Cuenta Vargas Llosa en su libro de memorias El pez en el agua cómo, hacia finales de los 80, cuando él se presentó a las elecciones por la presidencia de Perú, la lectura de Góngora constituía un oasis de armonía en medio de las mezquindades de la disputa política:
Y en las noches, antes de
dormir, leía poesía, siempre a los clásicos del Siglo de Oro, y la mayor parte
de las veces a Góngora. Era
un baño lustral, cada vez, aunque fuera sólo por media hora, salir de las
discusiones, las conspiraciones, las intrigas y las invectivas y ser huésped de
un mundo perfecto, desasido de toda actualidad, resplandeciente de armonía,
habitado por ninfas y villanos literarios a más no poder y por monstruos
mitológicos, que se movían en paisajes quintaesenciados, entre referencias a
las tabulaciones griegas y romanas, música sutil y arquitecturas depuradas.
Había leído a Góngora, desde mis años universitarios, con admiración algo
distante; su perfección me parecía algo inhumana y su mundo demasiado cerebral
y quimérico. Pero entre 1987 y 1990 cuánto le agradecí haber erigido ese
enclave desactualizado y barroco, suspendido en las alturas más egregias del
intelecto y la sensibilidad, emancipado de lo feo, de lo mezquino, de lo
mediocre, de ese tramado sórdido en que se dibuja la vida cotidiana para la
mayoría de los mortales.
(...)
Pero ni siquiera el día
de la elección dejé de leer un soneto de Góngora, o una estrofa del Polifemo o
Las soledades o alguno de sus romances o letrillas y de sentir con esos versos
que, por unos minutos, mi vida se limpiaba. Quede aquí constancia de mi gratitud al gran cordobés.