Después del almuerzo
Juan
Ignacio, que fue quien me lo dio a leer por primera vez hacia 1977,
lo definió magníficamente: “un muchacho saca a pasear a su
hermano y se agobia”. Sobre base tan sencilla se asienta el
argumento del relato. Los padres le piden al narrador que lo lleve de
paseo y nuestro narrador intenta eludir la tarea, pero el padre lo
penetra con la mirada y no le queda otra que sacarlo de paseo.
Una
de las claves del relato está en ese pronombre que ya he utilizado
dos veces: lo.
Porque, en efecto, nunca se nos dice que es hermano del protagonista,
ni su nombre, ni su edad, ni su tamaño, ni realmente qué le ocurre
para concitar la atención de las personas con las que se cruza y
molestarlas. Realmente el cuento opera -como en Hemingway- con “the
thing left out”, ese dato esencial que no se dice y que entendemos
debe corresponder con algún tipo de tara o deformación.
El
narrador nos cuenta, de forma vaga e imprecisa, alguna de las cosas
que ha hecho o podría hacer: sus “caprichos”, como los denomina
en más de una ocasión. Y si el primero parece bastante grave: “la
única vez que me habían obligado a pasearlo por la vereda había
ocurrido esa cosa horrible con el gato de los Álvarez” es por pura
deducción e indicios posteriores en el cuento: habla de “un grito”
(71) o en la Plaza de Mayo se dedican a “mirar las palomas que por
suerte no se dejan coger como los gatos” (75). Luego él
(como también se le llama) debió coger al gato, hubo un grito y,
posiblemente, lo mató. Pero todo son deducciones del lector.
Las
otras cosas que hace son: meterse en el agua de los charcos (69), no
escuchar las palabras que se le dicen (71 y 77), tenérsele que pelar
el maní (75) o no gustarle atravesar calles con tráfico (74). No
parecen cosas excesivamente graves, pero también están las cosas
que el narrador imagina que podría hacer: “abrir de golpe la
ventanilla [del tranvía] y tirarse afuera” (72), plantarse en
mitad de la calle y no cruzarla (74), “revolcarse alrededor del
banco” (76).
Lo
que caracteriza al innominado -o innombrable- muchacho es su
capacidad de llamar la atención y ser molesto a los ciudadanos con
los que se puede cruzar. Esto genera en el narrador un agobio
intensísimo, que se concreta esencialmente en el miedo a ser mirados
por los demás. Es tanto ese miedo, resulta tan enfermizo que, cuando
imagina la posibilidad de que él
se tire por la ventanilla del tranvía, reconoce: “A lo mejor eran
cosas mías”. Y , en efecto, llegamos a pensar que mucho de lo que
teme nuestro narrador sólo ocurre en su cabeza, y que es un
verdadero neurótico obsesivo. ¿Cómo si no entender esta
aparentemente inocente declaración que hace: “para mí no
es nada ir a pie desde el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé
el tiempo lo puse justo en 32 minutos, claro que corriendo a ratos y
sobre todo al final”? ¿Por qué corre sobre todo al final?
Entendemos que, como buen neurótico obsesivo, se fijó llegar en
media hora y, al final, corrió para casi
conseguir su previsión, que se le fue en dos minutos. También,
momentos antes, sentados separados en el autobús, genera toda una
matemática de calcular el ritmo de volverse hacia atrás para mirar
al otro (al pasar cada esquina / contar hasta diez) que es
característico de los neuróticos.
Muchas
cosas pasan por la cabeza del narrador (entre otras el deseo de la
muerte del hermano, los padres y hasta él mismo) hasta que toma la
decisión más radical del cuento: abandonarlo
en la Plaza de Mayo. En
un momento de vértigo, casi sin pensar, lo hace. Pero al poco la fisicidad de un dolor seco en el estómago lo
detiene y le hace volver sobre sus pasos para recogerlo en el banco y
retornar a casa.
El
narrador, momentos antes, descompuesto, cubierto de sudor frío, ha
acudido a su pañuelo para secarse: “sentí un arañazo en el
labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me
había arañado la boca” (76). A principio del cuento el
innombrable se había mojado metiéndose en los charcos y se había
llenado de hojas secas, que van a parar al pañuelo con que el
narrador se afana en secarlo. Ahora bien, estas hojas secas -que
arañan- se convierten en símbolo en el cierre del relato:
“pero
no sé por qué en ese momento se me daba por pensar que también a
veces papá y mamá sacaban el pañuelo para secarse, y que también
en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la cara”
(77).
Es
evidente que la familia siente un dolor indomeñable ante la aspereza
de la vida, pero es que lo que les acontece sólo podría ser
encajado por medio de un amor inmenso hacia el menesteroso, ese que
solamente, al parecer, pudiera poseer la tía Encarnación (qué
nombre tan cristiano), la única que en un momento de desesperación
el narrador salva de su deseo de muerte.
