Ahora que he estado cerca otra vez del mundo de Virgilio, desempolvo unas líneas que escribí hace casi 20 años (en 2003), cuando en nuestro seminario de lecturas leímos a Homero y Virgilio, entre otros clásicos greco-latinos. El día que comentábamos la Eneida, mi aportación a la reunión consistió en el texto que sigue:
Acertaba Borges, como de costumbre, cuando, a la pregunta de qué escritores le interesaban más, respondía: "Hay un muchacho, Virgilio, que promete… ". Y es que la sensación que se experimenta al leer la Eneida es la de encontrarse, de lleno y como nunca, inmerso en la literatura. Expliquémonos un poco. Ciertamente era la sensación que también producía Homero, pero en aquel caso la vivencia era la de asistir al nacimiento de la literatura, a una literatura fundacional y pura, a un grado cero de la literatura -por tomar las palabras de Barthes para la comparación que haré inmediatamente. En el caso de Virgilio la sensación es la de encontrarnos ante una literatura de segundo grado, esto es, una literatura enormemente reflexiva, que se propone ni más ni menos que emular la del aedo griego, pero con las armas que le da una muy rica tradición escrita, que goza de comentarios, erudición y crítica. Si Homero encabezaría una tradición de literatura en estado puro, a donde podrían acompañarle escritores como Sófocles, Balzac o Whitman, Virgilio encabezaría la tradición de la literatura literaria que, ciertamente, ha tenido mayor -si no más insigne- descendencia: es la tradición de Dante, Cervantes, Shakespeare, Flaubert y Joyce.
El caso es que leyendo la Eneida, libro donde se asiste con frecuencia a la cantidad hechizada lezamiana, entre las muchas cosas que me han encantado y fascinado, querría referirme aquí al maravilloso uso de lo patético que Virgilio hace en su obra, y que le da ese calor humano, propio también de la literatura cristiana, y motivo por el cual ésta lo consideró siempre como a un compañero de viaje.
En el libro II, cuando la toma de Troya por los aqueos, nos podemos encontrar en dos páginas con tres motivos de enorme patetismo: el anciano Príamo armándose los "hombros temblorosos", y ciñendo una "inútil espada" en el imposible intento de alejar la ruina sobre su casa. Momentos después ve morir ante sí a su hijo Polites, víctima de la fiereza de Neoptolemo, quien, sin compasión ninguna, arrebatará también la vida al anciano. La fría descripción de su cadáver resulta de un patetismo estremecedor: "Yace en la ribera un tronco enorme, la cabeza arrancada de los hombros, un cuerpo sin nombre".
En el libro IV, asistimos a la fatal pasión de Dido. Pero en los momentos iniciales de su enamoramiento, el poeta nos regala este maravilloso detalle cuasi cinematográfico: cuando se separa por la noche de Eneas, "sola en su casa vacía se queda triste y se recuesta sobre el lecho que él ha abandonado".
En el libro V, en los juegos en honor a Anquises, tras las competiciones, cuando presenciamos la cabalgata de los jóvenes, no se olvida Virgilio de decirnos: "Los troyanos reciben con un aplauso a los temblorosos muchachos, se alegran al contemplarlos y reconocen en ellos los rostros de sus antepasados". Con lo cual todas esas vidas segadas en la flor de su brío y juventud, con toda la carga de desolación que comporta la evocación de lo que fue Troya, parecen revivir por un instante. Si hablamos del efecto patético de estos pequeños detalles es por su capacidad de disparar la evocación sentimental.
Ya en el libro VI, el libro máximo, al reseñar las representaciones que configuran las puertas del templo de Febo, exclama, tras ponderar el arte de Dédalo: "Tú también ocuparías una parte en tan gran obra, Ícaro, si el dolor lo hubiera permitido. Dos veces había intentado cincelar en el oro tu caída, y por dos veces sus manos de padre cayeron".
Por fin, cuando, tras la invocación a las divinidades infernales, se atreve el poeta a describirnos las mansiones del llanto y de las sombras, al enumerar la multitud de los insepultos que corren desparramados hacia la orilla, para intentar que Caronte los conduzca al otro lado del Aqueronte, dice: "madres y esposos, cuerpos de esforzados héroes que ya habían terminado su vida, muchachos y muchachas solteras, jóvenes colocados en las piras ante los ojos de sus padres".
Es frecuente en Virgilio, como venimos viendo, el uso del detalle patético para cerrar un período. Pero además del efecto que crean los detalles, gusta el poeta de crear situaciones completas de patético dramatismo. Cito dos, supremas, en estos mismos inferos del libro VI: el encuentro de Eneas con Dido, que no se digna ni a responder las excusas que éste le presenta; y el posterior encuentro con su padre que termina, no podía ser de otra manera en nuestro autor, con el intento de un imposible abrazo.
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