Esta es la clave de la adscripción de la obra al "teatro del absurdo", aunque se trata de un enunciado repetido tan a menudo que requiere matización. El absurdo no nace con Wilde, como no nace con Beckett. Lo que llamamos "absurdo" se produce cuando la lógica del lenguaje determina la realidad diegética (contra los dictados del sentido común), en lugar de permitir que las leyes de la realidad determinen el lenguaje a utilizar, como sucede en la literatura realista; a menudo este sentimiento aparece debido a una incongruencia entre objeto y contexto. En Beckett, esta inversión tiene un valor existencial ( y conecta con ciertas corrientes artísticas de la posguerra que se dan sobre todo en París, así como de preocupaciones filosóficas derivadas de la conflagración). En Wilde, no. El absurdo de Wilde nace de una tradición anglo-irlandesa llamada en inglés "nonsense", "tontería", presente en Swift y Sterne, en Carroll, en Lear y en W. S. Gilbert. Todas las culturas europeas tienen su tradición de una literatura en que las reglas del lenguaje priman sobre las del mundo real, a menudo para conseguir un efecto cómico o al menos paradójico. En España existe una tradición que va del Arcipreste de Hita a Quevedo y que continúa en el Padre Isla, que casi desaparece en el canon decimonónico y que reaparece con fuerza en el siglo XX, por ejemplo, en la obra de Gómez de la Serna: el hecho de que una greguería tenga sentido no quiere decir que sea imaginable una realidad a la que corresponda. Se trata de una tradición que puede ser a la vez popular y cómica; la risa se dirige contra la incongruencia del propio comportamiento. Así, aunque llamemos "teatro del absurdo" a un género específico que nace con Beckett, Adamov e Ionesco, el absurdo como mirada ha articulado géneros literarios muy diversos.
(Alberto Mira, "Introducción" a El abanico de Lady Windermere y La importancia de llamarse Ernest, Cátedra, Letras Universales)
miércoles, 4 de julio de 2018
domingo, 1 de julio de 2018
Mirar un par de rostros (Tolstoi y Kropotkin, según Ricardo Baeza)
La reciente lectura de Oscar Wilde me ha llevado a descubrir a uno de sus traductores principales, Ricardo Baeza, de quien he leído también algunos de sus ensayos de crítica literaria. En uno de ellos, dedicado a León Tolstoi ("En compañía de Tolstoi"), describe y contrapone los rostros de Tolstoi y Kropotkin. He buscado las imágenes en Internet y transcribo el fragmento:
He meditado largamente delante de estas últimas fotografías de 1900 a 1910 y no creo posiblñe contemplarlas, dándose cuenta de lo que significan, sin estremecerse hasta la médula. En todas ellas es el mismo Tolstoi de la ancianidad, seco, arrugado, hosco, de ojos chispeantes y barbas de kalmuko, luengas y ralas. Pero de año en año los surcos de van ahondando y la expresión va retrocediéndose y desesperándose. Se comprende que un mal oscuro y terrible le trabaja. Al final, es tremendo. Hay una fotografía, ampliada, de 1910, verdaderamente pavorosa. No sé qué extraño frenesí le enciende como dos tizones los ojuelos, que siempre fueron un poco de simio, emboscados bajo las cejas híspidas; adivínasele poseído por una desesperación implacable y casi al borde de la locura, en una región de tinieblas y de vértigo. No podría imaginarse figuración más exacta del rey Lear errando por el páramo en medio del huracán... Una indecible piedad nos sobrecoge recordando esta faz. ¿Es posible que este sea el buen apóstol que ha encontrado a su Dios y que con tanto afán quiso el bien de los hombres? No; no brilla en ese rostro la dulce claridad del Evangelio, sino las llamas inevitables del Apocalipsis. ¿Qué escondido fuego puede así devorarlo?
Es curioso contratar la faz de otro varón apostólico, Pedro Kropotkin, con la faz de León Tolstoi, y sería interesante escribir el paralelo. En el rostro de ambos está el secreto de uno y otro. El de Tolstoi ya lo hemos visto. Del de Kropotkin he hablado en otras ocasiones con motivo de su muerte. Lo comparaba entonces al rostro que nos imaginamos del otro Pedro, el apóstol; sereno, dulce y sonriente, sin grandes fulgores interiores, ardiendo con la llama igual y tranquila de una lámpara. No podemos imaginarnos de otro modo a este buen Simón Pedro, el apóstol de hombros anchos y de cabeza sosegada. Los otros son más agudos y ardorosos, más ágiles y arrebatados, pero ninguno de paso tan seguro como Pedro, ni en quien mejor confiar. Por algo le entrega el Señor las llaves de su Reino y levanta sobre él su Iglesia. Así, de toda la tropa apostólica vemos a Pedro como cimiento de la catedral cristiana, firmemente asentado en tierra, en tanto que Juan es la flecha que se lanza al cielo y parece horadar el azul.
