A lo mejor no es tan banal la
famosa respuesta de GGM a la pregunta de rigor, puesto que en la
novela, cuyo tema es sin duda la soledad y su condena de esterilidad,
establece diversas estrategias de puesta en relieve de la amistad. La
más llamativa es la de los cuatro amigos de Aureliano Babilonia, que
conoce en la librería del sabio catalán, “encarnizados en una
discusión sobre los métodos de matar cucarachas en la Edad Media.”
(439) En la novela se les pone nombres: Álvaro, Germán, Alfonso y
Gabriel. Pero la crítica cercana ha establecido que también tienen
apellidos y que representan a Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas,
Alfonso Fuenmayor (sus amigos de finales de los años 40, compañeros
en el diario El
Nacional, de
Bogotá) y el propio Gabriel García Márquez. También tiene nombre
el librero catalán: Ramón Vinyes, otro personaje real
ficcionalizado.
Recordemos al paso que el
único personaje de la novela que tiene un amigo es el coronel
Aureliano Buendía. Se trata de Gerineldo Márquez, con quien las
cosas están a punto de acabar como el rosario de la aurora, pero
Gabo, que debía haber visto con atención ¡Viva
Zapata!, de Elia
Kazan, decide que en el último momento el coronel se vuelva atrás
de la barbaridad que va a hacer (ejecutar a su amigo) y se eche al
monte una vez más. Lo que nos interesa es que se trata de un
Márquez, posible alter-ego del abuelo del autor, al que consagró su
El coronel no tiene
quien le escriba.
Muchos Márquez empiezan a poblar el mundo novelesco, máxime si
tenemos en cuenta que también aparece una referencia a una boticaria
de Macondo, “de cuello esbelto y ojos adormecidos” (467), que se
llama Mercedes y es una alusión, también bastante explícita, pues
se trata de “la sigilosa novia de Gabriel” (456), a la futura
señora de García Márquez. Un poco antes, Amaranta Úrsula le ha
manifestado a Gaston, su deseo de tener hijos que se llamen Rodrigo y
Gonzalo (como los propios hijos del autor) y no Aurelianos.
Pero esto no es todo, a lo
largo de la novela, que parece obra de pura imaginación y en modo
alguno letrada, hay numerosas referencias literarias y librescas: las
más obvias, las bíblicas, con los episodios míticos del Génesis
(fundación de Macondo), el peculiar Éxodo “hacia la tierra que
nadie les había prometido” (33), la Plaga del insomnio a la
llegada de Rebeca, el Diluvio tras la matanza de los obreros y
finalmente la destrucción apocalíptica (“el huracán bíblico”)
que cierra la novela. Hay también, dispersas, alusión al nacimiento
de Moisés (la idea de que Aureliano Babilonia fue encontrado
“flotando en una canastilla” (333) o al episodio de Jesús entre
los doctores (Nuevo Testamento), cuando el propio Aureliano sorprende a
todos por su exacto conocimiento de la matanza (“Todo se sabe”
será su lema en el futuro).
A lo largo de la novela
concurren también otro tipo de alusiones literarias de tipo culto,
sea a clásicos latinos, como Horacio, Séneca y Ovidio (455, 452),
medievales (como Beda el Venerable o Arnaldo de Vilanova, ¡en
catalán!) o de los siglos de oro, como Petrarca, cuyos sonetos
traduce Pietro Crespi para Amaranta (129), Rabelais o la doble
referencia a la Jerusalén
libertada y Milton
(404). Incluso podemos rastrear alusiones más modernas a Zorrilla
(180), Mallarmé (411) o incluso Hemingway en la página 41 (cuando
José Arcadio le explica a su hermano Aureliano el “mecanismo del
amor”, le dice. “Es como un temblor de tierra”. ¿Cómo no
recordar lo que siente María con su amante en Por
quién doblan las campanas tras
su encuentro amoroso?)
Pero la que ahora nos
interesa es otra serie de alusiones modernas también, pero de un
marcado acento regional. Son esas alusiones casi crípticas a Alejo
Carpentier (“Había
visto en el Caribe el fantasma de la nave corsaria de Victor Hughes”,
p. 112), a Carlos
Fuentes (los
policías, esbirros del poder, una noche “se llevaron a José
Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, que decía haber sido testigo
del heroísmo de su compadre Artemio Cruz”, p. 340), a Julio
Cortázar (Gabriel,
el amigo de Aureliano Babilonia, vive en París “durmiendo
de día y escribiendo de noche
para confundir el hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores
hervidos donde había de morir Rocamadour”, p. 458) o a su propia
obra (el de José Arcadio Buendía “Fue el primer entierro y el más
concurrido que se vio en el pueblo, superado apenas un siglo después
por el carnaval funerario de la Mamá Grande”, p. 90; o “cuando
el presidente de la república se negó a asignar las pensiones de
guerra a los antiguos combatientes, liberales o conservadores”, p.
