domingo, 9 de agosto de 2020

J.M.W. Turner y el nacimiento del paisaje romántico


¡La de veces que la habré contado en clase! Me refiero a la célebre anécdota en torno al pintor Turner y la creación del paisaje romántico.
Contaba yo que en un viaje en diligencia por los Alpes, en medio de una importante ventisca, uno de los pasajeros sacó la cabeza por la ventana y estuvo un buen rato en éxtasis contemplando las inclemencias del temporal. Al volver a sentarse normalmente tenía los ojos como perdidos, pues había visto algo que habitualmente no se ve y había tenido una experiencia estética que no corresponde a la dimensión de la belleza clásica sino de lo sublime romántico.

Recientemente, leyendo El arte del paisaje, de Kenneth Clark, me encuentro con la siguiente versión:

La relación existente entre la experiencia y la imaginación en la pintura de Turner es, de hecho, sumamente delicada. Si comparamos una de las versiones de Monet de la Gare St. Lazare, pintada en 1877, con Rain, Steam, Speed, pintado en 1843, es evidente que Monet, en dicho cuadro, está mucho más cerca de lo que todos podemos ver. Y la pintura de Turner nos parecerá una fantasía poética, sin relación con la experiencia. Pero refuta esta posibilidad el testimonio de Mrs. Simon. Esta señora se había sorprendido al ver a un anciano de cara afable, sentado frente a ella en el tren, asomarse a la ventanilla durante un aguacero torrencial y seguir así unos nueve minutos. Luego el anciano había entrado, la cabeza chorreando agua, y había mantenido los ojos cerrados durante un cuarto de hora. Entretanto la joven señora, llena de curiosidad, se asomó a la ventana y quedó empapada, pero vivió una experiencia inolvidable. Imagine le lector su deleite cuando en la Exposición de la Academia del año siguiente se encontró ante Rain, Steam, Speed, y al oír a alguien que decía en tono de burla: “Tenía que ser Turner. ¿Quién ha visto jamás semejante revoltijo?”, pudo contestar: “Yo.” De hecho, cuantos tuvieron la mala suerte de que les pillara la misma tormenta que a Turner, confirmaron que su observación era extraordinariamente exacta.”
(p. 145-6)

Como esta versión difería un poco de la que yo solía contar, me puse a pensar de dónde podría haberla sacado. Primero consulté La atracción del abismo, de Rafael Argullol, de donde proceden muchas de mis ideas sobre el paisaje romántico, pero allí no la encontré. Entonces busqué en Trías, Lo bello y lo siniestro, un libro que también marcó mucho el desarrollo de mis ideas sobre estética y allí di con el pasaje buscado. Se trata del segundo capítulo de la primera parte del libro, que reproduzco en su totalidad:




