La primera vez que fui a la Casona de Tudanca constituyó toda una odisea. Había quedado con Anne Sophie (a quien conocí en un curso de literatura en la U.I.M.P en Santander), por la zona del Sardinero, calculando el tiempo que nos llevaría llegar hasta Tudanca, pero mi compañera de viaje llegó media hora tarde, y además, a la salida de la ciudad nos encontramos con retenciones, debido a un tráfico muy intenso (era un domingo de agosto). Al llegar a la Casona, la encontramos cerrada, pues acababa de comenzar la última visita. Arrimé la oreja al portalón y pude sentir la voz del guía. Con la dificultad del viaje que ya habíamos franqueado (más de una hora de carretera, retenciones a la salida, montañas y vericuetos –es la zona de Peñas arriba-) no íbamos a perder la oportunidad de conocer tan legendario lugar. Aporreé la puerta como si quisiera derribarla hasta que, finalmente, el guía nos abrió. Condescendió a dejarnos pasar y la visita resultó deslumbrante: qué edificio tan imponente, qué biblioteca tremenda, qué vivencias tan exquisitas había albergado. Pereda (que en ella sitúa la novela anteriormente citada), Unamuno, Lorca, Alberti… se cuentan entre los visitantes de la casa que perteneció a José María de Cossío. Y yo me preguntaba: si a mí, que viajo en coche, a finales del siglo XX, me ha costado lo suyo llegar hasta aquí, cómo vendrían esos españolitos de la tercera década del siglo y cómo llegarían hasta aquí los miles de libros que conforman la biblioteca.
Otras dos veces he vuelto a
la Casona, que me resulta, de los lugares que conozco, uno de los más
fascinantes y entrañables al mismo tiempo. En un enclave de una belleza por
encima de toda ponderación.
Pues bien, leyendo
recientemente un libro de memorias de Guillermo Díaz-Plaja (¡cómo nos interesan
en la edad provecta los libros de memorias, donde se hace balance de lo que ha
sido la vida!), me encuentro con la siguiente -excelente- semblanza del señor
de la Casona, y, al ver que no figura en el ciberespacio, no me resisto a
teclearla.
JOSÉ Mª DE COSSÍO
José Mª de Cossío podría ser
definido como la voluptuosidad del saber.
Para su hambre espiritual
todo cuanto tenía un sesgo de belleza, o era el producto de la inteligencia del
hombre, tenía un atractivo análogo. Y así alternativamente gozaba de un mundo
convertido en espectáculo o en juego. El teatro, la poesía, la erudición le
tentaban en la misma medida que el ajedrez, los toros o el deporte. O las
delicias de la buena mesa, entendiendo el yantar como un complemento de la
buena compañía.
Porque Cossío era, por encima
de todo, un conversador inagotable, un gozador del diálogo salpimentado por el
ingenio, lo que le convertía en uno de los ejes de las tertulias literarias de
Madrid. Dotado de una memoria felicísima, nos maravillaba recordando retahílas
de versos clásicos o modernos que escogía con infalible buen gusto, como nos
sorprendía con evocaciones certeras de sus recuerdos de espectador. Amigo
personal de los más linajudos personajes, empezando por el rey Alfonso XIII, y
de todos los poetas de España, cuyos autógrafos coleccionaba golosamente,
Cossío pasaba de una a otra memoria con presteza increíble. Y se conocía
también perfectamente el mundillo de los toros o de los futbolistas.
Cuando yo le conocí –hace
cincuenta años- era, aunque para muchos sea una sorpresa, presidente del Racing de Santander, y en Barcelona le
veíamos llegar al frente de sus “muchachos” de quienes se ocupaba con paternal
desvelo. Acudía entonces a nuestra tertulia de un café de las Ramblas, donde se
sentaba en una presidencia difusa que para él guardábamos como si le asistiese
un derecho de magisterio que los que allí acudíamos –Luys Santa Marina, Xavier
de Salas, Max Aub cuando recaía por allí y yo mismo- no le podíamos regatear.
