Años
ha me vino un día Ana Valero aterrada, porque en clase de Ética les
había contado a sus alumnos el relato de Eça de Queiroz El
mandarín, y a la pregunta de si mandarían al otro mundo a un
desconocido apretando un botón, a cambio de una enorme cantidad de
dinero y pudiendo permanecer impunes, el 80 o 90 % de la clase
contestó que sí lo harían. La tranquilicé (o por lo menos me
tranquilicé yo) diciéndole que eso no eran más que puras
suposiciones: uno no sabe cómo va a reaccionar ante una situación
límite.
Me
congratula ver que la visión de Hans Magnus Enzensberger (uno de mis
maîtres á penser) en un pasaje de La gran migración
(1992) coincide con la mía:
“Un
bote salvavidas abarrotado de náufragos. Rodeados de fuerte oleaje,
más náufragos manteniéndose a duras penas a flote ¿Cómo deben
comportarse los ocupantes del bote? ¿Deben repeler o incluso cortar
la mano del náufrago que se aferra desesperanzado a la borda?
Cometerían homicidio ¿Izarlo a bordo? Provocarían el hundimiento
del bote con toda su carga de supervivientes.
Este dilema forma parte del repertorio habitual de la casuística. A
los moralistas y a todos cuantos se estrujan el cerebro sobre tales
situaciones límites, les suele pasar desapercibido el detalle de que
lo están haciendo en secano. Y precisamente este “sí, pero”
hace fracasar todas las reflexiones abstractas, cualquiera que sea el
resultado al que pudieran llegar. El mejor de los propósitos
fracasará irremisiblemente por culpa del ambiente apacible del
seminario, porque nadie puede afirmar de forma creíble cómo se
comportará llegada la hora de la verdad.”