¡La
de veces que la habré contado en clase! Me refiero a la célebre
anécdota en torno al pintor Turner y la creación del paisaje
romántico.
Contaba
yo que en un viaje en diligencia por los Alpes, en medio de una
importante ventisca, uno de los pasajeros sacó la cabeza por la
ventana y estuvo un buen rato en éxtasis contemplando las
inclemencias del temporal. Al volver a sentarse normalmente tenía
los ojos como perdidos, pues había visto algo que habitualmente no
se ve y había tenido una experiencia estética que no corresponde a
la dimensión de la belleza clásica sino de lo sublime romántico.
Recientemente,
leyendo El arte del paisaje, de Kenneth Clark, me encuentro
con la siguiente versión:
“La
relación existente entre la experiencia y la imaginación en la pintura de
Turner es, de hecho, sumamente delicada. Si comparamos una de las
versiones de Monet de la Gare St. Lazare, pintada en 1877, con
Rain, Steam, Speed, pintado en 1843, es evidente que Monet, en
dicho cuadro, está mucho más cerca de lo que todos podemos ver. Y
la pintura de Turner nos parecerá una fantasía poética, sin
relación con la experiencia. Pero refuta esta posibilidad el
testimonio de Mrs. Simon. Esta señora se había sorprendido al ver a
un anciano de cara afable, sentado frente a ella en el tren, asomarse
a la ventanilla durante un aguacero torrencial y seguir así unos
nueve minutos. Luego el anciano había entrado, la cabeza chorreando
agua, y había mantenido los ojos cerrados durante un cuarto de hora.
Entretanto la joven señora, llena de curiosidad, se asomó a la
ventana y quedó empapada, pero vivió una experiencia inolvidable.
Imagine le lector su deleite cuando en la Exposición de la Academia
del año siguiente se encontró ante Rain, Steam, Speed, y al
oír a alguien que decía en tono de burla: “Tenía que ser Turner.
¿Quién ha visto jamás semejante revoltijo?”, pudo contestar:
“Yo.” De hecho, cuantos tuvieron la mala suerte de que les
pillara la misma tormenta que a Turner, confirmaron que su
observación era extraordinariamente exacta.”
(p.
145-6)
Como
esta versión difería un poco de la que yo solía contar, me puse a
pensar de dónde podría haberla sacado. Primero consulté La
atracción del abismo, de Rafael Argullol, de donde proceden
muchas de mis ideas sobre el paisaje romántico, pero allí no la
encontré. Entonces busqué en Trías, Lo bello y lo siniestro,
un libro que también marcó mucho el desarrollo de mis ideas sobre
estética y allí di con el pasaje buscado. Se trata del segundo
capítulo de la primera parte del libro, que reproduzco en su
totalidad:
2.
UN VIAJE EN DILIGENCIA HACIA PAISAJES IMPOSIBLES
“A
principios del siglo pasado, cierta tarde, una distinguida dama de
mediana edad atravesaba en diligencia una zona especialmente boscosa
e inhabitada de Gran Bretaña. Tras la cortina de la ventanilla podía
verse un cielo sobrecargado de nubes amenazadoras. Frente a ella, un
vejete estrafalario, vestido como un pordiosero, mal afeitado, no
perdía ocasión en examinar los leves cambios de luz y atmósfera
del paisaje. De pronto sucedió lo que se presentía y temía, un
aguacero, un chaparrón, truenos, relámpagos, al tiempo que la luz
se oscurecía y la diligencia zarandeaba a sus huéspedes, que se
cuidaron de ajustar las ventanillas y las cortinas para no sufrir las
intemperancias del viento huracanado y de la lluvia. Y he aquí que
el viejo huésped que compartía con la dama distinguida, frente a
frente, el mismo camarote, pidiendo disculpas por adelantado,
levantóse, abrió su ventanilla, sacó la cabeza, el cuello y medio
tronco a la intemperie, permaneciendo estático y rígido en esa
difícil posición, medio cuerpo fuera, desafiando el balanceo del
vehículo y las inclemencias del temporal. Con estupor apenas
disimulado, la vieja no alcanzaba a comprender qué hiciera el buen
viejo medio loco tanto tiempo en esa extraña posición. Una hora
aproximadamente estuvo el viejo en ésas hasta que salió de su
pasmada contemplación y, chorreando por todas partes, volvió a
tomar asiento, excusándose de nuevo por tan inaudito proceder. Al
fin la tímida mujer se decidió a preguntarle qué era lo que tan
afanosamente buscaba o simplemente miraba. Y el viejo le contestó
que «había visto cosas maravillosas y nunca vistas». Picada de la
curiosidad la dama entreabrió la ventanilla, asomó la cabeza, hasta
que, perdiendo toda resistencia, se asomó con generosidad. El viejo
le había sugerido: «debe, eso sí, mantener muy abiertos los ojos».
