Me gusta registrar en el blog las greguerías más afortunadas entre las creadas en clase dentro de una actividad. Este año la cosecha ha sido parva. He aquí unas cuantas:
Los tigres del presente serán los gatos del futuro.
Hoy un pescado, mañana las espinas.
Marta Jurado
El elefante es el bombero del zoo.
Carla Hernández
Los gallos son los despertadores del pueblo.
Sergi Laguna
Un gran tigre no es más que una pulga con hilos.
Wendy Quinga
martes, 24 de mayo de 2011
sábado, 21 de mayo de 2011
La mejor forma de preparar el examen de Literatura Universal es ir al cine
Midnight in Paris, de Woody Allen.
Intentando reflexionar sobre qué era un intelectual llegué en cierta ocasión a la siguiente formulación: “Un intelectual es aquella persona que tiene fantasías intelectuales.” Todos tenemos fantasías eróticas y algunas personas manifiestan verdaderos delirios de grandeza, por ejemplo. Pues bien, aquella persona capaz de alimentar fantasías intelectuales (asistir a un coloquio de verano en el castillo de Umberto Eco o tener una noche, a su sola disposición, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, por decir un par de ellas) se me antoja que es un intelectual.
Que el cine de Woody Allen es un cine de fuerte raigambre intelectual (con sus confesadas admiraciones a Ingmar Bergman o Federico Fellini) es algo que nadie pone en cuestión. Si existiera, aunque fuera mínimamente, algún atisbo de duda, esta película que hoy traemos a consideración, acabaría por disiparla. Y es que Midnight in Paris, aparte de un rendido homenaje a la ciudad de París, es una fantasía intelectual en la que Allen da salida a una extensa porción de su fetichismo cultural.
En la línea de La rosa púrpura del Cairo, en que una enajenada devoradora de filmes de los años de la Gran Depresión vivía una aventura romántica con un explorador escapado del celuloide (y que sólo poseía la virtual existencia de personaje de ficción), aquí, un joven guionista americano, en vacaciones parisinas con la acaudalada familia de su prometida, y que fantasea con el París de los años 20, el de la lost generation, los surrealistas y el jazz, una noche en que deambula solitario por la ciudad, se ve invitado, cual cenicienta lletraferida, a subir a un coche de época que le llevará a una moveable feast de su periodo soñado, donde conocerá a Scott Fitzgerald y su esposa Zelda. Estos le presentarán a Hemingway, y por medio de él conocerá a Gertrude Stein, Picasso, Adriana, una modelo de éste de la que se enamora y otros muchos protagonistas de aquel momento histórico: al surrealista Dalí y a su amigo Buñuel, al que le ofrecerá la idea para El ángel exterminador: “¿Pero por qué no pueden salir de la habitación?”, se pregunta un Buñuel algo romo en una escena desternillante.
Entre saltos del presente al pasado se mueve el filme, e incluso hay otro salto hasta la belle epoque, que es la edad de oro con que sueña Adriana (se encontrarán entonces con Toulouse Lautrec, Gauguin, Degas). Allí nuestro mitómano personaje se da cuenta de la falacia que subyace a esas mitificaciones del pasado y decide, deshaciendo su proyectado matrimonio y quedándose a vivir en París, asumir su compromiso con el presente. Eso sí, de la mano de una joven parisina sutilmente nostálgica del tiempo pasado (la compartida pasión por Cole Porter), con la que se podrá entender de maravilla.
Maravillosa es esta fantasía intelectual de Woody Allen, que consigue hacer un idilio de un periodo anti-idílico por excelencia (la dipsomanía de Scott Fitzgerald, la locura de Zelda o las depresiones filosuicidas de Hemingway no parecen poder alentar idilio alguno), que confirma que el cineasta sigue en forma (como ya demostró en Si la cosa funciona) y que la ridícula inepcia de Vicky Cristina Barcelona (en la que consiguió hacer de Bardem un mal actor, cosa nada fácil) fue una caída momentánea.
Intentando reflexionar sobre qué era un intelectual llegué en cierta ocasión a la siguiente formulación: “Un intelectual es aquella persona que tiene fantasías intelectuales.” Todos tenemos fantasías eróticas y algunas personas manifiestan verdaderos delirios de grandeza, por ejemplo. Pues bien, aquella persona capaz de alimentar fantasías intelectuales (asistir a un coloquio de verano en el castillo de Umberto Eco o tener una noche, a su sola disposición, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, por decir un par de ellas) se me antoja que es un intelectual.
Que el cine de Woody Allen es un cine de fuerte raigambre intelectual (con sus confesadas admiraciones a Ingmar Bergman o Federico Fellini) es algo que nadie pone en cuestión. Si existiera, aunque fuera mínimamente, algún atisbo de duda, esta película que hoy traemos a consideración, acabaría por disiparla. Y es que Midnight in Paris, aparte de un rendido homenaje a la ciudad de París, es una fantasía intelectual en la que Allen da salida a una extensa porción de su fetichismo cultural.