Allí nos traía noticias de sus compañeros de promoción intelectual que era,
cabalmente, los poetas de la generación de 1927 que veían en José Mª de Cossío
una especie de hermano mayor. A él debieron, en efecto, la valoración de los
temas taurinos que, después de un siglo de desgana tauromáquica, aparecían de
nuevo en el ruedo de la poesía española, señalando el fin de un periodo
deliberadamente europeizante. A la emoción castiza de los líricos –Alberti,
Lorca, Gerardo Diego- se unía la asombrosa erudición que tenía José Mª de
Cossío, amigo de todos los toreros, desde Joselito para acá. Y yo también he
alcanzado, en una de sus tertulias madrileñas, la presencia fiel y constante de
Juan Belmonte que, como todos los de su profesión, sentía por nuestro amigo un
“respeto imponente”. Y me acuerdo también de haberle visto, en la plaza de
toros de Madrid, desde su contrabarrera, hacer indicaciones técnicas sobre la
lidia, a uno de los matadores que le escuchaba, deferente, con la montera en la
mano. Y recuerdo, asimismo, estando en un café de Madrid, junto a una tertulia
de “aficionados”, que una espinosa discusión
se zanjaba con un tajante “ze lo conzultaremos al zeñó Cossío”.
Porque Cossío irradiaba, en
este terreno, autoridad. Y también en el campo de deportes, en el fútbol, en el
que su palabra era escuchada a nivel de seleccionador nacional, palabra muchas
veces decisoria.
Era un español de una pieza y
yo le había oído algunas veces que él, que conocía España palmo a palmo, no
había salido nunca al extranjero.
No me perdonaría nunca las horas que pasara fuera de
nuestro país, decía.
Y así su gran libro, su
gigante enciclopedia sobre Los toros
venía a ser como un monumento a una realidad española con la que se sentía
furiosamente identificado, con la crispación de un guerrillero de la cultura.
De ahí también su amor a la
poesía española que era seguramente para él la clave profunda de nuestra
nacionalidad. Y por eso su andadura de crítica se iniciase en la lírica clásica
con especial detenimiento en Garcilaso, Lope, Góngora o Quevedo y con el
subrayado de lo que en esos poetas existía de la tradición más genuina de
España.
De manera que su búsqueda iba
siempre hacia la raíces y su más entrañable entorno vital lo buscaba en la
Montaña, raíz de Castilla, olvidando incluso su real origen vital en
Valladolid. El aire santanderino era su aire, y su escudo nobiliario era
aquella Casona de Tudanca, escenario de la novelística de Pereda, en la que él
pasaba sus largas vacaciones estivales, cabe la imponente orografía de la
tierruca montañesa, cuyos contornos conocía tan bien como sus leyendas, sus
decires populares o los escritores que allí tuvieron su cuna. Ésta era su prez
y su orgullo, tal como lo vemos en el Diccionario
de la Real Academia Española, en el que figuran todos los títulos de sus
miembros de número, reducidos en el caso de Cossío a ese único y orgulloso
mote: “ex-alcalde de Tudanca”. ¿Para qué más?
Su curva vital, su ímpetu
biológico se movía entre la vida y los libros, con análoga ligadura entrañable.
Y esa endósmosis le procuraba una visión de lo real a través del prisma de lo
cultural. Recuerdo que una vez, hablando del juego del ajedrez –del que era
expertísimo conocedor- me descubría que, a lo largo de su historia, podrá
detectarse el peso de los momentos culturales, y así, decía, existe una manera
“barroca” o “romántica”, según los casos, de mover las piezas sobre el tablero.
Porque en Cossío la visión de las cosas iba siempre como trascendida por su
fabulosa erudición, que era en él como una segunda naturaleza.
Solitario –en su soltería-
estuvo rodeado a lo largo de toda su existencia de dos rumorosas muchedumbres:
la de sus amigos y la de sus libros. Todas ellas están ahora llenas de su
memoria.
(Guillermo Díaz-Plaja: Retrato de un escritor, 1977, págs.
155-157)
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