Estos días, en que traslado mi biblioteca a la que será mi nueva vivienda, he recordado con frecuencia el poema del inolvidable César Simón, que fue profesor mío en la Facultad de Filología de mediados de los 70.
Esta es la vieja biblioteca, que por extraños avatares de las guerras carlistas
vino a parar a este bajo techado de la cámara
-y el escritorio donde se firmaron las sentencias de muerte-.
Existen tratados de metafísica,
cartularios, manuales de agricultura, poesías completas,
odas y dísticos, mapas con eolos y céfiros.
Paso vagamente las páginas. Y las cierro.
Las transporto del estante de la derecha al de la izquierda,
del de la izquierda al de la derecha;
saco de algunos de ellos recetas de un médico,
tarjetas enviadas por un confuso individuo a su mamá
desde Solingen. Voy a mirar los cepos.
Vigilo la parada del agua.
Hago café. Subo de nuevo hasta el desván. Me detengo
en el rellano. Olvidaba la llave,
la llave de la cripta, donde se amontonan las mecedoras.
He contemplado fijamente los libros. Están las gruesos,
los más gruesos, los crujientes, los blandos.
Fijamente los he contemplado, los blandos, los más blandos.
Los he vuelto a amontonar y arrojar en los cestos
una vez y otra, como medidas de áridos.
A veces me detengo junto a la biblioteca, esa es la verdad,
le doy algunas vueltas, manoseo su mapa mundi,
los Nueve años de vida errante, de Cabeza de Vaca,
el Fuero Juzgo.
Y los transporto del estante de la derecha al de la izquierda,
del de la izquierda al de la derecha.
lunes, 30 de agosto de 2010
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