El
jardín de los Finzi-Contini trata, en el contexto de las leyes
raciales del fascismo (1938), del persistente amor en el tiempo que
siente el innominado narrador-protagonista, de familia judía, por
Micol, la hija mayor de una riquísima familia de judíos en Ferrara.
Una
atracción que se despierta en la infancia y que, en el momento
central de la novela, estudiantes universitarios haciendo el
doctorado en letras, se prolonga con interrupciones, sin llegar a
cuajar nunca verdaderamente.
Es
muy lúcida e interesante la explicación que le da Micol a su amigo
cuando este le insiste en el porqué de su resistencia al amor:
“Has
dicho que nosotros dos somos iguales”, dije. “¿En qué sentido?
Pues
claro, claro que sí -exclamó-, en el sentido de que también yo,
como ella, carecía de ese gusto instintivo por las cosas que
caracteriza a la gente normal. Lo intuía perfectamente: para mí, no
menos que para ella, más que el presente contaba el pasado, más
que la posesión, su recuerdo. Ante la memoria, cualquier posesión
tiene que parecer por fuerza decepcionante, trivial, insuficiente…
¡Cómo me comprendía! Mi
ansia por que el presente pasara
a ser “enseguida” pasado para poder amarlo y contemplarlo a
placer era
también suya, idéntica. Era “nuestro” vicio,
ése: el de
avanzar
con la cabeza siempre vuelta hacia atrás.
El
narrador le pregunta si no es que no le gusta físicamente. Ella lo
niega. Pero más tarde, en lo que le comenta una feriante a la que
solía acudir con su amigo Giampi Malnate (que hacia el final de la
novela se convierte en el amante de Micol) entrevemos otra clave de
la imposibilidad de esa relación: “¿Dónde ha dejado a su amigo?
¡Ese sí que es un tío!”
Tal
vez el carácter sensible y contemplativo del narrador hacía que
ella lo apreciara como amigo, pero para entregarse físicamente
prefirió al otro, más corpulento, valiente y decidido.
Todo
terminó trágicamente con la deportación de los judíos italianos
hacia los campos de concentración, hecho que enfatiza más el filme
de Vittorio de Sica que la novela de Bassani.
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