Repitió la hazaña del viejo estrafalario y a fe que fueron paisajes
imposibles los que se cruzaron por sus ojos bien abiertos.
Años
después la misma dama, que residía habitualmente en Londres y
poseía amistades aficionadas a la pintura, decidió complacer su
propia curiosidad ante una exposición de un pintor discutidísimo y
tenido por estrafalario, llamado Turner, quien, al decir de sus
adversarios, pintaba lo que ningún ojo humano había visto (ni el
suyo propio, por supuesto). Mientras merodeaba por la exposición y
antes de reparar en los lienzos, de los que se le cruzaban ciertas
manchas amarillas y verdosas, se entretuvo en oír los comentarios de
entendidos que aseguraban no existir en ningún lugar del planeta
Tierra imágenes como las que ese loco pintor de lo fantástico
pretendía hacer valer. Eran tan desaprobadora las opiniones, daban
lugar esos cuadros, a lo que podía ver, a tales señales de burla,
de desprecio o de franca irrisión, que nuestra dama, movida acaso
por la piedad, decidió al fin detenerse a contemplar una de las
composiciones, la que más cerca de ella estaba. Y he aquí que, con
sorpresa imposible de disimular, vio justamente aquello mismo que
había visto años atrás a través de la ventanilla de la
diligencia. Entonces comprendió quién era ese viejo loco y
pordiosero que había tenido delante suyo. Y presa de voluntad
restitutiva empezó a gritar, congregando en torno suyo a todo el
público de la exposición: «¡Pero si yo lo vi, vi todo esto con
mis propios ojos!»
¿Será
preciso recordar que todavía a mediados del siglo XVIII lamentaba un
viajero «condenado» a atravesar la cordillera alpina por razones de
negocio «esas formas caóticas carentes de gracia y de belleza, ese
compendio de horrores y fealdades que son los Alpes con sus
repugnantes extensiones nevadas, malformaciones irregulares y
glaciares»? Por supuesto, el viajero cerraba la ventanilla y la
cortina para no ver tales espantos.
Bastarán
estas anécdotas para mostrar el cambio que se opera en la piel
sensible del hombre occidental en el crepúsculo del siglo XVIII. La
reflexión kantiana sobre el sentimiento de lo sublime será, en este
sentido, la más sólida sustentación del nuevo sentimiento de la
naturaleza y del paisaje que se produce en ese siglo de las luces
enamorado secretamente de las sombras.”
Parece
evidente que la versión de Clark es el punto de partida y la más
realista (da datos concretos como el nombre de la señora y la
Exposición en que ocurrió el desenlace); la versión de Trías es
una magnífica evocación literaria, con alguna invención propia
(cambia el tren por la diligencia y amplía los periodos de tiempo),
que reconduce hacia sus reflexiones sobre lo sublime romántico. Yo
tomaba todo el andamiaje de Trías, pero situaba en los Alpes
(confundiendo una anotación tangencial del filósofo catalán) lo
que a todas luces ocurrió en Inglaterra.
Sin
embargo, las pequeñas diferencias no impiden que las tres versiones
sean a su manera ciertas. Podríamos glosar lo que escribe Borges al
final de Emma Zunz: la historia se imponía porque
sustancialmente era la misma. Sólo eran falsos los medios de
transporte, el tiempo y uno o dos nombres propios.
1 comentario:
Hola, por error he dejado un comentario en el año 2017. No puedo repetir lo que acabo de escribir allí. Ruego lo busques. Por no repetirme y porque no sé si eres mi antiguo profesor de literatura,, profesor del Instituto de Catarroja allá por el año 1987. Me gustaría contactar contigo, si fuera así. Espero que volvamos a encontrarnos. Un saludo,
Publicar un comentario