Entre las muchas cosas que hacen que este país esté dejando de ser un lugar agradable para vivir voy a centrarme hoy en una específicamente literaria, y es el olvido y menosprecio que se manifiesta hacia la figura de su más importante crítico e historiador de la literatura, Marcelino Menéndez Pelayo, de cuya muerte celebramos este 2012 los cien años.
Hace ya algunos que una directora de la Biblioteca Nacional de ingrata memoria quiso retirar la estatua del insigne polígrafo que preside la escalera central de tan magna institución (cual si de la estatua de Francisco Franco se tratara). No se retiró de milagro, o por inercia, pues no recuerdo que el mundo intelectual español protestara con energía ante proyecto tan descerebrado.
Este año, el del centenario de su muerte, no ha habido hasta el momento el menor homenaje a su figura. En un diario como El País, que representó en otra época lo mejor del pensamiento liberal nacional, ha aparecido tan solo un artículo malintencionado de un tal Juan G. Bedoya cuyo título casi lo dice todo: ¿A quién le importa Menéndez Pelayo?
Parece que desde luego no le importa a muchos de sus connacionales, pero desde luego sí a mí, y me honro de haber participado en un pequeño número homenaje que la revista Liburna, editada por la Universidad Católica de Valencia, le ha dedicado.
De ese artículo, que se titula “Para llegar a Menéndez Pelayo: un camino personal”, entresaco una cita en que el gran polígrafo mexicano Alfonso Reyes ponderaba aquella dimensión superior de la crítica literaria que denominaba “juicio” y que operaba como “dirección del espíritu”. Ella me eximirá de insistir en la injusticia que este país está cometiendo con una de sus mayores figuras intelectuales:
Llamo así [juicio] al último grado de la escala, a aquella crítica de última instancia que definitivamente sitúa a la obra en el saldo de las adquisiciones humanas. Ni extraña al amor, en que naturalmente se funda, ni ajena a las técnicas de la exégesis, aunque no procede conforme a ellas porque anda y aun vuela por sí sola y ha soltado ya las andaderas del método, es la corona de la crítica. Adquiere trascendencia ética y opera como dirección del espíritu. No se enseña, no se aprende (...) es acto del genio. No todos la alcanzan (...) no se vende ni se compra por nada la facultad interpretativa de Longino, Dante, Coleridge, Sainte-Beuve, De Sanctis, Arnold, Pater, Brandes, Baudelaire, Menéndez Pelayo o Croce.
(Alfonso Reyes: “Aristarco o anatomía de la crítica”, en La experiencia literaria)