Doña Emilia Pardo Bazán,
visitando un convento cercano a Santiago de Compostela, y contemplando las
esculturas de los marqueses de Ayamonte, cree reconocer la pareja de estatuas que protagonizan
la leyenda El beso, de Bécquer, que,
de paso, nos resume magistralmente:
Mirándole tan reposado y
digno en su actitud, acordéme del vencedor de Cerinola, héroe de piedra de la
inimitable leyenda de Bécquer, El Beso. Quien haya leído las fantásticas
narraciones del poeta sevillano, recordará aquella en que un joven oficial del ejército
invasor de Napoleón, obligado a alojarse y pasar la noche en la iglesia de un
convento, se enamora perdidamente de una estatua orante de mujer hermosísima
que allí encuentra; habla de ella a sus compañeros de guarnición, la pinta con
vivos y mágicos colores: primero se burlan de tan extraño amor, pero después,
movidos ya de curiosidad, deciden ir la noche siguiente a conocer a la dama de
mármol que roba a su amigo el sentido. Acuden en efecto a la vieja iglesia,
cuyo lóbrego recinto ilumina la escasa claridad de una linterna. En el fondo
del arco sepulcral ven a la dama, que a todos sorprende por su belleza
maravillosa. Pero la iglesia está fría y húmeda; encienden para calentarse una
gran fogata hecha con trozos de la rica sillería tallada del coro, se sientan
alrededor de la lumbre, destapan botellas y corre el espumoso champaña
trastornando los juicios: el grupo de militares se anima, unos cantan báquicas
canciones, otros profanan con gritos y blasfemias la nave solitaria. Entretanto
el capitán francés bebe como un desesperado, sin apartar los ojos de la estatua
que, al rojizo resplandor del fuego, parece de carne, y dijérse que se ruboriza
ante el sacrílego espectáculo. Los vapores de la embriaguez turban el cerebro
del oficial, que, levantándose, va a ofrecer una copa de champaña al noble
guerrero arrodillado junto a la dama. Sus compañeros reprenden su osadía, y él,
más exaltado cada vez, exclama contemplando la efigie de mujer: “Miradla,
miradla. ¿Queréis más vida, queréis más realidad? Esa mujer de piedra parece
incitarme con su fantástica hermosura. Un beso, sólo un beso tuyo podrá calmar
el ardor que me consume…” Y se dirige a la estatua con los brazos abiertos,
como fuera de sí; pero en el mismo punto de tocarla cae al suelo, ensangrentado
y deshecho el rostro. El inmóvil guerrero, alzando la mano, le había derribado
con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.
(“Impresiones santiaguesas. Una joya del arte renaciente”)
(“Impresiones santiaguesas. Una joya del arte renaciente”)
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