Katherine Anne Porter
Cuando,
hacia 2010, leí en De Bolsillo los Cuentos
completos, de
Katherine Anne Porter, creí descubrir en uno de ellos, titulado “Él”
en la traducción de Horacio Vázquez Rial (“He” en el original
inglés) el motivo inspirador (la fuente, si así queremos decirlo)
del relato cortazariano.
Lo que creía un hallazgo mío de crítico hidráulico, no era tal,
porque ya en la fecha de 1980 existía un trabajo de Juan José
Barrientos, profesor veracruzano, que señalaba esa relación. El
trabajo “De
Katherine
Anne
Porter
a
Cortázar”
se puede consultar en Cervantes Virtual, pero desde mi punto de
vista, aunque presenta
aspectos interesantes que he tenido en cuenta,
es finalmente un
trabajo poco logrado, con algún error de bulto (no entiende que el
mayor de los hermanos, Adna, es un chico, sino que se refiere a las
dos “hermanas” de Él) y resulta poco concluyente (parece más
interesado en citar bibliografía que en ahondar sobre la relación:
cierra el estudio con
consideraciones
sobre la paralepse
y paralipse
de Genette a propósito de los cuentos de Cortázar, prácticamente
desentendido de la relación entre Porter y el argentino).
Y es que hoy, en una relectura del cuento de K. A. Porter, veo que,
si bien se puede seguir pensando que constituye el motivo inspirador
de “Después del almuerzo”, las diferencias son tan notables que,
se puede decir, Cortázar sometió a una profunda elaboración el
material de partida.
Lo
que tienen en común es que ambos cuentos tratan de un familiar con
algún tipo de tara o retraso que resulta considerablemente molesto
para la vida diaria (en Porter es claramente uno de los tres hijos,
el segundo, de la empobrecida familia de granjeros Whipple; en el
caso de Cortázar, el ser resulta más enigmático y, si bien podemos
entender que se trata del hermano del narrador, es algo que nunca se
dice explícitamente). Otro elemento en común es el tratamiento
pronominal de ambos individuos (en Porter da título al relato
“He”/”Él”; en Cortázar permanece innominado, y sólo se le
nombra a través de pronombres). La obsesión de la mirada de los
otros en ambos relatos es muy sensible (en Porter por el temor al qué
dirán de la señora Whipple; en Cortázar por el carácter neurótico
que creemos entrever en el narrador). Por último, en ambos cuentos
se produce el deseo de muerte del ser que genera las molestias y en
ambos se narra el abandono a que lo someten (en Porter, se lo envía
a un hospital del condado, aparentemente por una breve temporada,
pero intuimos que definitivamente; en Cortázar el narrador intenta
librarse de él, pero se arrepiente y vuelve a buscarlo para regresar
con él a casa).
Ahora
bien, las diferencias no son menores: Para empezar, el cuento de
Porter se narra en 3ª persona (un narrador omnisciente, aunque
preferentemente focalizado en la madre de Él); y el de Cortázar en
la 1ª persona del muchacho (¿hermano?) a quien se le insta a
sacarlo de paseo. En el cuento de Porter la pobreza acucia a la
familia Whipple, y es uno de los motivos de la decisión de
abandonarlo; en Cortázar se trata de una familia de clase media, sin
que la economía constituya un
problema, y el conflicto se centra en la figura
del narrador. El cuento
de Porter se extiende a lo largo de todo un año, con varias escenas;
el de Cortázar, más
sintético, se
concentra en el momento a que se refiere el título. El
de Porter es un cuento realista, casi costumbrista, pero intensamente
dramático, que se centra en la obsesión de la señora Whipple por
lo que puedan pensar sus conocidos de su manera de tratar al hijo (el
qué dirán); Cortázar, en cambio, lo centra en la mente neurótica
del narrador y cómo su relación con el ser extraño le sobrepasa y
casi le lleva a cometer un acto de abandono criminal. Es un relato
más misterioso, que clasificaríamos,
si fuera necesario, en la categoría de lo siniestro (umheimlich)
cortazariano.
Con
lo dicho volvemos a lo de antes: nos parece evidente que “He” de
Katherine Anne Porter es motivo inspirador de “Después del
almuerzo”, pero el autor argentino hizo una reelaboración tan
personal del cuento que constituye una auténtica obra maestra del
relato corto. (Como también lo es, por su parte, el cuento de K. A. Porter.)
N.B.
Los números de página del cuento de Cortázar pertenecen a la
edición de El perseguidor y otros relatos, Libro Amigo,
Bruguera, 1984. El cuento de Porter es de los años 30; el de Cortázar de los 60.
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