Mala señal en cuanto a dotes de visión cinematográfica muestra la persona que, ante la propuesta de contemplación de una película, te dice: “Esa ya la he visto”. Como si se tratara de un helado, que una vez engullido no se puede volver a comer. Los filmes son obras de arte (cuando lo son) y, como tales, toleran repetidas visiones. Como las pinturas. Cada vez que voy al Museo del Prado voy siempre a ver los Velázquez. Y de paso veo alguna sala diferente: Velázquez y Goya, Velázquez y la pintura barroca española, Velázquez y los primitivos flamencos, and so on.
Es célebre la frase de R. W. Fassbinder en que reconocía haber visto 40 veces “Vivir su vida” de J. L. Godard. Y no me parece una exageración. El caso es que hay películas que se ven muchas veces. Pero yo distinguiría tres categorías.
En primer lugar las que se ven repetidas veces por motivos que podríamos considerar laborales. En mis muchos años de profesor de la asignatura de Medios audiovisuales he visto multitud de veces películas como Tiempos modernos, de Chaplin, Casablanca o El nombre de la rosa. En mis clases de Literatura es habitual, al llegar a las vanguardias, contemplar Un perro andaluz, de Buñuel.
La segunda categoría es la de las obras maestras (algunas del apartado anterior lo son). Con esas pasa como con las pinturas de Velázquez: uno no se cansa de verlas y siempre aprende algo o ve en ellas algo nuevo. Películas como Ciudadano Kane, de Welles, El séptimo sello, de Bergman, La gran ilusión, de Renoir, Amanecer, de Murnau, El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford, y tantísimas otras.
Pero de las que quería hablar hoy es de otra categoría, a las que llamaría películas habitables. Con ese término me refiero a esas películas que uno ve una y otra vez (cada año o cada dos años), pero por motivos estrictamente privados. Porque tocan una fibra particular del sujeto espectador. No tienen que ser necesariamente obras maestras (aunque muchas lo son), pero el asiduo culto que les dedicamos responde a causas de índole puramente personal. Son estas las que denomino películas habitables, porque en ellas nos sentimos como en casa. Tenemos un particular placer de estar en ellas. Supongo que es una relación como la que se tiene con el mito particular (el preferido) de cada persona: “dime cuál es tu mito personal y te diré quién eres”: la bajada de Orfeo a los infiernos, la expulsión del Paraíso, los amores de Hero y Leandro…
En mi caso algunas de mis películas habitables las firma Woody Allen (Manhattan, Annie Hall, Otra mujer…), otras son auténticos clásicos (El hombre tranquilo, el idilio irlandés de John Ford), las hay europeas (En el curso del tiempo, de Wenders, La piel suave, de Truffaut), orientales (El retrato de madame Yuki, de Mizoguchi o Los siete samurais, de Kurosawa), cubanas (Memorias del subdesarrollo, de Gutiérrez Alea) o incluso españolas (Arrebato, de Zulueta).
De la misma manera que hay películas habitables, cabría hablar de las inhabitables. Esas películas que gozan de cierta reputación, pero que la mirada no encuentra en ellas asidero como para sentirse en casa y que, por tanto, padecemos al verlas o, más sencillamente, preferimos no ver. (Aquí podrían entrar, en mi caso, las de Tarkowski o Tarantino, por poner dos ejemplos de cineastas absolutamente diferentes. Ni que decir tiene que las del manchego Almodóvar entran de lleno en esta categoría.)
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