209, donde se enuncia el motivo que da pie a la novela corta El
coronel no tiene quien le escriba).
Sólo queda fuera -de los del cogollito del boom-
Mario Vargas Llosa, aunque Gabo afirme, en el libro de
Fernández-Braso La
soledad de Gabriel García Márquez,
que “utilizo un carácter que evidentemente es de Vargas Llosa”,
p. 113, pero que a mí se me escapa, como no sea el carácter
compulsivo de los escribidores y lectores que a lo largo de la
novela ocupan “el cuarto de Melquiades” (¿sería ésta omisión
la causa del legendario puñetazo que muchos
años después le
propinó su exégeta peruano?). Lo que parece obvio es que en la obra
hay un homenaje clarísimo al fraternal grupo de jóvenes creadores
del boom
sobre los que declaró: “la novela latinoamericana es una sola
novela que estamos escribiendo entre muchos” (palabras pronunciadas
cuando la muerte de Cortázar, en febrero de 1984).
Parece claro que tan magna
novela, llena de “incontenibles alusiones de carácter privado”,
como le confiesa a Fernández-Braso (114), es, entre otras muchas
cosas, un ejercicio de amistad.
Ahora bien, quería cerrar
este pequeño ensayo con una sospecha que me surge respecto a la
pregunta del millón: ¿Quién narra Cien
años de soledad?
Todos sabemos que, siguiendo el modelo cervantino, la obra está
dentro de la obra: igual que El
Quijote se lo
encuentra Cervantes en un mercado de Toledo escrito por Cide Hamete
Benengeli (pero también en los textos de muchos autores que sobre
ello escriben), la novela de Cien
años de soledad
que leemos es la misma que lee Aureliano Babilonia en el cuarto de
Melquíades y que pergeñó en sánscrito el gitano mago. Así los
autores-narradores serían Cide Hamete y Melquíades, pero esto no es
sino una paradoja lógica, de esas que veía tan claro Bertrand
Russell, y que a mi me producen una especie de vértigo mental. Lo
que sí que puedo ver es que la presencia de El
Quijote y Cien
años de soledad
dentro de las respectivas novelas es como la presencia del lienzo y
de Velázquez en Las
meninas:
una figuración ficticia, que alude, pero no agota a los propios
entes que quiere representar.
Así
las cosas, aparte del esquivo autor Melquíades ¿no podría la
novela sugerir que el autor-narrador podría ser Gabriel, otro
escribidor de los varios que hay en la novela (Melquíades, Aureliano
Buendía, el sabio catalán), que en su habitación de París, vive
de día y escribe de noche? ¿y eso que escribe no podría ser la
rememoración de confidencias que Aureliano Babilonia le hubiera
hecho sobre sus progresos en la interpretación de los pergaminos de
Melquíades? No olvidemos que Aureliano “estaba más cerca de
Gabriel que de los otros” (441), “que estaban vinculados por una
especie de complicidad, fundada en hechos reales en los que nadie
creía” (la realidad del coronel Aureliano Buendía y de la matanza
de los obreros) (442), que “Gabriel dormía donde lo sorprendía la
hora. Aureliano lo acomodó varias veces en el taller de platería,
pero se pasaba las noches en vela, perturbado por el trasiego de los
muertos que andaban hasta el amanecer por los dormitorios.” (442)
(¿Se encontraría con Melquíades? ¿Hablaría con él?), que
incluso se lo encomendó a su amante, la benigna prostituta
Nigromanta. Si tenemos todo esto presente, la profunda identificación
entre los amigos Aureliano -intérprete de los pergaminos- y Gabriel
-compulsivo escribidor en París-, y creemos que lo que éste escribe
es lo que le puede haber transmitido Aureliano (o incluso el propio
Melquíades), Cien
años de soledad
sería el memorable fruto de una inmensa amistad.
N.B. Los números de las páginas corresponden a la edición conmemorativa de la RAE de 2007.
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