De igual manera, Kropotkin es el Pedro de nuestro apostolado laico; el menos flamígero y, literariamente, el menos genial, pero también el más seguro de todos y el más dulce y bondadoso, el más sinceramente paternal. ¡Y tan risueño! Hasta cuando está más serio parece sonreír. Es que está contento y de acuerdo consigo mismo. Príncipe y con fortuna, hombre de ciencia y con un espléndido porvenir en su patria, ha sabido perderlo todo y sufrir la cárcel y el destierro para ser fiel a sus ideas, para conformar su vida a su doctrina. ¡Qué importa la miseria y hasta el hambre a veces, a cambio de este contento y sosiego interior!
(Ricardo Baeza: Ensayo y crítica literaria, p. 175-176)
He meditado largamente delante de estas últimas fotografías de 1900 a 1910 y no creo posiblñe contemplarlas, dándose cuenta de lo que significan, sin estremecerse hasta la médula. En todas ellas es el mismo Tolstoi de la ancianidad, seco, arrugado, hosco, de ojos chispeantes y barbas de kalmuko, luengas y ralas. Pero de año en año los surcos de van ahondando y la expresión va retrocediéndose y desesperándose. Se comprende que un mal oscuro y terrible le trabaja. Al final, es tremendo. Hay una fotografía, ampliada, de 1910, verdaderamente pavorosa. No sé qué extraño frenesí le enciende como dos tizones los ojuelos, que siempre fueron un poco de simio, emboscados bajo las cejas híspidas; adivínasele poseído por una desesperación implacable y casi al borde de la locura, en una región de tinieblas y de vértigo. No podría imaginarse figuración más exacta del rey Lear errando por el páramo en medio del huracán... Una indecible piedad nos sobrecoge recordando esta faz. ¿Es posible que este sea el buen apóstol que ha encontrado a su Dios y que con tanto afán quiso el bien de los hombres? No; no brilla en ese rostro la dulce claridad del Evangelio, sino las llamas inevitables del Apocalipsis. ¿Qué escondido fuego puede así devorarlo?
Es curioso contratar la faz de otro varón apostólico, Pedro Kropotkin, con la faz de León Tolstoi, y sería interesante escribir el paralelo. En el rostro de ambos está el secreto de uno y otro. El de Tolstoi ya lo hemos visto. Del de Kropotkin he hablado en otras ocasiones con motivo de su muerte. Lo comparaba entonces al rostro que nos imaginamos del otro Pedro, el apóstol; sereno, dulce y sonriente, sin grandes fulgores interiores, ardiendo con la llama igual y tranquila de una lámpara. No podemos imaginarnos de otro modo a este buen Simón Pedro, el apóstol de hombros anchos y de cabeza sosegada. Los otros son más agudos y ardorosos, más ágiles y arrebatados, pero ninguno de paso tan seguro como Pedro, ni en quien mejor confiar. Por algo le entrega el Señor las llaves de su Reino y levanta sobre él su Iglesia. Así, de toda la tropa apostólica vemos a Pedro como cimiento de la catedral cristiana, firmemente asentado en tierra, en tanto que Juan es la flecha que se lanza al cielo y parece horadar el azul.
De igual manera, Kropotkin es el Pedro de nuestro apostolado laico; el menos flamígero y, literariamente, el menos genial, pero también el más seguro de todos y el más dulce y bondadoso, el más sinceramente paternal. ¡Y tan risueño! Hasta cuando está más serio parece sonreír. Es que está contento y de acuerdo consigo mismo. Príncipe y con fortuna, hombre de ciencia y con un espléndido porvenir en su patria, ha sabido perderlo todo y sufrir la cárcel y el destierro para ser fiel a sus ideas, para conformar su vida a su doctrina. ¡Qué importa la miseria y hasta el hambre a veces, a cambio de este contento y sosiego interior!
(Ricardo Baeza: Ensayo y crítica literaria, p. 175-176)
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