su estuche las monedas
no abundaban. Esto me contrariaba mucho, máxime cuando en la
explanada del Beaubourg veía yo cómo músicos mediocres, mimos
principiantes y actorzuelos de tres al cuarto llenaban sus bolsas a
expensas de la ignorancia y mal gusto de los turistas. Le eché una
moneda y me fui a cenar.