2. UN VIAJE EN DILIGENCIA HACIA PAISAJES IMPOSIBLES


A principios del siglo pasado, cierta tarde, una distinguida dama de mediana edad atravesaba en diligencia una zona especialmente boscosa e inhabitada de Gran Bretaña. Tras la cortina de la ventanilla podía verse un cielo sobrecargado de nubes amenazadoras. Frente a ella, un vejete estrafalario, vestido como un pordiosero, mal afeitado, no perdía ocasión en examinar los leves cambios de luz y atmósfera del paisaje. De pronto sucedió lo que se presentía y temía, un aguacero, un chaparrón, truenos, relámpagos, al tiempo que la luz se oscurecía y la diligencia zarandeaba a sus huéspedes, que se cuidaron de ajustar las ventanillas y las cortinas para no sufrir las intemperancias del viento huracanado y de la lluvia. Y he aquí que el viejo huésped que compartía con la dama distinguida, frente a frente, el mismo camarote, pidiendo disculpas por adelantado, levantóse, abrió su ventanilla, sacó la cabeza, el cuello y medio tronco a la intemperie, permaneciendo estático y rígido en esa difícil posición, medio cuerpo fuera, desafiando el balanceo del vehículo y las inclemencias del temporal. Con estupor apenas disimulado, la vieja no alcanzaba a comprender qué hiciera el buen viejo medio loco tanto tiempo en esa extraña posición. Una hora aproximadamente estuvo el viejo en ésas hasta que salió de su pasmada contemplación y, chorreando por todas partes, volvió a tomar asiento, excusándose de nuevo por tan inaudito proceder. Al fin la tímida mujer se decidió a preguntarle qué era lo que tan afanosamente buscaba o simplemente miraba. Y el viejo le contestó que «había visto cosas maravillosas y nunca vistas». Picada de la curiosidad la dama entreabrió la ventanilla, asomó la cabeza, hasta que, perdiendo toda resistencia, se asomó con generosidad. El viejo le había sugerido: «debe, eso sí, mantener muy abiertos los ojos». Repitió la hazaña del viejo estrafalario y a fe que fueron paisajes imposibles los que se cruzaron por sus ojos bien abiertos.
Años después la misma dama, que residía habitualmente en Londres y poseía amistades aficionadas a la pintura, decidió complacer su propia curiosidad ante una exposición de un pintor discutidísimo y tenido por estrafalario, llamado Turner, quien, al decir de sus adversarios, pintaba lo que ningún ojo humano había visto (ni el suyo propio, por supuesto). Mientras merodeaba por la exposición y antes de reparar en los lienzos, de los que se le cruzaban ciertas manchas amarillas y verdosas, se entretuvo en oír los comentarios de entendidos que aseguraban no existir en ningún lugar del planeta Tierra imágenes como las que ese loco pintor de lo fantástico pretendía hacer valer. Eran tan desaprobadora las opiniones, daban lugar esos cuadros, a lo que podía ver, a tales señales de burla, de desprecio o de franca irrisión, que nuestra dama, movida acaso por la piedad, decidió al fin detenerse a contemplar una de las composiciones, la que más cerca de ella estaba. Y he aquí que, con sorpresa imposible de disimular, vio justamente aquello mismo que había visto años atrás a través de la ventanilla de la diligencia. Entonces comprendió quién era ese viejo loco y pordiosero que había tenido delante suyo. Y presa de voluntad restitutiva empezó a gritar, congregando en torno suyo a todo el público de la exposición: «¡Pero si yo lo vi, vi todo esto con mis propios ojos!»

¿Será preciso recordar que todavía a mediados del siglo XVIII lamentaba un viajero «condenado» a atravesar la cordillera alpina por razones de negocio «esas formas caóticas carentes de gracia y de belleza, ese compendio de horrores y fealdades que son los Alpes con sus repugnantes extensiones nevadas, malformaciones irregulares y glaciares»? Por supuesto, el viajero cerraba la ventanilla y la cortina para no ver tales espantos.

Bastarán estas anécdotas para mostrar el cambio que se opera en la piel sensible del hombre occidental en el crepúsculo del siglo XVIII. La reflexión kantiana sobre el sentimiento de lo sublime será, en este sentido, la más sólida sustentación del nuevo sentimiento de la naturaleza y del paisaje que se produce en ese siglo de las luces enamorado secretamente de las sombras.”



Parece evidente que la versión de Clark es el punto de partida y la más realista (da datos concretos como el nombre de la señora y la Exposición en que ocurrió el desenlace); la versión de Trías es una magnífica evocación literaria, con alguna invención propia (cambia el tren por la diligencia y amplía los periodos de tiempo), que reconduce hacia sus reflexiones sobre lo sublime romántico. Yo tomaba todo el andamiaje de Trías, pero situaba en los Alpes (confundiendo una anotación tangencial del filósofo catalán) lo que a todas luces ocurrió en Inglaterra.

Sin embargo, las pequeñas diferencias no impiden que las tres versiones sean a su manera ciertas. Podríamos glosar lo que escribe Borges al final de Emma Zunz: la historia se imponía porque sustancialmente era la misma. Sólo eran falsos los medios de transporte, el tiempo y uno o dos nombres propios.

1 comentario:

Unknown dijo...

Hola, por error he dejado un comentario en el año 2017. No puedo repetir lo que acabo de escribir allí. Ruego lo busques. Por no repetirme y porque no sé si eres mi antiguo profesor de literatura,, profesor del Instituto de Catarroja allá por el año 1987. Me gustaría contactar contigo, si fuera así. Espero que volvamos a encontrarnos. Un saludo,