En la línea de La rosa púrpura del Cairo, en que una enajenada devoradora de filmes de los años de la Gran Depresión vivía una aventura romántica con un explorador escapado del celuloide (y que sólo poseía la virtual existencia de personaje de ficción), aquí, un joven guionista americano, en vacaciones parisinas con la acaudalada familia de su prometida, y que fantasea con el París de los años 20, el de la lost generation, los surrealistas y el jazz, una noche en que deambula solitario por la ciudad, se ve invitado, cual cenicienta lletraferida, a subir a un coche de época que le llevará a una moveable feast de su periodo soñado, donde conocerá a Scott Fitzgerald y su esposa Zelda. Estos le presentarán a Hemingway, y por medio de él conocerá a Gertrude Stein, Picasso, Adriana, una modelo de éste de la que se enamora y otros muchos protagonistas de aquel momento histórico: al surrealista Dalí y a su amigo Buñuel, al que le ofrecerá la idea para El ángel exterminador: “¿Pero por qué no pueden salir de la habitación?”, se pregunta un Buñuel algo romo en una escena desternillante.
Entre saltos del presente al pasado se mueve el filme, e incluso hay otro salto hasta la belle epoque, que es la edad de oro con que sueña Adriana (se encontrarán entonces con Toulouse Lautrec, Gauguin, Degas). Allí nuestro mitómano personaje se da cuenta de la falacia que subyace a esas mitificaciones del pasado y decide, deshaciendo su proyectado matrimonio y quedándose a vivir en París, asumir su compromiso con el presente. Eso sí, de la mano de una joven parisina sutilmente nostálgica del tiempo pasado (la compartida pasión por Cole Porter), con la que se podrá entender de maravilla.
Maravillosa es esta fantasía intelectual de Woody Allen, que consigue hacer un idilio de un periodo anti-idílico por excelencia (la dipsomanía de Scott Fitzgerald, la locura de Zelda o las depresiones filosuicidas de Hemingway no parecen poder alentar idilio alguno), que confirma que el cineasta sigue en forma (como ya demostró en Si la cosa funciona) y que la ridícula inepcia de Vicky Cristina Barcelona (en la que consiguió hacer de Bardem un mal actor, cosa nada fácil) fue una caída momentánea.
viernes, 6 de mayo de 2011
El monólogo interior por antonomasia
Cito fragmentariamente el comienzo y el final del stream of consciousness de Molly Bloom al final del Ulises de Joyce. Los puntos suspensivos equivalen a más de 50 páginas sin ningún signo de puntuación:
Sí porque él nunca había hecho tal cosa como pedir el desayuno en la cama con un par de huevos desde el Hotel City Arms cuando solía hacer que estaba malo en voz de enfermo como un rey para hacerse el interesante con esa vieja bruja de la señora Riordan que él se imaginaba que la tenía en el bote y no nos dejó ni un ochavo todo en misas para ella sola y su alma grandísima tacaña como no se ha visto otra con miedo a sacar cuatro peniques para su alcohol metilico contándome todos los achaques tenía demasiado que desembuchar sobre política y terremotos y el fin del mundo vamos a divertirnos primero un poco Dios salve al mundo si todas las mujeres fueran así venga que si trajes de baño y escotes claro que nadie quería que ella se los pusiera imagino que era devota porque ningún hombre la miraría dos veces espero no llegar a ser nunca como ella
(…)
y de las tiendas de vinos entreabiertas por la noche y las castañuelas y de la noche que perdimos el barco de Algeciras el vigilante rondando sereno con su linterna y oh el mar el mar carmesí a veces como de fuego y las soberbias puestas de sol y las higueras de los jardínes de la Alameda sí todas las raras callejuelas y las casas rosas y azules y amarillas y de las rosaledas y los jazmines y los geranios y cactus y de Gibraltar cuando niña y cuando flor de montaña sí cuando puse la rosa en mis cabellos como las muchachas andaluzas la llevan y debí llevar una roja sí, y cómo él me besaba al pie de la pared morisca y me pareció bien lo mismo de él que de otro y después le pedí con los ojos para poder volverle a pedir sí y él luego me pidió si quería decir sí mi flor de montaña y primero le rodeé con mis brazos y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón latía como alocado y sí dije sí quiero Sí
James Joyce: Ulises.
