Esta es la clave de la adscripción de la obra al "teatro del absurdo", aunque se trata de un enunciado repetido tan a menudo que requiere matización. El absurdo no nace con Wilde, como no nace con Beckett. Lo que llamamos "absurdo" se produce cuando la lógica del lenguaje determina la realidad diegética (contra los dictados del sentido común), en lugar de permitir que las leyes de la realidad determinen el lenguaje a utilizar, como sucede en la literatura realista; a menudo este sentimiento aparece debido a una incongruencia entre objeto y contexto. En Beckett, esta inversión tiene un valor existencial ( y conecta con ciertas corrientes artísticas de la posguerra que se dan sobre todo en París, así como de preocupaciones filosóficas derivadas de la conflagración). En Wilde, no. El absurdo de Wilde nace de una tradición anglo-irlandesa llamada en inglés "nonsense", "tontería", presente en Swift y Sterne, en Carroll, en Lear y en W. S. Gilbert. Todas las culturas europeas tienen su tradición de una literatura en que las reglas del lenguaje priman sobre las del mundo real, a menudo para conseguir un efecto cómico o al menos paradójico. En España existe una tradición que va del Arcipreste de Hita a Quevedo y que continúa en el Padre Isla, que casi desaparece en el canon decimonónico y que reaparece con fuerza en el siglo XX, por ejemplo, en la obra de Gómez de la Serna: el hecho de que una greguería tenga sentido no quiere decir que sea imaginable una realidad a la que corresponda. Se trata de una tradición que puede ser a la vez popular y cómica; la risa se dirige contra la incongruencia del propio comportamiento. Así, aunque llamemos "teatro del absurdo" a un género específico que nace con Beckett, Adamov e Ionesco, el absurdo como mirada ha articulado géneros literarios muy diversos.
(Alberto Mira, "Introducción" a El abanico de Lady Windermere y La importancia de llamarse Ernest, Cátedra, Letras Universales)
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