En la estimable novela de Moravia, hacia el final, cuando el protagonista, el guionista Ricardo Molteni, es abandonado en Capri por su esposa, Emilia, que se marcha a la península con el productor Battista, decide dar un paseo en barca. Inopinadamente encuentra a su mujer en la barca que alquila, dialogan, se reconcilian y deciden hacer el amor en una gruta marina. Allí se produce la siguiente situación:
“Entonces dejé los remos e inclinándome ligeramente, tendí la mano hacia el punto de la oscuridad en que se encontraba la popa y dije:
- Dame la mano, te ayudaré a bajar. -No llegó a mí respuesta alguna. Repetí sorprendido-: Dame la mano, Emilia -y, por segunda vez, me incliné tendiendo la mano.
Luego, al ver que no me respondía, me incliné aún más, y con cautela, para no chocar contra la cara de Emilia, que sabía estaba en la popa, la busqué palpando. Pero mi mano encontró sólo el vacío y, bajándola, noté bajo mis dedos, allí donde habría debido encontrar el cuerpo de Emilia, la madera lisa del asiento vacío.”
Más tarde, analizando la situación (como típico personaje de Moravia, es tremendamente analítico) duda: “me pregunté si había soñado o había tenido una alucinación o, más insólitamente, se me había aparecido en realidad un fantasma.”
Yo, analítico como él, tiendo a interpretarlo como una alucinación delirante, basándome en que ya le ha ocurrido una similar pocas páginas antes cuando, tras ver a su mujer desnuda en la playa, se acerca a ella y cree besarla, pero el beso se convierte en... nada.
Me mueve también el paralelismo con un poema de Machado, analizado por mí en otro post, el CXXI de Campos de Castilla, que transcribo:
Allá,
en las tierras altas,
por
donde traza el Duero
su
curva de ballesta
en
torno a Soria, entre plomizos cerros
y
manchas de raídos encinares,
mi
corazón está vagando, en sueños...
¿No
ves, Leonor, los álamos del río
con
sus ramajes yertos?
Mira
el Moncayo azul y blanco; dame
tu
mano y paseemos.
Por
estos campos de la tierra mía,
bordados
de olivares polvorientos,
voy
caminando solo,
triste,
cansado, pensativo y viejo.
Es, tras el diálogo con Leonor, cuando el poeta quiere pasar al tacto, tocarla (Dame la mano), cuando se desvanece la imagen delirante y el poeta se encuentra sumido en su soledad habitual. Lo mismo que le ocurre al Ricardo de Alberto Moravia. Hay una enorme similitud en eso que llamaría la estructura del delirio.
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