En
mi ejemplar de relatos de Truman Capote, en el índice, junto al
titulado “Un recuerdo navideño” (traducción de Enrique
Murillo), aparece la siguiente anotación: “Gracias, Cortázar”.
Y es que debo la lectura de ese cuento a una sugestión de Julio
Cortázar en su brillante ensayo “Algunos aspectos del cuento”.
En un momento dado hacía un pequeño listado de los que él
consideraba inolvidables:
“¿No
es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la
mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William
Wilson,
de
Edgar A. Poe; tengo
Bola
de sebo, de
Guy de Maupassant. Los
pequeños planetas giran y giran: ahí está Un
recuerdo de Navidad,
de
Truman Capote; Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius,
de
Jorge Luis Borges; Un
sueño realizado, de
Juan Carlos Onetti;
La muerte de Iván Ilich,
de Tolstoi; Cincuenta
de los grandes,
de Hemingway; Los
soñadores,
de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir…”
Muchos
ya los conocía. El que me resultó más enigmático, en ese momento,
aquel cuya referencia sólo me podía venir de ese texto
cortazariano,
era el de Truman Capote. No lo busqué inmediatamente, pero lo
registré en mi rádar, y años después (en una biblioteca de
Caracas, creo recordar) localicé el cuento en un volumen, que a mi
vuelta a España leí. Me produjo un deslumbramiento: qué cuento tan
hermoso y tierno, tan bien escrito y con un manejo prodigioso (aquí
aparece la deformación profesional) de la correlación
diseminativo-recolectiva en prosa. Desde
ese momento entró a formar parte de mi personal colección de
relatos inolvidables.
Digo
esto porque
suelo recordar con
gratitud
a quien me ha hecho conocer un texto particular que yo desconocía y
cuya lectura me aporta un verdadero incremento a mi ser. Podría
recordar (lo he hecho recientemente en el blog) que Juan Ignacio me
dió a leer “Después del almuerzo”, de Cortázar; Eleonora me
dio a conocer “La migala”, de Arreola; Antonio, en la Facultad,
me introdujo en la poesía de Cernuda (a
través de “No decía palabras”) y muchos más ejemplos: cuántos
textos no me habrá dado a conocer Javier por primera vez: desde
Ferdydurke,
de Gombrowicz, o Auto
de fe,
de Canetti, hasta “To his coy mistress”, de Andrew Marvell o
cierta canción de Góngora, que él estudió a fondo. Estoy hablando
de casos personales, porque si volvemos a influjos librescos, como el
de Cortázar citado en primer lugar, los ejemplos serían infinitos
(y
mis deudas enormes con G. Steiner, Vargas Llosa, Todorov, Umberto
Eco, R. Barthes, Susan Sontag y un largo etcétera).
Esta
pequeña reflexión viene a cuento de la tristeza que me produce el
hecho de que, en mis muchos años de profesorado, sean tan pocos los
alumnos que me agradecieran el descubrimiento de algún texto que yo
les haya dado a leer. Y eso que yo bromeaba al respecto en clase,
expresando irónicamente la misma queja que aquí. Pero nadie entraba
al trapo. Nadie me decía: gracias por ese texto.
Hay
pequeñas excepciones: Lluis una vez me esperó al final de una clase
para felicitarme, totalmente
excitado, por el comentario de texto que acababa de hacer; Carles, ya
ex-alumno, regresó al centro para darme el pésame cuando murió
Samuel Beckett, o Jacobo se mostró entusiasmado por haber entrado en
contacto con las leyendas de Bécquer…
Me
dejo algún caso, sin duda. Pero la queja que he expresado es cierta.
Me
consuela algo,
pero poco, sería consuelo de tontos, saber que a Torrente Ballester -como confesó en una
entrevista televisiva- jamás le pidió un alumno un libro prestado.