Recuerdo
que dentro de la iglesia [la catedral de Sigüenza], en un rincón de
la nave occidental, hay una capilla y en ella una estatua de las más
bellas de España. Me refiero al enterramiento de don Martín
Vázquez de Arce.
Es un
guerrero joven, lampiño, tendido a la larga sobre uno de sus
costados. El busto se incorpora un poco apoyando un codo en un haz de
leña; en las manos tiene un libro abierto; a los pies, un can y un
paje; en los labios, una sonrisa volátil. Cierto cartelón fijado
encima de la figura hace breve historia del personaje.
Era un
caballero santiaguista, que mataron los moros cuando socorría a unos
hombres de Jaén, con el ilustre duque del Infantado, su señor, a
orillas de la acequia gorda en la vega de Granada.
Nadie sabe
quién es el autor de la escultura. Por un destino muy significativo,
en España casi todo lo grande es anónimo. De todas suertes, el
escultor ha esculpido aquí una de esas antítesis. Este mozo es
guerrero de oficio: lleva cota de malla y piezas de arnés cubren su
pecho y sus piernas. No obstante, el cuerpo revela un temperamento
débil, nervioso. Las mejillas descarnadas y las pupilas intensamente
recogidas declaran sus hábitos intelectuales. Este hombre parece más
de pluma que de espada. Y, sin embargo, combatió en Loja, en Mora,
en Montefrío bravamente. La historia nos garantiza su coraje
varonil. La escultura ha conservado su sonrisa dialéctica. ¿Será
posible? ¿Ha habido alguien que haya unido el coraje a la
dialéctica?
(J.
Ortega y Gasset: “Tierras de Castilla”, El espectador, 1)
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