Sí porque él nunca había hecho tal cosa como pedir el desayuno en la cama con un par de huevos desde el Hotel City Arms cuando solía hacer que estaba malo en voz de enfermo como un rey para hacerse el interesante con esa vieja bruja de la señora Riordan que él se imaginaba que la tenía en el bote y no nos dejó ni un ochavo todo en misas para ella sola y su alma grandísima tacaña como no se ha visto otra con miedo a sacar cuatro peniques para su alcohol metilico contándome todos los achaques tenía demasiado que desembuchar sobre política y terremotos y el fin del mundo vamos a divertirnos primero un poco Dios salve al mundo si todas las mujeres fueran así venga que si trajes de baño y escotes claro que nadie quería que ella se los pusiera imagino que era devota porque ningún hombre la miraría dos veces espero no llegar a ser nunca como ella
(…)
y de las tiendas de vinos entreabiertas por la noche y las castañuelas y de la noche que perdimos el barco de Algeciras el vigilante rondando sereno con su linterna y oh el mar el mar carmesí a veces como de fuego y las soberbias puestas de sol y las higueras de los jardínes de la Alameda sí todas las raras callejuelas y las casas rosas y azules y amarillas y de las rosaledas y los jazmines y los geranios y cactus y de Gibraltar cuando niña y cuando flor de montaña sí cuando puse la rosa en mis cabellos como las muchachas andaluzas la llevan y debí llevar una roja sí, y cómo él me besaba al pie de la pared morisca y me pareció bien lo mismo de él que de otro y después le pedí con los ojos para poder volverle a pedir sí y él luego me pidió si quería decir sí mi flor de montaña y primero le rodeé con mis brazos y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón latía como alocado y sí dije sí quiero Sí
James Joyce: Ulises.
Un ejemplo de monólogo interior o corriente de conciencia en La colmena de Cela
Martín Marco, que sin llegar a ser el protagonista (pues es una obra de protagonismo múltiple) es el personaje más destacado de la obra, y que por haber pertenecido durante la República a la Federación Universitaria de Estudiantes, sindicato estudiantil de izquierdas, corre peligro de ser depurado en la post-guerra franquista, se ha encontrado con un policía que le ha pedido sus papeles. El policía tenía un diente de oro. Cuando se vuelve a quedar solo Martín Marco, atemorizado, se sumerge en un monólogo interior o corriente de conciencia, del que cito sólo el comienzo:
Martín empieza a pensar muy deprisa.
- ¿De qué tengo yo miedo? ¡Je, je! ¿De qué tengo yo miedo? ¿De qué, de qué? Tenía un diente de oro. ¡Je, je! ¿De qué puedo tener yo miedo? ¿De qué, de qué? A mí me haría bien un diente de oro. ¡Qué lucido! ¡Je, je! ¡Yo no me meto en nada! ¡En nada! ¿Qué me pueden hacer a mí si yo no me meto en nada! ¡En nada! ¡Je, je! ¡Qué tío! ¡Vaya un diente de oro! ¿Por qué tengo yo miedo? ¡No gana uno para sustos! ¡Je, je! De repente, ¡zas! ¡un diente de oro! ¡Alto! ¡Los papeles! Yo no tengo papeles. ¡Je, je! Tampoco tengo un diente de oro. Yo soy Martín Marco. Con diente de oro y sin diente de oro (…)
Camilo José Cela: La colmena, capítulo 4.
Martín empieza a pensar muy deprisa.
- ¿De qué tengo yo miedo? ¡Je, je! ¿De qué tengo yo miedo? ¿De qué, de qué? Tenía un diente de oro. ¡Je, je! ¿De qué puedo tener yo miedo? ¿De qué, de qué? A mí me haría bien un diente de oro. ¡Qué lucido! ¡Je, je! ¡Yo no me meto en nada! ¡En nada! ¿Qué me pueden hacer a mí si yo no me meto en nada! ¡En nada! ¡Je, je! ¡Qué tío! ¡Vaya un diente de oro! ¿Por qué tengo yo miedo? ¡No gana uno para sustos! ¡Je, je! De repente, ¡zas! ¡un diente de oro! ¡Alto! ¡Los papeles! Yo no tengo papeles. ¡Je, je! Tampoco tengo un diente de oro. Yo soy Martín Marco. Con diente de oro y sin diente de oro (…)
Camilo José Cela: La colmena, capítulo 4.
lunes, 2 de mayo de 2011
En la muerte de Ernesto Sábato
De tan portentoso escritor y personaje, autor de dos novelas memorables (El túnel y Sobre héroes y tumbas), y otra de menor logro, que lo apartó definitivamente de la narrativa (Abbadón el exterminador), y de ensayos y reflexiones de enorme enjundia, quiero traer hoy aquí un aforismo revelador. Es de lo más penetrante que he leído jamás sobre las diferentes sensibilidades del hombre y la mujer.
Habrá siempre un hombre tal que, aunque su casa se derrumbe, estará preocupado por el Universo. Habrá siempre una mujer tal que, aunque el Universo se derrumbe, estará preocupada por su casa.
Ernesto Sábato: Uno y el Universo.
Habrá siempre un hombre tal que, aunque su casa se derrumbe, estará preocupado por el Universo. Habrá siempre una mujer tal que, aunque el Universo se derrumbe, estará preocupada por su casa.
Ernesto Sábato: Uno y el Universo.
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